A Prometeo
¿Por qué padeces tan enormes penas?
¿Por cuál empresa tan audaz y loca
de Júpiter las iras desenfrenas,
y yaces circundado de cadenas
sobre desnuda solitaria roca?
¿A los hijos seguiste de la Tierra
que, aconsejados por la fiera Diosa,
al cielo hicieron temeraria guerra,
y amontonando sierra sobre sierra,
Pelion alzaron sobre Olimpo y Osa?
Mas tu ayuda no obtuvo la quimera
con que intentaba su demencia osada
alzar empinadísima escalera
que hasta el cielo llegase, y donde fuera
cada montaña una gigante grada.
Compadecerte del linaje humano
de los dones de Júpiter proscrito,
y al hombre dar con generosa mano
el radioso elemento de Vulcano:
¡ese fue tu magnánimo delito!
Le igualaba del cielo la sentencia
de ciegos brutos a la abyecta plebe:
y si la luz del arte y de la ciencia
hoy hace menos triste su existencia,
a tu enseñanza, a tu piedad lo debe.
Mas vanamente al Caúcaso lejano
con eternas fortísimas amarras
te hizo ligar el celestial tirano
y el águila en tu pecho clava en vano
su pico agudo y sus tajantes garras.
En vano irrita su furor hambriento
el siempre vivo renaciente pasto
del palpitante corazón sangriento;
y en vano abrasa el sol y azota el viento
la atada mole de tu cuerpo vasto.
Tan injusto cuán hórrido castigo
con sufrimiento indómito padeces,
sin que nunca el dolor pueda contigo
acabar que a tu bárbaro enemigo
Humi de engrías con cobardes preces.
Nunca vendrá para su orgullo el día
que te arrepientas del robado fuego;
y, aunque es rey de los mundos, todavía
un contento le falta a su ufanía:
mirar tu humillación, oír tu ruego.