7 ensayos de interpretación de la realidad peruana: El factor religioso

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El factor religioso

I. LA RELIGIÓN DEL TAWANTINSUYO

Han tramontado definitivamente los tiempos de apriorismo anticlerical, en que la crítica «librepensadora» se contentaba con una estéril y sumaria ejecución de todos los dogmas e iglesias, a favor del dogma y la iglesia de un «libre pensamiento» ortodoxamente ateo, laico y racionalista. El concepto de religión ha crecido en extensión y profundidad. No reduce ya la religión a una iglesia y un rito. Y reconoce a las instituciones y sentimientos religiosos una significación muy diversa de la que ingenuamente le atribuían, con radicalismo incandescente, gentes que identificaban religiosidad y «oscurantismo».

La crítica revolucionaria no regatea ni contesta ya a las religiones, y ni siquiera a las iglesias, sus servicios a la humanidad ni su lugar en la historia. Waldo Frank, pensador y artista de espíritu tan penetrante y moderno, no nos ha asombrado, por esto, cuando nos ha explicado el fenómeno norteamericano descifrando, atentamente, su origen y factores religiosos. El pioneer, el puritano y el judío, han sido, según la luminosa versión de Frank, los creadores de los Estados Unidos. El pioneer desciende del puritano: más aún, lo realiza. Porque en la raíz de la protesta puritana, Frank distingue principalmente voluntad de potencia. «El puritano —escribe— había comenzado por desear el poder en Inglaterra: este deseo lo había impulsado hacia la austeridad, de la cual había pronto descubierto las dulzuras. He aquí que descubría luego un poder sobre sí mismo, sobre los otros, sobre el mundo tangible. Una tierra virgen y hostil demandaba todas las fuerzas que podía aportarle; y, mejor que ninguna otra, la vida frugal, la vida de renunciamiento, le permitía disponer de esas fuerzas» [1].

El colonizador anglosajón no encontró en el territorio norteamericano ni una cultura avanzada ni una población potente. El cristianismo y su disciplina no tuvieron, por ende, en Norteamérica una misión evangelizadora. Distinto fue el destino del colonizador ibero, además de ser diverso el colonizador mismo. El misionero debía catequizar en México, el Perú, Colombia, Centroamérica, a una numerosa población, con instituciones y prácticas religiosas arraigadas y propias.

Como consecuencia de este hecho, el factor religioso ofrece, en estos pueblos, aspectos más complejos. El culto católico se superpuso a los ritos indígenas, sin absorberlos más que a medias. El estudio del sentimiento religioso en la América española tiene, por consiguiente, que partir de los cultos encontrados por los conquistadores.

La labor no es fácil. Los cronistas de la Colonia no podían considerar estas concepciones y prácticas religiosas sino como un conjunto de supersticiones bárbaras. Sus versiones deforman y empañan la imagen del culto aborigen. Uno de los más singulares ritos mexicanos —el que revela que en México se conocía y aplicaba la idea de la transubstanciación— era para los españoles una simple treta del demonio.

Pero, por mucho que la crítica moderna no se haya puesto aún de acuerdo respecto a la mitología peruana, se dispone de suficientes elementos para saber su puesto en la evolución religiosa de la humanidad.

La religión inkaica carecía de poder espiritual para resistir al Evangelio. Algunos historiadores deducen de algunas constataciones filológicas y arqueológicas el parentesco de la mitología inkaica con la indostana. Pero su tesis reposa en similitudes mitológicas, esto es formales; no propiamente espirituales o religiosas. Los rasgos fundamentales de la religión inkaica son su colectivismo teocrático y su materialismo. Estos rasgos la diferencian, sustancialmente, de la religión indostana, tan espiritualista en su esencia. Sin arribar a la conclusión de Valcárcel de que el hombre del Tawantinsuyo carecía virtualmente de la idea del «más allá», o se conducía como si así fuera, no es posible desconocer lo exiguo y sumario de su metafísica. La religión del quechua era un código moral antes que una concepción metafísica, hecho que nos aproxima a la China mucho más que a la India. El Estado y la Iglesia se identificaban absolutamente; la religión y la política reconocían los mismos principios y la misma autoridad. Lo religioso se resolvía en lo social. Desde este punto de vista, es evidente entre la religión del Inkario y las de Oriente la misma oposición que James George Frazer constata entre éstas y la civilización greco-romana. «La sociedad, en Grecia y en Roma —escribe Frazer— se fundaba sobre la concepción de la subordinación del individuo a la sociedad, del ciudadano al Estado; colocaba la seguridad de la república, como fin dominante de conducta, por encima de la seguridad del individuo, sea en este mundo, sea en el mundo futuro. Los ciudadanos, educados desde la infancia en este ideal altruista, consagraban su vida al servicio del Estado y estaban prontos a sacrificarla por el bien público. Retrocediendo ante el sacrificio supremo, sabían muy bien que obraban bajamente prefiriendo su existencia personal a los intereses nacionales. La propagación de las religiones orientales cambió todo esto: inculcó la idea de que la comunión del alma con Dios y su salud eterna eran los únicos fines por los cuales valía la pena de vivir, fines en comparación de los cuales la prosperidad y aun la existencia del Estado resultaban insignificantes» [2].

Identificada con el régimen social y político, la religión inkaica no pudo sobrevivir al Estado inkaico. Tenía fines temporales más que fines espirituales. Se preocupaba del reino de la tierra antes que del reino del cielo. Constituía una disciplina social más que una disciplina individual. El mismo golpe hirió de muerte la teocracia y la teogonía. Lo que tenía que subsistir de esta religión, en el alma indígena, había de ser, no una concepción metafísica, sino los ritos agrarios, las prácticas mágicas y el sentimiento panteísta [3].

De todas las versiones que tenemos sobre los mitos y ceremonias inkaicas, se desprende que la religión quechua era en el Imperio mucho más que la religión del Estado (en el sentido que esta confesión posee en nuestro evo). La iglesia tenía el carácter de una institución social y política. La iglesia era el Estado mismo. El culto estaba subordinado a los intereses sociales y políticos del Imperio. Este lado de la religión inkaica se delinea netamente en el miramiento con que trataron los inkas a los símbolos religiosos de los pueblos sometidos o conquistados. La iglesia inkaica se preocupaba de avasallar a los dioses de éstos, más que de perseguirlos y condenarlos. El Templo del Sol se convirtió así en el templo de una religión o una mitología un tanto federal. El quechua, en materia religiosa, no se mostró demasiado catequista ni inquisidor. Su esfuerzo, naturalmente dirigido a la mejor unificación del Imperio, tendía, en este interés, a la extirpación de los ritos crueles y de las prácticas bárbaras; no a la propagación de una nueva y única verdad metafísica. Para los inkas se trataba no tanto de sustituir como de elevar la religiosidad de los pueblos anexados a su Imperio.

La religión del Tawantinsuyo, por otro lado, no violentaba ninguno de los sentimientos ni de los hábitos de los indios. No estaba hecha de complicadas abstracciones, sino de sencillas alegorías. Todas sus raíces se alimentaban de los instintos y costumbres espontáneas de una nación constituida por tribus agrarias, sana y ruralmente panteístas, más propensas a la cooperación que a la guerra. Los mitos inkaicos reposaban sobre la primitiva y rudimentaria religiosidad de los aborígenes, sin contrariarla sino en la medida en que la sentían ostensiblemente inferior a la cultura inkaica o peligrosa para el régimen social y político del Tawantinsuyo. Las tribus del Imperio más que en la divinidad de una religión o un dogma, creían simplemente en la divinidad de los Inkas.

