A Juan Zorrilla de San Martín
Mi querido poeta y amigo:
Fiebre epidémica hay ahora, en mi tierra, por escribir y publicar cartas políticas. Todos politiquean, así el sacristán como el monago, y cada cual arrima el ascua á su sardina.
Yo, que ni quito ni pongo rey, ni entro ni salgo en sanhedrín de candidaturas, y que presencio la algarada politiquera tranquilamente arrellanado en mi poltrona, sin inquietarme por tirios ni troyanos, moros ni cristianos, gutibambas ni muziferrenas, siéntome hoy también atacado de la influenza epistolar; sólo que mientras la mayoría de escritores mis paisanos esgrime la péñola sobre eleccionario asunto, á mí antójaseme discurrir, y disparatar acaso, en la tranquila región de las letras.
Manténgame Dios la devoción.
Confieso á usted ingenuamente que nada es tan satisfactorio para mi espíritu como leer producción literaria de americano autor, y encontrar en ella asidero para concienzudo y entusiasta aplauso. No soy de los que se afligen ante elespectácu lo de la gloria ajena, y nunca dejo de quemar mi granito de incienso á talentos que, como el de usted, saben y alcanzan á imponerse á la admiración de los que merodeamos en el extenso, si bien con frecuencia ingrato, campo de las letras. Y créame usted que mi americanismo se siente engreído y hasta orgulloso, cuando encuentro en la prensa española, que eminencias como Castelar, Emilia Pardo Bazán y don Juan Valera coinciden conmigo en el elogio.
A Juan Montalvo, egregio prosador, gran artista de la palabra, diestro en utilizar los primores de la lengua, cervantesco hasta cuando abusa del arcaismo, lo calificalba yo, há quince años, de ser el más correcto y castizo de los escritores de nuestro siglo. La Pardo Bazán, esa portentosa literata maravilla de su sexo, vino recientemente á robustecer mi juicio.—Tendrá hoy España (dice la ilustre hija de Galicia) hasta seis escritores que igualen á Montalvo en el conocimiento y manejo del idioma; pero ninguno que lo aventaje.—Y Castelar, según la feliz expresión de un crítico distinguido, [1] se arroja en brazos de Montalvo como si viera en él á Cervantes resucitado.
Cuando comparo entre los historiadores contemporáneos á Ferrer del Río, por ejemplo, historiador de Carlos IV, alambicado en la frase, de un purismo amanerado, y con criterio propenso siempre á apreciaciones inexactas, con don Bartolomé Mitre, historiador de San Martín y de los magnos días de lucha por la autonomía de un mundo, con su estilo llano y elegante, con su envidiable tino para compulsar documentos sacando de ellos el jugo animador de la narración, y con su ningún apasionamiento para deducir lo que se entiende por filosofía de la historia, siéntome como hijo de esta gran patria americana, íntimamente satisfecho y gozoso.
Cuando leo poetas como Eduardo de la Barra, Rubén Darío, Guillermo Prieto, Rafael Pombo ó Rafael Obligado, poetas con fisonomía propia, digámoslo asi, se fortifica mi fe en que el dominio del porvenir literario está reservado para nuestra joven América. Y note usted que, estudiosamente, no nombro á ningún poeta compatriota mío, para que no pueda decirse que sentimientos de nacionalismo ó de personal cariño me hacen tratar con predilección la fruta del cercado propio. Aleccionádome han los conceptos con que mi erudito amigo el académico don Vicente Barrantes, en la España Moderna, avalora mi entusiasmo por las que, en mis Confidencias de bohemio, llamé admirables quintillas del malogrado vate peruano Adolfo García.—Quand méme, siendo sigue, para mí, García un poeta de estro arrebatador.
