A Portobelo
Portobelo ilustre, léxico de piedra,
jardín de recuerdos, ciudad noble y fiel:
bajo tus espesas cortinas de yedra
dormita un pasado de eterno laurel.
En tu indiferencia grave y pensativa
no hay una pulgada donde no se advierta
el mundo vestigio de una historia muerta
o la roja llama de una gloria viva.
Pasaron los tiempos del real decoro,
la galantería, el fausto español,
cuando resbalaban las galeras de oro
como graves cisnes del País del Sol.
Hoy, rompiendo apenas tu bahía mágica
-restos que un naufragio dejara al azar-,
un mástil, a modo de una mano trágica,
asoma, crispado, del fondo del mar.
¡Oh, tus fortalezas...! En épicas ruinas
se yerguen luchando con su aciaga suerte,
y ya sólo rompen su quietud de muerte,
para hacer sus nidos las aves marinas.
Tus viejos cañones que de cumbre en cumbre
llevaron sus ecos por el vasto mar,
hoy duermen, cubiertos de olvido y herrumbre,
soñando que se oyen de nuevo tronar.
En las medias noches tétricas y oscuras
vagan por tus calles sombras y visiones,
se escuchan murmullos, se oyen oraciones,
salidos, quién sabe, de qué sepulturas.
Y en las noches fúlgidas de nácar y luna
flotan sobre el ala tenue de las brisas
canciones y notas, palabras y risas
que turban en ecos tu quieta laguna.
Portobelo ilustre, patrio orgullo viejo,
jardín florecido de eterno laurel:
hoy sólo te queda tu mar, limpio espejo,
que te dice cosas que saben tú y él.
Por tu bella historia, roja y estupenda,
por tu breve vida de fausto y dolor,
eres, Portobelo, ciudad de leyenda,
ciudad de recuerdos y ciudad de amor.