Los aspectos de la religión de los antiguos peruanos que más interesa esclarecer son, por esto —antes que los misterios o símbolos de su metafísica y de su mitología muy embrionarias—, sus elementos naturales: animismo, magia, tótems y tabúes. Es ésta una investigación que debe conducirnos a conclusiones seguras sobre la evolución moral y religiosa de los indios.

La especulación abstracta sobre los dioses inkaicos ha empujado frecuentemente a la crítica a deducir de la correspondencia o afinidad de ciertos símbolos o nombres el probable parentesco de la raza quechua con razas que, espiritual y mentalmente, resultan distintas y diversas. Por el contrario, el estudio de los factores primarios de su religión sirve para constatar la universalidad o semiuniversalidad de innumerables ritos y creencias mágicas y, por consiguiente, lo aventurado de buscar en este terreno las pruebas de una hipotética comunidad de orígenes. El estudio comparado de las religiones ha hecho en los últimos tiempos enormes progresos, que impiden servirse de los antiguos puntos de partida para decidir respecto a la particularidad o el significado de un culto. James George Frazer, a quien se deben en gran parte estos progresos, sostiene que, en todos los pueblos, la edad de la magia ha precedido a la edad de la religión; y demuestra la análoga o idéntica aplicación de los principios de «similitud», «simpatía» y «contacto», entre pueblos totalmente extraños entre sí [4].

Los dioses inkaicos reinaron sobre una muchedumbre de divinidades menores que, anteriores a su imperio y arraigadas en el suelo y el alma indios, como elementos instintivos de una religiosidad primitiva, estaban destinadas a sobrevivirles. El «animismo» indígena poblaba el territorio del Tawantinsuyo de genios o dioses locales, cuyo culto ofrecía a la evangelización cristiana una resistencia mucho mayor que el culto inkaico del Sol o del dios Kon. El «totemismo», consustancial con el «ayllu» y la tribu, más perdurables que el Imperio, se refugiaba no sólo en la tradición sino en la sangre misma del indio. La magia, identificada como arte primitivo de curar a los enfermos, con necesidades e impulsos vitales, contaba con arraigo bastante para subsistir por mucho tiempo bajo cualquiera creencia religiosa.

Estos elementos naturales o primitivos de religiosidad se avenían perfectamente con el carácter de la monarquía y el Estado inkaicos. Más aún: estos elementos exigían la divinidad de los inkas y de su gobierno. La teocracia inkaica se explica en todos sus detalles por el estado social indígena; no es menester la fácil explicación de la sabiduría taumatúrgica de los inkas (Colocarse en este punto de vista es adoptar el de la plebe vasalla que se quiere, precisamente, desdeñar y rebajar). Frazer, que tan magistralmente ha estudiado el origen mágico de la realeza, analiza y clasifica varios tipos de reyes-sacerdotes, dioses humanos, etc., más o menos próximos a nuestros Inkas. «Entre los indios de América —escribe refiriéndose particularmente a este caso— los progresos más considerables hacia la civilización han sido efectuados bajo los gobiernos monárquicos y teocráticos de México y del Perú, pero sabemos muy pocas cosas de la historia primitiva de estos países para decir si los predecesores de sus reyes divinizados fueron o no hombres-medicina. Podría encontrarse la huella de tal sucesión en el juramento que pronunciaban los reyes mexicanos al ascender al trono; juraban hacer brillar al sol, caer la lluvia de las nubes, correr los ríos y producir a la tierra frutos en abundancia. Lo cierto es que en la América aborigen, el hechicero y el curandero, nimbado de una aureola de misterio, de respeto y de temor, era un personaje considerable y que pudo muy bien convertirse en jefe o rey en muchas tribus, aunque nos falten pruebas positivas, para afirmar este último punto». El autor de The Golden Bough, extrema su prudencia, por insuficiencia de material histórico; pero llega siempre a esta conclusión: «En la América del Sur, la magia parece haber sido la ruta que condujo al trono». Y, en otro capítulo, precisa más aún su concepto: «La pretensión de poderes divinos y sobrenaturales que nutrieron los monarcas de grandes imperios históricos como el Egipto, México y el Perú no provenía simplemente de una vanidad complaciente ni era la expresión de una vil lisonja; no era sino una supervivencia y una extensión de la antigua costumbre salvaje de deificar a los reyes durante su vida. Los Inkas del Perú, por ejemplo, que se decían hijos del Sol, eran reverenciados como dioses; se les consideraba infalibles y nadie pensaba dañar a la persona, el honor, los bienes del monarca o de un miembro de su familia. Contrariamente a la opinión general, los Inkas no veían su enfermedad como un mal. Era, a sus ojos, una mensajera de su padre el sol que los llamaba a reposar cerca de él en el cielo» [5].

El pueblo inkaico ignoró toda separación entre la religión y la política, toda diferencia entre Estado e Iglesia. Todas sus instituciones, como todas sus creencias, coincidían estrictamente con su economía de pueblo agrícola y con su espíritu de pueblo sedentario. La teocracia descansaba en lo ordinario y lo empírico; no en la virtud taumatúrgica de un profeta ni de su verbo. La Religión era el Estado.

Vasconcelos, que subestima un poco las culturas autóctonas de América, piensa que, sin un libro magno, sin un código sumo, estaban condenadas a desaparecer por su propia inferioridad. Estas culturas, sin duda, intelectualmente, no habían salido aún del todo de la edad de la magia. Por lo que toca a la cultura inkaica, bien sabemos además que fue la obra de una raza mejor dotada para la creación artística que para la especulación intelectual. Si nos ha dejado, por eso, un magnífico arte popular, no ha dejado un Rig Veda ni un Zend Avesta. Esto hace más admirable todavía su organización social y política. La religión no era sino uno de los aspectos de esta organización, a la que no podía, por ende, sobrevivir.


II. LA CONQUISTA CATÓLICA

He dicho ya que la Conquista fue la última cruzada y que con los conquistadores tramontó la grandeza española. Su carácter de cruzada define a la Conquista como empresa esencialmente militar y religiosa. La realizaron en comandita soldados y misioneros. El triunvirato de la conquista del Perú, habría estado incompleto sin Hernando de Luque. Tocaba a un clérigo el papel de letrado y mentor de la compañía. Luque representaba la Iglesia y el Evangelio. Su presencia resguardaba los fueros del dogma y daba una doctrina a la aventura. En Cajamarca, el verbo de la conquista fue el padre Valverde. La ejecución de Atahualpa, aunque obedeciese sólo al rudimentario maquiavelismo político de Pizarro, se revistió de razones religiosas. Virtualmente, aparece como la primera condena de la Inquisición en el Perú.

Después de la tragedia de Cajamarca, el misionero continuó dictando celosamente su ley a la Conquista. El poder espiritual inspiraba y manejaba al poder temporal. Sobre las ruinas del Imperio, en el cual Estado e Iglesia se consustanciaban, se esboza una nueva teocracia, en la que el latifundio, mandato económico, debía nacer de la «encomienda», mandato administrativo, espiritual y religioso. Los frailes tomaron solemne posesión de los templos inkaicos. Los dominicos se instalaron en el templo del Sol, acaso por cierta predestinación de orden tomista, maestra en el arte escolástico de reconciliar al cristianismo con la tradición pagana [6]. La Iglesia tuvo así parte activa, directa, militante en la Conquista.