El poema de usted que he leído con cordial deleite, viene á poner de nuevo sobre el tapete de la discusión el eterno tema del americanismo en literatura. Con lengua, religión, costumbres y hasta instituciones genuinamente españolas, con urdimbre que no es de nuestra propiedad exclusiva, mal podemos aspirar á una originalidad absoluta. Pero si por americanismo en literatura queremos significar lo especial del colorido para pintar fielmente la exuberancia vital de nuestra naluraleza, que en poco ó en nada se asemeja á la de los viejos pueblos europeos y asiáticos; las aspiraciones de razas y sociedades nacientes, y las idealidades, no diré si patrióticas o patrioteras, que nuestra condición democrática encarna, el problema queda resuelto, y á usted corresponde parte en la solución.
Desde este punto de vista, la Araucana de Ercilla, O Guesa errante de Souza Andrade y Tabaré, son los poemas que, en mi concepto, satisfacen más cumplidamente el ideal del americanismo literario. Ercilla no escribió como español, sino como araucano, ha dicho Rafael Merchán. Su pluma no interpretó la arrogancia y despotismo del conquistador castellano, sino el orgullo y virilidad, los dolores y las esperanzas de las tribus conquistadas. Sintió y se expresó, como siente y se expresa el vencido.
La modestia de usted no le ha permitido reconocer que, en las páginas de Tabaré, palpitan y se respiran las auras uruguayas; que los árboles, rumores, alboradas y siestas que usted describe, son propios de la región que habitaran el guaraní y el charrúa.
héroes sin redención y sin historia.
sin tumbas y sin lágrimas;
que el ave que canta, y la enredadera que trepa, y la loma que se arropa en su neblina, y la estrella que tiembla en su luz, tal como usted nos las presenta en versos ricos de perfume poético y de armonía cólica, no son sino copias al natural de accidentes, en el gran cuadro de la vida salvaje y primitiva de una nacionalidad americana.
Pincel de eximio paisajista, que no galana pluma de escritor, ha empleado usted en las descripciones. Tiene razón mi excelente amigo don Juan Valera cuando, al juzgar á usted como poeta, lo califica de muy original, y sobre todo, de muy americano, sin dejar por eso de ser muy español.
En cuanto al argumento de su libro y á Tabaré, el protagonista del poema, el charrúa de ojos azules, trait d'unión entre dos razas, dice usted muy áticamente, y dice bien: que las historias de los poetas son á veces más historia que la de los historiadores graves: los criterios se imponen, es cierto, á la humanidad; pero la inspiración se impone á los criterios, y vaya lo uno por lo otro.
No es una critica, sino una opinión, la que voy á expresarle. Quien como usted versifica tan gallardamente; poeta para quien la rima, asonante ó consonante, no es tirana despótica sino vasalla humilde, ¿por qué ha escrito en un metro invariable y monótono, hasta cierto punto, dada la extensión del poema?
No es que yo desdeñe. por completo, la forma por usted adoptada: lejos de eso, la aplaudo y encuentro apropiada en varios de los cantos. Pero tiene usted en el poema escenas descriptivas que habrían ganado no poco en soltura y naturalidad, empleando el octosílabo. El diálogo de los soldados, por ejemplo, en el canto segundo, carece de animación y ligereza encerrado en la cárcel majestuosa de los endecasílabos y eptasílabos. Es probable que esta opinión mía sea desacertada (cuestión de estética y de gusto) y por lo tanto, le repito, que no estime mis palabras como crítica.
Mi viejo camarada Guillermo Prieto, el infatigable decano de los poetas de la América latina que á los setenta años conserva aún en el alma la frescura de sus juveniles tiempos, ha dicho, á propósito de Tabaré, que en este poema no deben señalarse incorrecciones ni pecados contra Horacio ni Hermosilla. Los policías literarios, sea cual fuere su mérito, no son ni los amigos ni los próceres de las letras.
Sintetizando mi juicio, que ya es tiempo de poner remate á esta desaliñada carta, diré á usted, con su ilustre crítico de México, que Tabaré, me ha encantado: porque es un poema típico, lleno de grandeza, de ternura y de verdad.
Mil cordialidades. Muy de usted amigo afectísimo.
- ↑ Rafael M. Merchán