7 de julio/III

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III

El duque del Parque fue uno de los generales españoles que más descollaron en la guerra de la Independencia. Después de Álvarez, el más heroico; de Alburquerque, el más inteligente; de Castaños, el más afortunado, y de Blake, el más militar, aunque el más desgraciado, es preciso colocar al duque del Parque, que, mandando el ejército de Galicia, ganó en 18 de octubre de 1809 la batalla de Tamames. En ella fue derrotado el general Marchand y sus doce mil franceses con pérdida de dos mil hombres, un cañón y una bandera. No fue igualmente afortunado Su Excelencia en la política, a la cual se dedicó con el afán propio de los ineptos para tan escabroso arte.

O el trato de ciertas personas, o lecturas revolucionarias, o quizás desaires que no creía merecer, lleváronle al partido exaltado. Grande de España, se sentó en la silla presidencial de La Fontana de Oro, desde la cual oyó apostrofar a los duques. Diputado en el Congreso de 1822, figuró en el grupo de Alcalá Galiano, de Rico, que había sido fraile y guerrillero; de Isturiz y otros. Este grupo no quería el orden, y a fuer de sostenedor de los libres, se ocupaba en asaetear constantemente al otro partidillo compuesto de Argüelles, Álava, Valdés, etc. De la misma lucha, y como transacción, salió la presidencia de Riego. Ya tendremos ocasión de ver cosas muy saladas que ocurrieron en aquellos días y en aquel sillón presidencial.

Volviendo al Duque, Su Excelencia poseía gran fortuna; era generoso, amable, ilustrado hasta donde podía serlo un duque y general y español por aquellos tiempos. Si se hubiera curado de la manía, tan común entonces como ahora, de figurar en política contra viento y marea, habría sido una persona inmejorable; pero entre las muchas debilidades que le trajo el loco afán de llegar al Gobierno, tenía la de querer ser orador, y el orador como el poeta ha de nacer, pese al refrán que dice lo contrario y que se equivoca como casi todos los refranes.

Despertó aquella mañana, después de un sueño en que le atormentaron ansiedades políticas, le conmovieron ambiciones y le embelesaron triunfos oratorios. Dormido había soñado lo que soñaba despierto, es decir, que hablaba en el Congreso; que le aplaudían; que entusiasmaba; que era Mirabeau. Luego que se despabilaron sus sentidos, tomó El Universal y El Zurriago, que, juntamente con el chocolate, le había presentado su ayuda de cámara, y leyó; pero a su alma turbada no satisfizo la desabrida lectura. Levantose, y después de las primeras abluciones y de pasarse la navaja por la cara (pues aquel grande hombre se afeitaba solo), mandó llamar al que en su casa desempeñaba las funciones de mayordomo, secretario y confidente.

-¿Está concluido ya? -le preguntó Su Excelencia.

-Está concluido -repuso Monsalud mostrando varios pedazos de papel escritos por un lado y otro.

-¿Tan pronto? ¿Te habrás hecho cargo de lo que yo quiero decir?

-Me parece que he interpretado bien el pensamiento de Vuecencia. Es clarísimo. Vuecencia quiere decir cuatro verdades al Ministerio, probar que Martínez de la Rosa con todas sus letras, no sirve para el caso; Vuecencia quiere que se arme gran barullo en las Cortes, en suma, pronunciar un discurso que a lo violento de la intención una la severidad y firmeza de una frase cortés.

-Eso es; y además...

-Sí, que revele sólida erudición y que abunden en él las citas de filósofos, para que se vea...

-Que mis discursos no son como los de Romero Alpuente, un fárrago de vulgaridades ramplonas para trastornar a la muchedumbre.

-¿Quiere Vuecencia que lea? -preguntó el joven sentándose.

-Ya te escucho.

-«Señores diputados -dijo Monsalud leyendo-, cedo por fin a los ruegos de mis amigos y tomo la palabra para exponer mi opinión sobre la política del Gobierno. Hablo sin preparación alguna, apremiado por las graves circunstancias que atravesamos. No extrañéis la incorrección de mi frase...».