Pero si se puede decir que el colonizador de la América sajona fue el pioneer puritano, no se puede decir igualmente que el colonizador de la América española fue el cruzado, el caballero. El conquistador era de esta estirpe espiritual; el colonizador no. La razón está al alcance de cualquiera: el puritano representaba un movimiento en ascensión, la Reforma protestante; el cruzado, el caballero, personificaba una época que concluía, el Medioevo católico. Inglaterra siguió enviando puritanos a sus colonias, mucho tiempo después de que España no tenía ya cruzados que mandar a las suyas. La especie estaba agotada. La energía espiritual de España —solicitada por la reacción contra la Reforma precisamente—, daba vida a un extraordinario renacimiento religioso, destinado a gastar su magnífica potencia en una intransigente reafirmación ortodoxa: la Contrarreforma. «La verdadera Reforma española —escribe Unamuno— fue la mística, y ésta, que tan poco se preocupó de la Reforma protestante, fue en España el más fuerte valladar contra ella. Santa Teresa hizo, acaso tanto como San Ignacio de Loyola, la contrarreforma, por medio de la reforma española» [7].

La conquista consumió los últimos cruzados. Y el cruzado de la conquista, en la gran mayoría de los casos, no era ya propiamente el de las cruzadas, sino sólo su prolongación espiritual. El noble no estaba ya para empresas de caballería. La extensión y riqueza de los dominios de España le aseguraba una existencia cortesana y gaudente. El cruzado de la conquista, cuando fue hidalgo, fue pobre. En otros casos, provenía del Estado llano.

Venidos de España a ocupar tierras para su Rey —en quien los misioneros reconocían ante todo un fiduciario de la Iglesia Romana—, los conquistadores parecen impulsados a veces por un vago presentimiento de que los sucederían hombres sin su grandeza y audacia. Un confuso y oscuro instinto los mueve a rebelarse contra la Metrópoli. Acaso en el mismo heroico arranque de Cortés, cuando manda quemar sus naves, asoma indescifrable esta intuición. En la rebelión de Gonzalo Pizarro, alienta una trágica ambición, una desesperada e impotente nostalgia. Con su derrota, termina la obra y la raza de los conquistadores. Concluye la Conquista; comienza el Coloniaje. Y si la Conquista es una empresa militar y religiosa, el Coloniaje no es sino una empresa política y eclesiástica. La inaugura un hombre de iglesia, Don Pedro de la Gasca. El eclesiástico reemplaza al evangelizador. El Virreinato, molicie y ocio sensual, traería después al Perú nobles letrados y doctores escolásticos, gente ya toda de otra España, la de la Inquisición y de la decadencia.

Durante el coloniaje, a pesar de la Inquisición y la Contrarreforma, la obra civilizadora es, sin embargo, en su mayor parte, religiosa y eclesiástica. Los elementos de educación y de cultura se concentraban exclusivamente en manos de la Iglesia. Los frailes contribuyeron a la organización virreinal no sólo con la evangelización de los infieles y la persecución de las herejías, sino con la enseñanza de artes y oficios y el establecimiento de cultivos y obrajes. En tiempos en que la Ciudad de los Virreyes se reducía a unos cuantos rústicos solares, los frailes fundaron aquí la primera universidad de América. Importaron con sus dogmas y sus ritos, semillas, sarmientos, animales domésticos y herramientas. Estudiaron las costumbres de los naturales, recogieron sus tradiciones, allegaron los primeros materiales de su historia. Jesuitas y dominicos, por una suerte de facultad de adaptación v asimilación que caracteriza sobre todo a los jesuitas, captaron no pocos secretos de la historia y el espíritu indígenas. Y los indios, explotados en las minas, en los obrajes y en las «encomiendas» encontraron en los conventos, y aun en los curatos, sus más eficaces defensores. El padre de Las Casas, en quien florecían las mejores virtudes del misionero, del evangelizador, tuvo precursores y continuadores.

El catolicismo, por su liturgia suntuosa, por su culto patético, estaba dotado de una aptitud tal vez única para cautivar a una población que no podía elevarse súbitamente a una religiosidad espiritual y abstractista. Y contaba, además, con su sorprendente facilidad de aclimatación a cualquier época o clima histórico. El trabajo, empezado muchos siglos atrás en Occidente, de absorción de antiguos mitos y de apropiación de fechas paganas, continuó en el Perú. El culto de la Virgen encontró en el lago Titicaca —de donde parecía nacer la teocracia inkaica— su más famoso santuario.

Emilio Romero, inteligente y estudioso escritor, tiene interesantes observaciones sobre este aspecto de la sustitución de los dioses inkaicos por las efigies y ritos católicos. «Los indios vibraban de emoción —escribe— ante la solemnidad del rito católico. Vieron la imagen del Sol en los rutilantes bordados de brocados de las casullas y de las capas pluviales; y los colores del iris en los roquetes de finísimos hilos de seda en fondos violáceos. Vieron tal vez el símbolo de los quipus en las borlas moradas de los abates y en los cordones de los descalzos... Así se explica el furor pagano con que las multitudes indígenas cuzqueñas vibraban de espanto ante la presencia del Señor de los Temblores en quien veían la imagen tangible de sus recuerdos y sus adoraciones, muy lejos el espíritu del pensamiento de los frailes. Vibraba el paganismo indígena en las fiestas religiosas. Por eso, lo vemos llevar sus ofrendas a las iglesias, los productos de sus rebaños, las primicias de sus cosechas. Más tarde, ellos mismos levantaban sus aparatosos altares del Corpus Christi llenos de espejos con marcos de plata repujada, sus grotescos santos y a los pies de los altares las primicias de los campos. Brindaban frente a los santos con honda nostalgia la misma jora de las libaciones del Cápac Raymi; y finalmente, entre los alaridos de su devoción que para los curas españoles eran gritos de penitencia y para los indios gritos pánicos, bailaban las estrepitosas cachampas y las gimnásticas kashuas ante la sonrisa petrificada y vidriosa de los santos» [8].

La exterioridad, el paramento del catolicismo, sedujeron fácilmente a los indios. La evangelización, la catequización, nunca llegaron a consumarse en su sentido profundo, por esta misma falta de resistencia indígena. Para un pueblo que no había distinguido lo espiritual de lo temporal, el dominio político comprendía el dominio eclesiástico. Los misioneros no impusieron el Evangelio; impusieron el culto, la liturgia, adecuándolos sagazmente a las costumbres indígenas. El paganismo aborigen subsistió bajo el culto católico.

