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7 de julio/XXVIII

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XXVIII

Soledad volvió al comedor.

-¿Qué tienes que decir de mí? -le preguntó su hermano adoptivo.

-Contestaré mañana. Hasta ahora no puedo formar juicio -dijo Soledad sonriendo con tristeza.

-¡Dichoso el pájaro prisionero en la jaula! -afirmó Monsalud con vehemencia-. Ese sabe que no puede salir y está libre de los tormentos de la elección de camino.

-Ya he mandado cerrar todas las puertas -insinuó Soledad-. ¿Estás bien así, encerradito?

-Querida hermana -dijo Salvador con afán-, si me pudieras dar tu tranquilidad, tu serenidad, la paz de su espíritu, ¡cuán feliz sería yo!

-¿La paz de mi espíritu? -dijo Soledad con emoción-. Pues tómala.

-¿Cómo?

-Si yo quiero dártela y no la quieres.

-No digas que no la quiero.

-¿No me has dicho ayer que quieres que sea impertinente?

-Sí.

-Pues voy a serlo -dijo la huérfana sonriendo-. Empiezo por mezclarme en tus asuntos, aconsejándote...

-¡Muy bien!

-Más aún, mandando en ti.

-¡Excelente idea!

-Empiezo ahora.

-¿Qué debo hacer?

-Tratar de olvidar todo lo que has visto hoy.

-¡Olvidar! -exclamó Salvador con brío-. Eso no puede ser. ¿Cómo olvidar eso, Sola? ¡Imagina lo más hermoso, lo más seductor, lo mejor que ha hecho Dios, aunque lo haya hecho para perder al hombre!

-Entonces adiós.

-Pues adiós.

Uno y otro se levantaron.

-Márchate de la casa -dijo resueltamente Soledad.

-¿Te enojas...? Vamos, querida hermana, si quisiera huir, me quedaría, por no verte enfadada al volver.

-Es que no me verías más.

-¿De veras?

-No gusto tratar con locos.

-Pues yo siempre lo he sido. A buena hora lo conoces. Yo te prometo que seré razonable.

-¿Lo serás esta noche?

-Te lo prometo.

-¿No harás ninguna locura?

-Haré las menos que pueda. Prometer más, sería necedad.

-Pues adiós.

-¿Te vas?

-Es preciso descansar, hijito. Hoy nos has dado mucho que hacer con tu malhadado viaje.

-Pues adiós. Vengan esos cinco.

Estrecháronse la mano. Desde la puerta, al retirarse, Solita saludó a su amigo diciéndole cariñosamente:

-No será cosa de que me tenga que levantar a echar sermones. ¿Serás juicioso?

-Hasta donde pueda. Ya es bastante, hermanita.

-Me conformo por ahora. Adiós.

Retirose Soledad, pero no se acostó. Estaba inquieta y desconfiaba de las resoluciones de su hermano. Vigilante, con el oído atento a todo rumor y mirando a ratos por la ventana de su cuarto que daba a la huerta, pasó más de una hora. Sintió de improviso el ruido de un coche que se acercaba, y puso atención. El coche paró ante el portalón de la huerta.

Soledad sintió frío en el corazón y un desfallecimiento súbito de su valor moral; pero evocó las fuerzas de su espíritu y salió del cuarto muy quedamente. Cuando estuvo fuera y bajó muy despacio a la huerta, cuando puso los pies en ella, vio que Salvador (¡él era! ¡le reconoció a pesar de la profunda oscuridad de la noche!), avanzaba con rápido paso hacia la verja.

Solita se llenó de pena; quiso gritar; pero la voz de su dignidad le impidió hacerlo. No tenía derecho a ser sino testigo.

Vio que el hortelano avanzaba gruñendo hacia la verja, mandado por Salvador, que se abría la puerta verde, que en un instante sacaban el baúl y lo subían a lo más alto del coche.

Sin poder contenerse corrió hacia allá. Oyó una voz de mujer que decía:

-¿Qué es esto? ¿Te arrepientes?

Y la de Salvador que respondía:

-No... Vamos... En marcha.

El coche partió a escape, y Soledad gritó:

-¡Salvador, Salvador!

Pero esto no lo oyó más que Dios y ella misma, porque lo dijo con la lengua del alma, a punto que su cuerpo caía sin sentido sobre la arena del jardín.


 
 
FIN DEL 7 DE JULIO
 
 

Octubre-Noviembre de 1876