Ética:08

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Relaciones entre la moralidad y la utilidad[editar]

39. Al distinguir entre la utilidad y la moralidad, no entiendo separar estas dos cosas, de suerte que la una excluya a la otra; por el contrario, las considero íntimamente unidas, ya que no en cada paso particular, al menos en su resultado final. Lo moral es también útil: un individuo que cumple fielmente con sus deberes, no sólo logrará la felicidad que está reservada a los justos después de la muerte, sino que, con mucha frecuencia, será dichoso en esta vida, en cuanto es posible a la condición humana. Sus goces no serán tan vivos y variados como los del hombre inmoral, pero serán más dulces, más constantes: exentos de amargura no dejarán en el alma el roedor gusano del remordimiento. Su posición en la sociedad no será quizá tan elevada y brillante, pero tampoco le atormentará la idea de que sus iguales lo detestan, sus inferiores le maldicen y sus superiores le desprecian; tampoco estará temiendo de continuo una caída que le precipita en la nada, y que le haga expiar las villanías y los delitos con que se levantara sobre los demás. La dicha del hombre inmoral es ruidosa; fastuosa; la del hombre de bien es modesta, tranquila; se desliza en el silencio y oscuridad de la vida privada como aquellos mansos arroyos que murmullan suavemente en un valle retirado, sin más testigos que la verde hierba que tapiza sus orillas, y la luz del cielo que refleja en su cristalina corriente.

40. Lo propio que en los individuos se verifica en la sociedad. Una nación corrompida deslumbra tal vez con el esplendor de sus letras y bellas artes; pero, bajo el manto do púrpura y de oro, abriga la llaga mortal que la conduce al sepulcro. La Roma de los Brutos, Camilos, Fabios, Manlios y Escipiones no brillaba tanto ciertamente como la de los Tiberios, Nerones y Calígulas; sin embargo, la Roma modesta marchaba a pasos agigantados a un grandor fabuloso, al imperio del mundo; y la Roma brillante iba a caer bajo el hierro de los bárbaros y a ser la irrisión de las naciones. Un Estado, por un acto de perfidia con que falta a los tratados, adquirirá tal vez una posición importante, una ventaja del momento; pero esto no compensa su descrédito a los ojos del mundo, y los perjuicios que le ha de acarrear su reputación de perfidia. Un gobierno que para administración del Estado promueve la corrupción y fomenta la venalidad, conseguirá resultados momentáneos, que le conducirán quizás con brevedad al fin que se propone; pero dejad pasar el tiempo: la venalidad se extenderá de tal modo, que bien pronto faltarán medios para comprar a los que quieran venderse; se presentarán, por decirlo así, mejores postores en esa subasta de hombres; y el mismo gobierno que había tomado por base la corrupción, se hundirá bien pronto en el inmundo lodazal, obra de sus manos.

41. La utilidad bien entendida, no sólo está hermanada con la moralidad, sino que puede también ser objeto "intentado" en la acción moral, sin que ésta se afee y pierda su carácter. El honrado padre de familia que con su trabajo sustenta a sus hijos, se propone la utilidad que gane con el sudor de su frente; el soldado que muere por su patria, se propone el bien público que de su sacrificio resulta; la persona caritativa que socorre al pobre, intenta la utilidad del socorrido; el individuo laborioso que se desvela por aprender un arte o una ciencia, o por procurarse una posición decente, intenta su utilidad privada; en los medios que empleamos para conservar o restablecer la salud, intentamos nuestra utilidad propia; ¿y quién dirá que semejantes acciones dejan, por esto, de ser morales? ¿No sería bien extraña una moralidad que prescribe al padre el trabajar por el sustento de su familia, sin intentar esa utilidad; al soldado el morir por su patria, sin intentar el fruto de su muerte; al misericordioso el socorrer al pobre, sin intentar la utilidad del infeliz; al individuo perfeccionar sus facultades o labrar su fortuna sin intentarlo; a todos conservar la salud, sin proponernos su conservación? No se entiende de este modo el desinterés moral: se entiende, sí, que la razón constitutiva de la moralidad no es la utilidad; se afirma que la una no es la otra, pero no que estén reñidas; por el contrario, se hallan íntimamente enlazadas. La utilidad no constituye la moralidad, pero muchas veces es una "condición" necesaria para ella; ¿cómo se concibe un conjunto de relaciones morales en un hombre cuyas acciones no sean útiles a nadie? La beneficencia, uno de los más bellos florones de la corona de las virtudes, ¿en qué se convierte, si no se dirige a la utilidad de los demás? El heroísmo con que el hombre se sacrifica por el bien de sus semejantes, ¿a qué se reduce, si se le separa de este bien, de esa utilidad para los oíros? El hombre puede y debe intentar los resultados que corresponden a cada acción moral; sin esta intención, sucedería muchas veces que sus obras carecerían de objeto, y que la moralidad sería una cosa vana, o una contradicción.