Este fenómeno no era exclusivo de la catequización del Tawantinsuyo. La catolicidad se caracteriza, históricamente, por el mimetismo con que, en lo formal, se ha amoldado siempre al medio. La Iglesia Romana puede sentirse legítima heredera del Imperio Romano en lo que concierne a la política de colonización y asimilación de los pueblos sometidos a su poder. La indagación del origen de las grandes fechas del calendario gregoriano ha revelado a los investigadores asombrosas sustituciones. Frazer analizándolas, escribe: «Consideradas en su conjunto, las coincidencias de las fiestas cristianas con las fiestas paganas son demasiado precisas y demasiado numerosas para ser accidentales. Constituyen la marca del compromiso que la Iglesia, en la hora de su triunfo, se halló forzada a hacer con sus rivales, vencidos, pero todavía peligrosos. El protestantismo inflexible de los primeros misioneros, con su ardiente denunciación del paganismo, había cedido el lugar a la política más flexible, a la tolerancia más cómoda, a la ancha caridad de eclesiásticos avisados que se percataban bien de que, si el cristianismo debía conquistar al mundo, no podría hacerlo sino aflojando un poco los principios demasiado rígidos de su fundador, ensanchando un poco la puerta estrecha que conduce a la salud. Bajo este aspecto, se podría trazar un paralelo muy instructivo entre la historia del cristianismo y la historia del budismo» [9]. Este compromiso, en su origen, se extiende del catolicismo a toda la cristiandad; pero se presenta como virtud o facultad romana, tanto por su carácter de compromiso puramente formal (en el orden dogmático o teológico la catolicidad ha sido en cambio intransigente), como por el hecho de que en la evangelización de los americanos y otros pueblos, sólo la Iglesia Romana continuó empleándolo sistemática y eficazmente. La Inquisición, desde este punto de vista, adquiere la fisonomía de un fenómeno interno de la religión católica: su objeto fue la represión de la herejía interior; la persecución de los herejes, no de los infieles.

Pero esta facultad de adaptación es, al mismo tiempo, la fuerza y la debilidad de la Iglesia Romana. El espíritu religioso, no se tiempla sino en el combate, en la agonía. «El cristianismo, la cristiandad —dice Unamuno— desde que nació en San Pablo no fue una doctrina, aunque se expresara dialécticamente: fue vida, lucha, agonía. La doctrina era el Evangelio, la Buena Nueva. El cristianismo, la cristiandad fue una preparación para la muerte y la resurrección, para la vida eterna» [10]. La pasividad con que los indios se dejaron catequizar, sin comprender el catecismo, enflaqueció espiritualmente al catolicismo en el Perú. El misionero no tuvo que velar por la pureza del dogma; su misión se redujo a servir de guía moral, de pastor eclesiástico a una grey rústica y sencilla, sin inquietud espiritual ninguna.

Como en lo político, en lo religioso al período heroico de la Conquista siguió el período virreinal —administrativo y burocrático-. Francisco García Calderón enjuicia así, en conjunto, esta época: «Si la conquista fue el reino del esfuerzo, la época colonial es un largo período de extenuación moral» [11]. La primera etapa, simbolizada por el misionero, corresponde espiritualmente a la del florecimiento de la mística en España. En la mística, en la Contrarreforma, como lo sostiene Unamuno, España gastó la fuerza espiritual que otros pueblos gastaron en la Reforma. Unamuno define de este modo a los místicos: «Repelen la vana ciencia y buscan saber de finalidad pragmática, conocer para amar y obrar y gozar de Dios, no para conocer tan sólo. Son, sabiéndolo o no, anti-intelectualistas y esto los separa de un Eckart, verbigratia. Propenden al voluntarismo. Lo que buscan es saber total e integral, una sabiduría en que el conocer, el sentir y el querer se aúnen y aun fundan en lo posible. Amamos la verdad porque es bella, y porque la amamos, creemos, según el padre Ávila. En esta sabiduría sustancial se mejen y cuajan, por así decirlo, la verdad, la bondad y la belleza. Es, pues, natural que este misticismo culminare en una mujer, de espíritu menos analítico que el del hombre, y en quien se dan en más íntimo consorcio, o mejor en una más primitiva indiferenciación, las facultades anímicas» [12].

Ya sabemos que en España esta llamarada espiritual, de la cual surgió la Contrarreforma, encendió el alma de Santa Teresa, de San Ignacio y de otros grandes místicos; pero que luego se agotó y concluyó, trágica y fúnebremente, en las hogueras de la Inquisición. Pero en España contaba, para reavivar su fuerza, con la lucha contra la herejía, contra la Reforma. Allá podía ser todavía, por algún tiempo, vivo y enérgico resplandor. Aquí, fácilmente superpuesto el culto católico al sentimiento pagano de los indios, el catolicismo perdió su vigor moral. «Una gran santa —observa García Calderón— como Rosa de Lima, está bien lejos de tener la fuerte personalidad y la energía creadora de Santa Teresa, la gran española» [13].

En la costa, en Lima sobre todo, otro elemento vino a enervar la energía espiritual del catolicismo. El esclavo negro prestó al culto católico su sensualismo fetichista, su oscura superstición. El indio, sanamente panteísta y materialista, había alcanzado el grado ético de una gran teocracia; el negro, mientras tanto, trasudaba por todos sus poros el primitivismo de la tribu africana. Javier Prado anota lo siguiente: «Entre los negros, la religión cristiana era convertida en culto supersticioso e inmoral. Embriagados completamente por el abuso del licor, excitados por estímulos de sensualidad y libertinaje, propios de su raza, iban primero los negros bozales y después los criollos danzando con movimientos obscenos y gritos salvajes, en las populares fiestas de diablos y gigantes, moros y cristianos, con las que, frecuentemente, con aplauso general, acompañaban a las procesiones» [14].

Los religiosos gastaban lo mejor de su energía en sus propias querellas internas, o en la caza del hereje, si no en una constante y activa rivalidad con los representantes del poder temporal. Hasta en el fervor apostólico del padre de Las Casas, el profesor Prado cree encontrar el estímulo de esta rivalidad. Pero, en este caso, al menos, el celo eclesiástico era usado en servicio de una causa noble y justa que, hasta mucho tiempo después de la emancipación política del país, no volvería a encontrar tan tenaces defensores.

Si el suntuoso culto y la majestuosa liturgia disponían de un singular poder de sugestión para imponerse al paganismo indígena, el catolicismo español, como concepción de la vida y disciplina del espíritu, carecía de aptitud para crear en sus colonias elementos de trabajo y de riqueza. Este es, como lo he observado en mi estudio sobre la economía peruana, el lado más débil de la colonización española. Mas, del recalcitrante medioevalismo de España, causante de su floja y morosa evolución hacia el capitalismo, sería arbitrario y extremado suponer exclusivamente responsable al catolicismo que, en otros países latinos, supo aproximarse sagazmente a los principios de la economía capitalista. Las congregaciones, especialmente la de los jesuitas, operaron en el terreno económico, más diestramente que la administración civil y sus fiduciarios. La nobleza española, despreciaba el trabajo y el comercio; la burguesía, muy retardada en su proceso, estaba contagiada de principios aristocráticos. Pero, en general, la experiencia de Occidente revela la solidaridad entre capitalismo y protestantismo, de modo demasiado concreto. El protestantismo aparece en la historia, como la levadura espiritual del proceso capitalista. La Reforma protestante contenía la esencia, el germen del Estado liberal. El protestantismo y el liberalismo correspondieron, como corriente religiosa y tendencia política respectivamente, al desarrollo de los factores de la economía capitalista. Los hechos abonan esta tesis. El capitalismo y el industrialismo no han fructificado en ninguna parte como en los pueblos protestantes. La economía capitalista ha llegado a su plenitud sólo en Inglaterra, Estados Unidos y Alemania. Y, dentro de estos estados, los pueblos de confesión católica han conservado instintivamente gustos y hábitos rurales y medioevales (Baviera católica es también campesina). Y en cuanto a los estados católicos, ninguno ha alcanzado un grado superior de industrialización. Francia —que no puede ser juzgada por el mercado financiero cosmopolita de París ni por el Comité des Forges— es más agrícola que industrial. Italia —aunque su demografía la ha empujado por la vía del trabajo industrial que ha creado los centros capitalistas de Milán, Turín y Génova— mantiene su inclinación agraria. Mussolini se complace frecuentemente en el elogio de Italia campesina y provinciana y en uno de sus discursos últimos ha recalcado su aversión a un urbanismo y un industrialismo excesivos, por su influjo depresivo sobre el factor demográfico. España, el país más clausurado en su tradición católica —que arrojó de su suelo al judío— presenta la más retrasada y anémica estructura capitalista, con la agravante de que su incipiencia industrial y financiera no ha estado al menos compensada por una gran prosperidad agrícola, acaso porque, mientras el terrateniente italiano heredó de sus ascendientes romanos, un arraigado sentimiento agrario, el hidalgo español se aferró al prejuicio de las profesiones nobles. El diálogo entre la carrera de las armas y la de las letras no reconoció en España más primacía que la de la carrera eclesiástica.