-Es preciso decirlo así... está muy bien.

-«Rudo militar, hablaré con franqueza y sin retórica que no son propias de mi carácter y escasas letras. Al mismo tiempo debo advertiros que al tomar la palabra para intervenir en este delicado asunto, lo hago con repugnancia, con verdadero sentimiento. Amigos míos son los señores secretarios del despacho, amigos de toda la vida. ¿Por qué ha querido la suerte que opinemos de distinta manera sobre los negocios del país? ¡Ah! en mi alma luchan los afectos de la más pura amistad con el deber que me imponen mi puesto y los poderes que he recibido. Padezco hondamente, señores, podéis creérmelo; pero mi alma se esfuerza en sobreponer a todas las consideraciones la consideración del deber, y en tal ley anuncio al Ministerio que le voy a atacar duramente, durísimamente, porque los hombres deben ser esclavos de sus convicciones, y, como dijo Rousseau: de las grandes convicciones nacen los grandes hechos».

-Muy bien, ese principio me gusta. ¿Has confrontado bien la cita? No me vayan a decir que atribuyo a Juan Jacobo lo que es de Marco Aurelio o de Erasmo.

-Descuide Vuecencia. Si por casualidad resultase una equivocación, los diputados no se romperán la cabeza en averiguarla, porque tienen demasiados quehaceres para ocuparse de esto.

Siguió leyendo hasta que el Duque dijo:

-Me parece que en ese párrafo has ido demasiado lejos. Yo no quiero que se planteen todas, absolutamente todas las reformas que piden los exaltados.

-Lo expreso de un modo vago, sin determinar...

-No, no; conste claramente que no admito la ampliación de ley de milicias, ni la supresión de escarapelas, ni estoy de acuerdo con que se devuelva al Rey la ley de señoríos que no ha querido sancionar. Poquito a poco. No todas las reformas son buenas.

-Mayormente las que atacan a la nobleza -dijo Monsalud tachando algunos renglones-. Fuera esto.

-Parto del principio -dijo el del Parque poniendo la mano sobre las cuartillas y accionando gravemente con la otra-, de que yo, al mismo tiempo que detesto ciertas reformas, no puedo decir nada contra ellas. Ten presente que si defiendo otras, es porque tengo la convicción de que no se han de plantear nunca. ¿Qué se han de plantear, si le sientan a nuestro país como a la burra las arracadas?

-Comprendido; se variará este párrafo.

Después de otro poco de lectura, el aristócrata indicó con cierta sumisión, homenaje sincero del poder al talento:

-Van tres citas seguidas de Diderot. ¿No te parece que es demasiado?

Pues esta última se la encajaremos a... a otro cualquiera... por ejemplo a Julio César Scalígero.

-Hombre, por Dios. ¿Así de ese modo cuelgas milagros?

-No importa. Ellos no revolverán bibliotecas para averiguar si la cita es exacta. Pondremos que lo dijo D'Alembert, añadiendo un «si no recuerdo mal». ¿No le parece a Vuecencia?

-Añade «si no recuerdo mal... Ya saben los señores diputados que mi memoria es desgraciadísima».

Al llegar al final, Su Excelencia meditó breve rato antes de dar su aprobación definitiva al discurso que había de pronunciar dentro de dos días. El secretario miraba a su amo con atención inquieta, cual si desconfiara del éxito de su obra. Por último, el Duque se expresó así:

-Nada tengo que decir de la forma de mi discurso. También me parece admirablemente pensado. Si no me equivoco hablaré bien. El fondo, con las correcciones que te he dicho, quedará de perlas, menos en el final, que debe ser variado por completo. ¿De dónde sacas que yo quiero llamar a Riego héroe invicto y felicitarle por su elevación a la presidencia del Congreso?

-Como Vuecencia pertenece al grupo exaltado, creí que encajaban bien esos piropos al héroe de las Cabezas.