42. La combinación de la utilidad con la moralidad nos la indica nuestro deseo innato de ser felices. Respetamos, amamos la belleza moral: éste es un impulso de la naturaleza; pero también esa misma naturaleza nos inspira un irresistible deseo de la felicidad: el hombre no puede desear ser infeliz; los mismos males que se acarrea, los dirige a procurarse bienes o a libertarse de otros males mayores; es decir, a disminuir su infelicidad. Así, la moral no está reñida con la dicha; aun cuando la razón no nos lo enseñara, nos lo indicaría la naturaleza, que nos inspira a un mismo tiempo el amor de la felicidad y el de la moral.

43. ¡Cosa singular es la moralidad! Su belleza la vemos, la sentimos en unas acciones, y nos atrae y cautiva; la fealdad de lo inmoral la vemos, la sentimos, y nos repugna, nos repele, nos inspira aversión; el orden moral se liga con el provecho y el daño, pero no es ni el daño ni el provecho; se dirige a los resultados, pero es independiente de ellos; se consuma en la conciencia con el acto libre de la voluntad, y allí merece su alabanza o vituperio, sean cuales fueren los efectos imprevistos que causo en el exterior. Tan íntima es la relación de la moral con el bien del individuo, de la sociedad y de linaje humano, que a primera vista, parece confundirse con esos bienes; donde se halla una utilidad individual o general, allí hay ciertas ideas morales que moderan, que dirigen; y, al propio tiempo, es tal su independencia con respecto a esas mismas cosas, con las cuales está ligada; conserva de tal modo inalterable su carácter en medio de la variedad de los objetos, que parece no tener ninguna relación con ellos, y ser una especie de divinidad a la que no afectan las vicisitudes del mundo.

44. Hagámoslo sentir con ejemplos. Hay un hombre que viendo en peligro a su patria, resuelve dar su vida para salvarla: no se propone ni hacer fortuna en caso de sobrevivir al riesgo, ni mejorar la suerte de su familia, ni siquiera adquirir celebridad: él sólo tiene noticia del peligro de su patria, y no le es posible comunicar la noticia a nadie: solo, sin más testigo que Dios y su conciencia, sin más deseo que el bien de sus compatricios, marcha al peligro y muere: esto es lo sublime moral; no sabemos cómo expresar el interés, la admiración, el entusiasmo que nos inspira tan heroico desprendimiento, un amor tan puro de la patria, un corazón tan grande, una voluntad tan firme. Muere, pero, ¡ay! ha sido víctima de un engaño que no ha podido prever ni sospechar. Su muerte, lejos de salvar la patria, la ha perdido para siempre. El resultado es desastroso; ¿se disminuye la moralidad y el heroísmo de la acción? No; ha producido una catástrofe, es verdad; pero "él no lo podía prever, diremos; el mérito es el mismo"; y, ¿por qué? Porque la raíz de este mérito estaba en la voluntad, en la conciencia; procedía del amor puro a su patria, en cuyas aras se inmolaba, sin más testigos que Dios y su conciencia; y guiado por la idea del bien, por la prescripción del deber, por el amor de la virtud. El heroísmo no deja de serlo por haber sido desgraciado; sobre la tumba de la patria debería levantarse la estatua del héroe.

Hágase la contraprueba. Un hombre vil ocupa una posición importante, de cuya conservación depende la suerte de su patria. El enemigo le ofrece una cantidad, y se presta a venderla, conociendo todo el daño que resulta de su acción infame. Entretanto, el gobierno a quien sirve, deseoso de asegurarse la fidelidad del traidor, le promete un premio mayor que la cantidad de la venta; el infame calcula, y cociendo que le es más ventajoso el permanecer fiel, conserva la posición; la defiende con obstinación invencible, y salva a su patria. El resultado es feliz; pero, ¿qué os parece del hombre? Su acción es felicísima, pero no moral: por el contrario, es negra como sus bajos cálculos: todo el brillo de los resultados no es capaz de ennoblecerla: el triunfo que a ella es debido se liga con el recuerdo de una sórdida especulación; la patria fue salvada porque fue el mejor postor en la conciencia venal, en los trofeos de la victoria desearíamos ver escrita con caracteres indelebles la infamia del vencedor.