La primera etapa de la emancipación de la burguesía es, según Engels, la reforma protestante. «La reforma de Calvino —escribe el célebre autor del Anti Dühring— respondía a las necesidades de la burguesía más avanzada de la época. Su doctrina de la predestinación era la expresión religiosa del hecho de que, en el mundo comercial de la competencia, el éxito y el fracaso no dependen ni de la actividad ni de la habilidad del hombre, sino de circunstancias no subordinadas a su control» [15]. La rebelión contra Roma de las burguesías más evolucionadas y ambiciosas condujo a la institución de iglesias nacionales destinadas a evitar todo conflicto entre lo temporal y lo espiritual, entre la Iglesia y el Estado. El libre examen encerraba el embrión de todos los principios de la economía burguesa: libre concurrencia, libre industria, etc. El individualismo, indispensable para el desenvolvimiento de una sociedad basada en estos principios, recibía de la moral y de la práctica protestantes los mejores estímulos.

Marx ha esclarecido varios aspectos de las relaciones entre protestantismo y capitalismo. Singularmente aguda es la siguiente observación: «El sistema de la moneda es esencialmente católico, el del crédito eminentemente protestante. Lo que salva es la fe: la fe en el valor monetario considerado como el alma de la mercadería, la fe en el sistema de producción y su ordenamiento predestinado, la fe en los agentes de la producción que personifican el capital, el cual tiene el poder de aumentar por sí mismo el valor. Pero así como el protestantismo no se emancipa casi de los fundamentos del catolicismo, así el sistema del crédito no se eleva sobre la base del sistema de la moneda» [16].

Y no sólo los dialécticos del materialismo histórico constatan esta consanguinidad de los dos grandes fenómenos. Hoy mismo, en una época de reacción, así intelectual como política, un escritor español, Ramiro de Maeztu, descubre la flaqueza de su pueblo en su falta de sentido económico. Y he aquí cómo entiende los factores morales del capitalismo yanqui: «Su sentido del poder lo deben, en efecto, los norteamericanos a la tesis calvinista de que Dios, desde toda eternidad, ha destinado unos hombres a la salvación y otros a la muerte eterna; que esa salvación se conoce en el cumplimiento de los deberes de cada hombre en su propio oficio, de lo cual se deduce que la prosperidad consiguiente al cumplimiento de esos deberes es signo de la posesión de la divina gracia, por lo que hace falta conservarla a todo trance, lo que implica la moralización de la manera de gastar el dinero. Estos postulados teológicos no son actualmente más que historia. El pueblo de los Estados Unidos continúa progresando, pero a la manera de una piedra lanzada por un brazo que ya no existe para renovar la fuerza del proyectil, cuando ésta se agote» [17]. Los neoescolásticos se empeñan en contestar o regatear a la Reforma este influjo en el desarrollo capitalista, pretendiendo que en el tomismo estaban ya formulados los principios de la economía burguesa [18]. Sorel ha reconocido a Santo Tomás los servicios prestados a la civilización occidental por el realismo con que trabajó por apoyar el dogma en la ciencia. Ha hecho resaltar particularmente su concepto de que «La ley humana no puede cambiar la naturaleza jurídica de las cosas, naturaleza que deriva de su contenido económico» [19]. Pero si el catolicismo, con Santo Tomás, arribó a este grado de comprensión de la economía, la Reforma forjó las armas morales de la revolución burguesa, franqueando la vía al capitalismo. La concepción neo-escolástica se explica fácilmente. El neo-tomismo es burgués; pero no capitalista. Porque así como socialismo no es la misma cosa que proletariado, capitalismo no es exactamente la misma cosa que burguesía. La burguesía es la clase, el capitalismo es el orden, la civilización, el espíritu que de esta clase ha nacido. La burguesía es anterior al capitalismo. Existió mucho antes que él, pero sólo después ha dado su nombre a toda una edad histórica.

Dos caminos tiene el sentimiento religioso según un juicio de Papini —de sus tiempos de pragmatista—, el de la posesión y el de la renuncia [20]. El protestantismo, desde su origen, escogió resueltamente el primero. En el impulso místico del puritanismo, Waldo Frank acertadamente advierte, ante todo, voluntad de potencia. En su explicación de Norte América nos dice cómo «la disciplina de la Iglesia organizó e hizo marchar a los hombres contra las dificultades materiales de una América indomada; cómo el renunciamiento a los placeres de los sentidos produjo máxima energía disponible para la caza del poder y de la riqueza; cómo estos sentidos, mortificados por principios ascéticos, adaptados a las rudas condiciones de la vida, tomaron su revancha en una lucha hacia la fortuna». La universidad norteamericana, bajo estos principios religiosos, proporcionaba a los jóvenes una cultura «cuyo sentido era la santidad de la propiedad, la moralidad del éxito» [21].

El catolicismo, en tanto, se mantuvo como un constante compromiso entre los dos términos, posesión y renuncia. Su voluntad de potencia se tradujo en empresas militares y sobre todo políticas; no inspiró ninguna gran aventura económica. La América española, por otra parte, no ofrecía a la catolicidad un ambiente propicio al ascetismo. En vez de mortificación, los sentidos no encontraron en este continente sino goce, lasitud y molicie.


* * *

La evangelización de la América española no puede ser enjuiciada como una empresa religiosa sino como una empresa eclesiástica. Pero, después de los primeros siglos del cristianismo, la evangelización tuvo siempre este carácter. Sólo una poderosa organización eclesiástica, apta para movilizar aguerridas milicias de catequistas y sacerdotes, era capaz de colonizar para la fe cristiana pueblos lejanos y diversos.

