A Lidia

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Odas, epístolas y tragedias
A Lidia​
 de Marcelino Menéndez y Pelayo

 Almas afines hay; bésalas Jove,
 Y las manda a la tierra con el sello
 De divina hermandad. Si no se encuentran,
 Largo gemido y sempiterno lloro
 Es su vida mortal. De vanos sueños
 Se enamoran tal vez; el aire abrazan,
 Y entre el error y la esperanza viven.
 Una forma, una línea o un sonido
 Les trae el eco de su dulce hermana,
 Sombra falaz que sujetar ansían,
 Y que cual humo leve desparece
 En la nocturna lobreguez. La idea
 Del vago bien, la forma no encarnada,
 Místico amor, reminiscencia acaso,
 Vive inmortal en la memoria suya,
 Y es tormento no más. Al rudo soplo
 Muere extinta la llama creadora,
 O a sí propia se abrasa. Desfallece
 La inspiración; cual Tántalo sediento,
 El alma anhela las eternas aguas,
 Que huyen del seco labio burladoras,
 O quiere, como Sísifo, en la cumbre
 Parar la piedra que hasta el fondo rueda.
 ¡Vano anhelar! la trama de su vida
 Nadie logra romper; nadie separa
 Los negros hilos de las blancas hebras.
   
 ¡Y qué blancas tal vez, si encuentra el alma
 Su inmortal, peregrina compañera,
 Eco perdido de su voz, reflejo
 De su hondo pensamiento enamorado,
 Que en ella se depura y enaltece,
 Y medra en esplendor y en hermosura,
 Y comprende en altísima manera
 La cifra de lo hermoso y lo perfecto!
 Entonces, a la lucha de la vida
 Firme desciende el vigoroso atleta,
 Y ni el rumor de populares armas,
 Ni la faz del tirano, ni las olas
 Del velívolo mar, ni el duro ceño
 De la rígida ciencia le intimidan.
 Lo que antes era mármol, blanda cera
 Bajo sus manos es, y le obedece
 Cual dócil sierva la palabra; rinde
 La materia a sus pies, domeña el mundo,
 Y es rayo en la tribuna y en las lides,
 O circunda su frente vencedora
 El lauro de las hijas del Permeso.
   
 Bañarse en la corriente de la vida,
 La tela trabajar del pensamiento,
 Cuando hay un alma que a la nuestra sigue
 Y con nosotros el bordado trama,
 Hilos de amor mezclando a la madeja;
 Arrancar de sus labios tembladores
 La frase a medio hacer, envuelta en risa;
 Aprender en la lumbre de sus ojos
 Lo que nunca en las áridas escuelas,
 Altísima de amor filosofía;
 Y en su gallardo cuerpo ver cifrados
 La luz, el movimiento, la elegancia,
 La quintaesencia del arcano ritmo,
 Es gozar y es vivir.
   
 ¡Oh, cuántas veces
 La triste maga de los montes míos,
 La de cerúleos, penetrantes ojos,
 Me trajo en el arrullo de la brisa,
 O en el clamor de mi natal ribera,
 Su peregrina voz! ¡Cuántas su forma
 Vi dibujarse en el tendido cielo,
 O surgir de las ondas inclementes
 De nuestro mar, en moribunda tarde!
 ¿Era la antigua helénica sirena,
 Del golfo siciliano desterrada,
 Para amansar con dóricos cantares
 Al britano argonauta? Yo sentía
 Gigante anhelo por asir la diosa,
 Cual a Juno Ixión; mas, como Juno,
 Siempre la diosa en nube se tornaba.
 Y un sueño la juzgué, mas no era sueño;
 Que en otras playas, en región distante,
 Su huella descubrí, y en la alta noche
 La vi pasar ceñida de hermosura,
 Bajo el sereno azul partenopeo,
 O en las bátavas nieblas reclinada.
 Ella encantó mis solitarias horas
 De escolar vagabundo. Ora la encuentro,
 Y no velada en misterioso enigma,
 Mas plástica y radiante. Eres aquella
 Que yo soñé, dulcísima señora,
 Risa perpetua, omnipotente gracia;
 Es de diosa tu andar, mora en tus labios
 La grata persuasión, rige tu mente
 La Urania Venus con lazada suave
 De inmortal secretísima armonía,
 Que rica por tus miembros se difunde.
 No fue tan grácil la veloz Camila,
 Sobre intactas espigas revolando;
 Y el lauro del ingenio te otorgara
 La misma de Sinesio profesora,
 Decoro y flor y luz de Alejandría.
   
 No rondaré sin tregua tus umbrales,
 Haciendo resonar en tus oídos
 El ya enojoso, por cantado a tantas,
 Himno de amor. En el misterio vive
 Y del profano vulgo se recata
 Este mi oculto deleitoso fuego.
 Ayúdale a crecer; nunca los ojos
 Que tan alto tesoro ávidos celan,
 Sorprenderán mi amor en mi semblante,
 Ni juntaré mi voz a la alabanza
 Que de ti en torno sin cesar resuena;
 Y me verás indiferente, mudo,
 Reprimiendo la férvida palabra
 Que de mis labios escaparse quiere.
 Mas ¡cuántas cosas te diré al oído,
 Si quieres escucharme sin enojos!
 Escúchame, señora, que es mi alma,
 Si tormentosa como el mar bravío
 Que de mi cuna los peñascos bate,
 Dura y tenaz y firme y resistente
 Cual la honda raíz de mis montañas;
 Y ni el recio huracán de tus desdenes
 Podrá abatir el generoso tronco
 De esta pasión que crece y se agiganta,
 Firme como el Titán en su caída.
 Puede el cierzo doblar el leve mirto,
 Y de su pompa y su verdor privarle;
 Mas al roble, monarca de las selvas,
 Sólo el rayo del cielo le derriba,
 Sólo en lid secular le doma el tiempo.


Madrid, marzo de 1880.