-Te diré -repuso el prócer frunciendo el ceño-. Cuando los demás llaman a Riego héroe invicto, yo no les contradigo: también aplaudo si es preciso; pero de eso a darle yo mismo tales nombres hay mucha diferencia.

-Entonces se suavizarán las frases de elogio -dijo Monsalud pasando los ojos por el final del manuscrito.

-No, ¿a qué vienen esos sahumerios? Harto le ensalza la plebe. ¿No se ha cacareado bastante su hazaña?

-Demasiado.

-No... sino que todos los días hemos de estar con el padre de la libertad, con el adalid generoso, con el consuelo de los libres y el insoportable viva Riego, que es como un zumbido de mosquitos que nos aturde y enloquece.

-¡Ah! todo cansa en el mundo, señor Duque, hasta el incienso que se echa a los demás; todo cansa, hasta doblar la rodilla ante un ídolo de barro.

-¡De barro! Has dicho bien, muy bien. ¡Si yo pudiera decir eso en mi discurso!

-Pues nada más fácil.

-¡Hombre, qué calma tienes! Estaría bueno...

-En efecto; estaría bueno llamar necio de buenas a primeras al jefe del partido a que uno pertenece -dijo Salvador riendo-. Pero todo puede hacerse en este mundo. Mire usted, señor Duque, yo lo haría.

-¿Tú?

-Sí señor.

-Pero tú no sirves para la política. Lo malo que tiene este maldito oficio de politiquear consiste en que a menudo es preciso que adulemos y ensalcemos a más de un majadero que vale menos que nosotros y que se ha elevado por un rasgo de audacia o por su misma majadería; pues también esto se ve todos los días. Conque quítame toda esta hojarasca del héroe invicto, y arréglalo de modo que ningún señorito mimado adquiera fama con mis discursos.

-Está muy bien. Con tal que se le cargue la mano al Ministerio...

-Firme, pero firme -dijo el Duque acompañando de enérgica acción la palabra-. Haz que resalte bien nuestro lema: libertades públicas antes que nada. Todo lo bueno que sale de nuestras filas, ¡canario! no lo han de decir Alcalá Galiano, Javier Isturiz, Rivas y Bertrán de Lis. En todas partes hay tiranía, hijo. Hasta en el partido de la igualdad, de la democracia, de los hombres libres, ha de haber cuatro o cinco gallitos que quieran despuntar, imponer su voluntad, tratando a los demás como miserables polluelos.

-¡Pícaro despotismo que en todas partes se mete! -dijo Monsalud con aparente distracción-. Pero yo tengo la seguridad de que Vuecencia pronunciará un gran discurso que llamará la atención de la mayoría exaltada y de la minoría moderada.

-Desconfío mucho. Verás: me pasa que llevo en la memoria un parrafillo bien dispuesto: lo veo tan claro mientras estoy mudo, que hasta las comas parece que las tengo aquí, pintadas en el entendimiento; pero me levanto, hijo, abro la boca, digo «señores», y entonces... ¡qué mareo! el Congreso empieza a dar vueltas en torno mío; parece que las tribunas son otras tantas bocas disformes que se ríen de mí... empiezo a sudar, póneseme un picorcillo en la garganta, toso, escupo, en fin, Salvador de mi alma, que no digo más que vulgaridades... ¡y lo llevaba tan bien aprendido, tan claro!

-Procure Vuecencia tener serenidad, y aprenda del general Riego. Eso sí que es hablar sin ton ni son; eso sí que es decir perogrulladas huecas con apariencia de cosas graves. Todo por efecto de la serenidad. Cuando no se tiene idea del disparate, cuando no existe el temor, cuando una presunción excesiva asegura el aplauso de uno mismo, está allanada la dificultad y los apuros parlamentarios no existen.

-Dices bien: es cuestión de temperamento. Yo no sirvo para el caso; pero hay que sacar fuerzas de flaqueza. ¡Ay! ya me tiemblan las carnes pensando... ¿Irás a oírme?

-¿Pues cómo había de faltar? Llevaré quien aplauda si es preciso.