El protestantismo, como ya he apuntado, careció siempre de eficacia catequista, por una consecuencia lógica de su individualismo, destinado a reducir al mínimo el marco eclesiástico de la religión. Su propagación en Europa se debió invariablemente a razones políticas y económicas: los conflictos entre la Iglesia Romana y estados y monarcas propensos a rebelarse contra el poder papal y a incorporarse en la corriente secesionista; y el crecimiento de la burguesía que encontraba en el protestantismo un sistema más cómodo y se irritaba contra el favor de Roma a los privilegios feudales. Cuando el protestantismo ha emprendido una obra de catequización y propaganda, ha adoptado un método en el cual se combina la práctica eclesiástica con sagaces ensayos de servicio social. En la América del Norte, el colonizador anglosajón no se preocupó de la evangelización de los aborígenes. Le tocó colonizar una tierra casi virgen, en áspero combate con una naturaleza cuya posesión y conquista exigían íntegramente su energía. Aquí se descubre la íntima diferencia entre las dos conquistas, la anglosajona y la española: la primera se presenta en su origen y en su proceso, como una aventura absolutamente individualista, que obligó a los hombres que la realizaron a una vida de alta tensión (Individualismo, practicismo y activismo hasta ahora son los resortes primarios del fenómeno norteamericano).

La colonización anglosajona no necesitaba una organización eclesiástica. El individualismo puritano, hacía de cada pioneer un pastor: el pastor de sí mismo. Al pioneer de Nueva Inglaterra le bastaba su Biblia (Unamuno llama al protestantismo, «la tiranía de la letra»). La América del Norte fue colonizada con gran economía de fuerzas y de hombres. El colonizador no empleó misioneros, predicadores, teólogos ni conventos. Para la posesión simple y ruda de la tierra, no le hacían falta. No tenía que conquistar una cultura y un pueblo sino un territorio. La suya, dirán algunos, no era economía sino pobreza. Tendrán razón; pero a condición de reconocer que de esta pobreza surgieron el poder y riqueza de los Estados Unidos.

El sino de la colonización española y católica era mucho más amplio; su misión, más difícil. Los conquistadores encontraron en estas tierras, pueblos, ciudades, culturas: el suelo estaba cruzado de caminos y de huellas que sus pasos no podían borrar. La evangelización tuvo su etapa heroica, aquélla en que España nos envió misioneros en quienes estaba vivo aún el fuego místico y el ímpetu militar de los cruzados («Al mismo tiempo que los soldados —leo en Julien Luchaire— desembarcaban, en multitud, y escogidos entre los mejores, los curas y los monjes católicos») [22]. Pero —vencedor el pomposo culto católico del rústico paganismo indígena—, la esclavitud y la explotación del indio y del negro, la abundancia y la riqueza, relajaron al colonizador. El elemento religioso quedó absorbido y dominado por el elemento eclesiástico. El clero no era una milicia heroica y ardiente, sino una burocracia regalona, bien pagada y bien vista. «Vino entonces —escribe el doctor M. V. Villarán— la segunda edad de la historia del sacerdocio colonial: la edad de la vida plácida y tranquila en los magníficos conventos, la edad de las prebendas, de los fructuosos curatos, de la influencia social, del predominio político, de las lujosas fiestas, que tuvieron por consecuencias inevitables el abuso y la relajación de costumbres. En aquella época la carrera por excelencia era el sacerdocio. Profesión honrosa y lucrativa, los que a ella se dedicaban vivían como grandes y habitaban palacios; eran el ídolo de los buenos colonos que los amaban, los respetaban, los temían, los obsequiaban, los hacían herederos y legatarios de sus bienes. Los conventos eran grandes y había en ellos celda para todos: las mitras, las dignidades, las canonjías, los curatos, las capellanías, las cátedras, los oratorios particulares, los beneficios de todo orden abundaban. La piedad de los habitantes era ferviente y ellos proveían con largueza a la sustentación de los ministros del altar. Así, pues 'todo hijo segundo de buena familia era destinado al sacerdocio' [23].

Y esta Iglesia no fue ya siquiera la de la Contrarreforma y la Inquisición. El Santo Oficio no tenía casi en el Perú herejías que perseguir. Dirigía más bien su acción contra los civiles en mal predicamento con el clero; contra las supersticiones y vicios que solapada y fácilmente prosperaban en un ambiente de sensualidad y de idolatría, cargado de sedimentos mágicos; y, sobre todo, contra aquello que juzgaba sospechoso de insidiar o disminuir su poder. Y bajo este último aspecto, la Inquisición se comportaba más como institución política que religiosa. Está bien averiguado que en España sirvió los fines del absolutismo antes que los de la Iglesia. «El Santo Oficio —dice Luchaire— era poderoso, antes que todo, porque el rey quería que lo fuese; porque tenía la misión de perseguir a los rebeldes políticos igual que a los innovadores religiosos; el arma no estaba en las manos del Papa sino en las del rey: el rey la manejaba en su interés tanto como en el de la Iglesia» [24].

La ciencia eclesiástica, por otra parte, en vez de comunicarnos con las corrientes intelectuales de la época, nos separaba de ellas. El pensamiento escolástico fue vivo y creador en España, mientras recibió de los místicos calor y ardimiento. Pero desde que se congeló en fórmulas pedantes y casuistas, se convirtió en yerto y apergaminado saber de erudito, en anquilosada y retórica ortodoxia de teólogo español. En la crítica civilista, no escasean las requisitorias contra esta fase de la obra eclesiástica en el Perú. «¿Cuál era la ciencia que suministraba el clero? —se pregunta Javier Prado en su duradero y enjundioso estudio—. Una teología vulgar —se responde—, un dogmatismo formalista, mezcla confusa y abrumadora de las doctrinas peripatéticas con el ergotismo escolástico. Siempre que la Iglesia no ha podido suministrar verdaderos conocimientos científicos, ha apelado al recurso de distraer y fatigar el pensamiento, por medio de una gimnasia de palabras y fórmulas y de un método vacío, extravagante e infecundo. Aquí, en el Perú, se leía en latín discursos que no se comprendían y que, sin embargo, se argumentaban en la misma condición; había sabios que tenían fórmulas para resolver, nuevos Pico de la Mirandola, todas las proposiciones de las ciencias; aquí se solucionaba lo divino y lo humano por medio de la religión y de la autoridad del maestro, aunque reinara la mayor ignorancia no sólo en las ciencias naturales sino también en las filosóficas y aun en las enseñanzas de Bossuet y Pascal» [25].

La lucha de la Independencia —que abrió un nuevo camino y prometió una nueva aurora a los mejores espíritus—, descubrió que donde había aún religiosidad —esto es misticismo, pasión— era en algunos curas criollos e indios, entre los cuales, en el Perú como en México, la revolución liberal reclutaría algunos de sus audaces precursores y de sus grandes tribunos.


III. LA INDEPENDENCIA Y LA IGLESIA

La Revolución de la Independencia, del mismo modo que no tocó los privilegios feudales, tampoco tocó los privilegios eclesiásticos. El alto clero conservador y tradicionalista, se sentía naturalmente fiel al rey y a la Metrópoli; pero igual que la aristocracia terrateniente, aceptó la República apenas constató la impotencia práctica de ésta ante la estructura colonial. La revolución americana, conducida por caudillos romancescos y napoleónicos y teorizada por tribunos dogmáticos y formalistas, aunque se alimentó como se sabe, de los principios y emociones de la Revolución Francesa, no heredó ni conoció su problema religioso.

En Francia como en los otros países donde no prendió la Reforma, la revolución burguesa y liberal no pudo cumplirse sin jacobinismo y anticlericalismo. La lucha contra la feudalidad descubría en esos pueblos una solidaridad comprometedora entre la iglesia católica y el régimen feudal. Tanto por la influencia conservadora de su alto clero como por su resistencia doctrinal y sentimental a todo lo que en el pensamiento liberal reconocía de individualismo y nacionalismo protestantes, la iglesia cometió la imprudencia de vincularse demasiado a la suerte de la reacción monárquica y aristocrática.

Mas en la América española, sobre todo en los países donde la revolución se detuvo por mucho tiempo en su fórmula política (independencia y república), la subsistencia de los privilegios feudales se acompañaba lógicamente de la de los privilegios eclesiásticos. Por esto en México cuando la revolución ha atacado a los primeros, se ha encontrado en seguida en conflicto con los segundos (En México, por estar en manos de la iglesia una gran parte de la propiedad, unos y otros privilegios se presentaban no sólo política sino materialmente identificados).

Tuvo el Perú un clero liberal y patriota desde las primeras jornadas de la revolución. Y el liberalismo civil, en muy pocos casos individuales se mostró intransigentemente jacobino y, en menos casos aún, netamente antirreligioso. Procedían nuestros liberales, en su mayor parte, de las logias masónicas, que tan activa función tuvieron en la preparación de la Independencia, de modo que profesaban casi todos el deísmo que hizo de la masonería, en los países latinos, algo así como un sucedáneo espiritual y político de la Reforma.

En la propia Francia, la Revolución se mantuvo en buenas relaciones con la cristiandad, aun durante su estación jacobina. Aulard observa sagazmente que en Francia la oleada antirreligiosa o anticristiana obedeció a causas contingentes más bien que doctrinarias. «De todos los acontecimientos —dice— que condujeron al estado de espíritu del cual salió la tentativa de descristianización, la insurrección de la Vendée, por su forma clerical, fue la más importante, la más influyente. Creo poder decir que sin la Vendée, no habría habido culto de la Razón» [26]. Recuerda Aulard el deísmo de Robespierre, quien sostenía que «el ateísmo es aristocrático» mientras que «la idea de un Ser Supremo que vela por la inocencia oprimida y castiga al crimen triunfante es completamente popular». El culto de la diosa Razón no conservó su impulso vital sino en tanto que fue culto de la Patria, amenazada e insidiada por la reacción extranjera con el favor del poder papal. Además, «el culto de la razón —agrega Aulard—, fue casi siempre deísta y no materialista o ateo» [27].

La revolución francesa arribó a la separación de la Iglesia y del Estado. Napoleón encontró más tarde, en el concordato, la fórmula de la subordinación de la Iglesia al Estado. Pero los períodos de Restauración comprometieron su obra, renovando el conflicto entre el clero y la laicidad en el cual Lucien Romier cree ver resumida la historia de la República. Romier parte del supuesto de que la feudalidad estaba ya vencida cuando vino la revolución. Bajo la Monarquía, según Romier —y en esto lo acompañan todos los escritores reaccionarios— la burguesía había ya impuesto su ley. «La victoria contra los señores —dice— estaba conseguida. Los reyes habían muerto a la feudalidad. Quedaba una aristocracia, pero sin fuerza propia y que debía todas sus prerrogativas y sus títulos al poder central, cuerpo de funcionarios galoneados con funciones más o menos hereditarias. Restos frágiles de una potencia que se derrumbó a la primera oleada republicana. Cumplida esta destrucción fácilmente, la República no tuvo sino que mantener el hecho adquirido sin aplicar a esto un esfuerzo especial. Por el contrario, la Monarquía había fracasado respecto a la Iglesia. A pesar de la domesticación secular del alto clero, a pesar de un conflicto con la Curia que renacía de reinado en reinado, a pesar de muchas amenazas de ruptura, la lucha contra la autoridad romana no había dado al Estado más poder sobre la religión que en los tiempos de Felipe el Bello. Así, es contra la Iglesia y el clero ultramontano que la República orientó su principal esfuerzo por un siglo» [28].

En las colonias españolas de la América del Sur, la situación era muy distinta. En el Perú en particular, la revolución encontraba una feudalidad intacta. Los choques entre el poder civil y el poder eclesiástico no tenían ningún fondo doctrinal. Traducían una querella doméstica. Dependían de un estado latente de competición y de equilibrio, propio de países donde la colonización sentía ser en gran parte evangelización y donde la autoridad espiritual tendía fácilmente a prevalecer sobre la autoridad temporal. La constitución republicana, desde el primer momento, proclamó al catolicismo religión nacional. Mantenidos dentro de la tradición española, carecían estos países de elementos de reforma protestante. El culto de la Razón habría sido más exótico todavía en pueblos de exigua actividad intelectual y floja y rala cultura filosófica. No existían las razones de otras latitudes históricas para el Estado laico. Amamantado por la catolicidad española, el Estado peruano tenía que constituirse como Estado semifeudal y católico.

La República continuó la política española, en este como en otros terrenos. «Por el patronato, por el régimen de diezmos, por los beneficios eclesiásticos —dice García Calderón— se estableció, siguiendo el ejemplo francés, una constitución civil de la Iglesia. En este sentido la revolución fue tradicionalista. Los reyes españoles tenían sobre la Iglesia, desde los primeros monarcas absolutos, un derecho de intervención y protección: la defensa del culto se convertía en sus manos en una acción civil y legisladora. La Iglesia era una fuerza social, pero la debilidad de la jerarquía perjudicaba a sus ambiciones políticas. No podría, como en Inglaterra, realizar un pacto constitucional y delimitar libremente sus fronteras. El rey protegía la Inquisición y se mostraba más católico que el Papa: su influencia tutelar impedía los conflictos, resultaba soberana y única» [29]. Toca García Calderón en este juicio, la parte débil, el contraste interno de los Estados latinoamericanos que no han llegado al régimen de separación. El Estado Católico no puede hacer, si su catolicismo es viviente y activo, una política laica. Su concepción aplicada hasta sus últimas consecuencias, lleva a la teocracia. Desde este punto de vista el pensamiento de los conservadores ultramontanos como García Moreno aparece más coherente que el de los liberales moderados, empeñados en armonizar la confesión católica del Estado con una política laica, liberal y nacional.

El liberalismo peruano, débil y formal en el plano económico y político, no podía dejar de serlo en el plano religioso. No es exacto, como pretenden algunos, que a la influencia clerical y eclesiástica haya pugnado por oponerse una fórmula jacobina. La actitud personal de Vigil —que es la apasionada actitud de un librepensador salido de los rangos de la Iglesia— no pertenece propiamente a nuestro liberalismo, que así como no intentó nunca desfeudalizar el Estado, tampoco intentó laicizarlo. Sobre el más representativo y responsable de sus líderes, don José Gálvez, escribe fundadamente Jorge Guillermo Leguía: «Su ideología giraba en torno de dos ideas: Igualitarismo y Moralidad. Yerran, por consiguiente, quienes, al apreciar sus doctrinas adversas a los diezmos eclesiásticos, afirman que era jacobino. Gálvez jamás desconoció a la Iglesia ni sus dogmas. Los respetaba y los creía. Estaba mal informada la abadesa que el 2 de mayo exclamó, al tener noticia de la funesta explosión de la Torre de la Merced: '¡Qué pólvora tan bien gastada!'. Mal podría ser anticatólico, el diputado que en el exordio de la Constitución invocaba a Dios trino y uno. Al arrebatar Gálvez a nuestra Iglesia los gajes que encarnaban una supervivencia feudal, sólo tenía en mente una reforma económica y democrática; nunca un objetivo anticlerical. No era Gálvez, según se ha supuesto, autor de tal iniciativa, ya lanzada por el admirable Vigil» [30].