-Eso no: si lo hago mal, no quiero palmadas. Poca burla harían de mí Alcalá Galiano e Isturiz. Así es, y siempre están con bromitas sobre nin oratoria, la oratoria Parquesiana, como dicen ellos. Ve tú, y no quites los ojos de mí: yo te miraré cuando me encuentre apurado, a ver si de este modo recobro el imperio de mí mismo y agarro las palabras que se me escapan.

-Allí estaré. Ya sabe Vuecencia mi sitio en la tribuna de orden tendremos diversión pasado mañana por ser el día fijado para que el batallón de Asturias entre en Madrid.

-¿Pero eso va de veras?

-¡Tan de veras!... Por ser el primero que dio el grito de libertad en las Cabezas, Su Majestad le ha concedido permiso para que entre triunfalmente en Madrid, salude la lápida de la Constitución, y desfile ante el Congreso. Dicen más...

-Que una diputación de aquella fuerza se presentará en la barra de las Cortes a recibir de manos del Presidente un ejemplar de la Constitución.

-Así parece.

-¡Hombre, cuándo acabarán las mojigangas! Yo suprimiría la tal ceremonia; pero, ¿qué se ha de hacer? El partido lo quiere, y es preciso aplaudirla, decir que es admirable y defenderla a regañadientes de los burlones. Adelante, pues, y vengan mascaradas.

-Todo esto concluirá temprano y Vuecencia podrá empezar su discurso a eso de las cuatro. Es buena hora.

-¿Crees que es buena hora?

-Sí, porque el público y el Congreso no están cansados ni impacientes. ¿Ya Vuecencia se ha puesto de acuerdo con el Presidente?

-Sí; me ha concedido la palabra. Soy el primero que habla en la cuestión del voto de censura al Sr. Moscoso. Como no haya altercados que retarden la discusión... A ver: dame esos papeles. Ya me parece que llega la hora fatal... Ánimo, duque del Parque, serenidad: hazte la cuenta de que no vas a decir ningún disparate, absolutamente ninguno.

-Principie Vuecencia leyendo el discurso en voz alta, figurándose que está en D.ª María. Accione, gesticule, entone bien, mire hacia la cama, haciéndose cargo de que es la Presidencia; mire a estas paredes, creyendo que son las tribunas.

-Así lo haré. Dame, dame acá pronto. Miraré esas dos sillas creyendo que son Alcalá Galiano e Isturiz y desafiaré sus miradas burlonas y sus impertinentes sonrisillas.

-Mire Vuecencia este jarrón vacío, figúrese que es el general Riego, figúrese que el consuelo de los libres le está mirando, y cobrará aliento y brío.

-Bien, bien -dijo el Duque tomando el manuscrito-. ¡A estudiar! Felizmente tengo buena memoria. ¿Te irás a trabajar? Eso es: cuando tenga mi lección regularmente sabida, te llamaré, a ver qué tal lo hago.

-Muy bien: yo me vuelvo al despacho.

-Hoy no estoy para nadie... ¿Conque subirás después?... Lo leeré cuatro o cinco veces. Cuando lo sepa regularmente tú me oirás, a ver qué te parece la acción, el gesto, los cambios de tono. Me dirás si en tal o cual pasaje conviene echar un par de toses, o estirar el brazo, o quedarme parado y en silencio mirando con altanero desdén a todos lados.

-De todo eso creo entender algo. Adiós, señor Duque; a trabajar.

-Adiós, buena alhaja.

El Duque se quedó solo, y poco después atroces gritos atronaron la casa. Comentaban con malicia los criados el rumor de apóstrofes, epifonemas y onomatopeyas que les aseguraban completa vagancia por algunas horas; pero ningún habitante de la casa se atrevió a poner su planta profana en el gabinete convertido en salón de sesiones. Mientras el Duque hablaba, la aquiescencia de su auditorio era perfecta. Ni la cama que era la Presidencia, ni las sillas que eran Galiano e Isturiz, ni las paredes que eran las tribunas, ni el jarrón vacío que era Riego hicieron objeción alguna. El orador estaba inspirado.