Desde que, forzada por su función de clase gobernante, la aristocracia terrateniente adoptó ideas y gestos de burguesía, se asimiló parcialmente los restos de este liberalismo. Hubo en su vida un instante de evolución —el del surgimiento del Partido Civil— en que una tendencia liberal, expresiva de su naciente conciencia capitalista, le enajenó las simpatías del elemento eclesiástico, que coincidió más bien —y no sólo en la redacción de un periódico— con el pierolismo conservador y plebiscitario. En este período de nuestra historia, como lo anoto también en otro lugar, la aristocracia tomó un aire liberal; el demos, por reacción, aunque clamase contra la argolla traficante, adquirió un tono conservador y clerical. En el estado mayor civilista figuraban algunos liberales moderados que tendían a imprimir a la política del Estado una orientación capitalista, desvinculándola en lo posible de su tradición feudal. Pero el predominio que la casta feudal mantuvo en el civilismo, junto con el retardamiento que a nuestro proceso político impuso la guerra, impidió a esos abogados y jurisconsultos civilistas avanzar en tal dirección. Ante el poder del clero y la Iglesia, el civilismo manifestó ordinariamente un pragmatismo pasivo y un positivismo conservador que, salvo alguna excepción individual, no cesaron luego de caracterizarlo mentalmente.

El movimiento radical —que tuvo a su cargo la tarea de denunciar y condenar simultáneamente a los tres elementos de la política peruana en los últimos lustros del siglo veinte: civilismo, pierolismo y militarismo—, constituyó en verdad la primera efectiva agitación anticlerical. Dirigido por hombres de temperamento más literario o filosófico que político, empleó sus mejores energías en esta batalla que, si produjo, sobre todo en las provincias, cierto aumento del indiferentismo religioso —lo que no era una ganancia—, no amenazó en lo más mínimo la estructura económico-social en la cual todo el orden que anatematizaba se encontraba hondamente enraizado. La protesta radical o «gonzález-pradista» careció de eficacia por no haber aportado un programa económico-social. Sus dos principales lemas —anticentralismo y anticlericalismo—, eran por sí solos insuficientes para amenazar los privilegios feudales. Únicamente el movimiento liberal de Arequipa, reivindicado hace poco por Miguel Ángel Urquieta [31], intentó colocarse en el terreno económico-social, aunque este esfuerzo no pasase de la elaboración de un programa.

En los países sudamericanos donde el pensamiento liberal ha cumplido libremente su trayectoria, insertado en una normal evolución capitalista y democrática, se ha llegado —si bien sólo como especulación intelectual— a la preconización del protestantismo y de la iglesia nacional como una necesidad lógica del Estado liberal moderno.

Pero, desde que el capitalismo ha perdido su sentido revolucionario, esta tesis se muestra superada por los hechos [32]. El socialismo, conforme a las conclusiones del materialismo histórico —que conviene no confundir con el materialismo filosófico—, considera a las formas eclesiásticas y doctrinas religiosas, peculiares e inherentes al régimen económico-social que las sostiene y produce. Y se preocupa por tanto, de cambiar éste y no aquéllas. La mera agitación anticlerical es estimada por el socialismo como un diversivo liberal burgués. Significa en Europa un movimiento característico de los pueblos donde la reforma protestante no ha asegurado la unidad de conciencia civil y religiosa y donde el nacionalismo político y universalismo romano viven en un conflicto ya abierto, ya latente, que el compromiso puede apaciguar pero no cancelar ni resolver.

El protestantismo no consigue penetrar en la América Latina por obra de su poder espiritual y religioso sino de sus servicios sociales (Y. M. C. A., misiones metodistas de la sierra, etc.). Éste y otros signos indican que sus posibilidades de expansión normal se encuentran agotadas. En los pueblos latinoamericanos, las perjudica además el movimiento antiimperialista, cuyos vigías recelan de las misiones protestantes como de tácitas avanzadas del capitalismo anglosajón: británico o norteamericano.

El pensamiento racionalista del siglo diecinueve pretendía resolver la religión en la filosofía. Más realista, el pragmatismo ha sabido reconocer al sentimiento religioso el lugar del cual la filosofía ochocentista se imaginaba vanidosamente desalojarlo. Y, como lo anunciaba Sorel, la experiencia histórica de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos religiosos.

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REFERENCIAS:

  1. Waldo Frank, Our America.
  2. James George Frazer, The Golden Bough.
  3. Antero Peralta insurge en un artículo publicado en el Nº 15 de Amauta contra la idea, corrientemente admitida de que el indio es panteísta. Peralta parte de la constatación de que el panteísmo del indio no es asimilable a ninguno de los sistemas panteístas conocidos por la historia de la filosofía. Habría que observar a Peralta, cuyo aporte a la investigación de los elementos y características de la religiosidad del indio confirma su aptitud y vocación de estudioso, que su limitación previa del empleo de la palabra «panteísmo» peca de arbitraria. Por mi parte, creo que queda claramente expresado que atribuyo al indio del Tawantinsuyo sentimiento panteísta y no una filosofía panteísta.
  4. Frazer, ob. citada.
  5. Ib.
  6. Los más celosos custodios de la tradición latina y del orden romano —más paganos que cristianos—, se amparan en Santo Tomás como en la más firme ciudadela del pensamiento católico.
  7. Unamuno, La Mística Española.
  8. «El Cuzco católico» en Amauta Nº 10, Diciembre de 1927.
  9. Frazer, ob. citada.
  10. Unamuno, L'Agonie du Christianisme.
  11. F. García Calderón, Le Pérou Contemporain.
  12. Unamuno, La Mística Española.
  13. García Calderón, ob. citada.
  14. Javier Prado, Estado Social del Perú durante la dominación española.
  15. F. Engels, Socialismo utópico y socialismo científico.
  16. Karl Marx, El Capital.
  17. Ramiro de Maeztu, «Rodó y el Poder», en Repertorio Americano, Tomo VII, Nº 6 (1926).
  18. René Johannet, Eloge du bourgeois français.
  19. Sorel, Introduction a l'Economie Moderne, p. 289. Santo Tomás, secunda secundae.
  20. Papini, Pragmatismo.
  21. Waldo Frank, Our America.
  22. Luchaire, L'Eglise et le seizième siecle.
  23. M. V. Villarán, Estudios sobre Educación Nacional, págs. 10 y 11.
  24. Luchaire, ob. citada.
  25. Javier Prado, ob. citada.
  26. A. Aulard, Le Christianisme et la révolution française, p. 88.
  27. Ib., p. 162.
  28. Lucien Romier, Explication de notre temps, pp. 194 y 195.
  29. García Calderón, ob. citada.
  30. «La Convención de 1856 y don José Gálvez», Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales, Nº 1, p. 36.
  31. Véase el artículo «González Prada y Urquieta» en el Nº 5 de Amauta.
  32. El líder de las Y.M.C.A. Julio Navarro Monzó, predicador de una nueva Reforma, admite en su obra El problema religioso en la cultura latinoamericana que: «habiendo tenido los países latinos la enorme desgracia de haber quedado al margen de la Reforma del siglo XVI, ahora era ya demasiado tarde para pensar en convertirlos al Protestantismo».