A fuego lento: 11

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Capítulo XI[editar]

Al cabo de dos días de navegación fluvial arribaron a Guámbaro, el segundo puerto de importancia de la república. El vapor no atracaba al muelle. Se desembarcaba en canoas que serpenteaban lentamente entre los caños, varando a lo mejor. Una turba de indios descamisados se arremolinaba gritando alrededor de las lanchas cargadas de frutas, de costales de huevos, de jaulas llenas de cotorras y papagayos. Por el palo de una de las lanchas subía y bajaba un enorme mono negro, amaestrado por la tripulación. Le habían enseñado a fumar y a emborracharse.

Guámbaro era una vetusta ciudad silenciosa, de aspecto conventual, rodeada de antiquísimas murallas, con una hermosa bahía que recordaba por lo azul la bahía de Tánger. Sus calles eran rectas y polvorosas y las casas de mampostería, de dos pisos, con calizas fachadas, deslumbrantes. Palmeros y plátanos asomaban por encima de los patios sus hojas de un verde inmarcesible. No había coches ni ómnibus.

Baranda creyó morir de asco. ¡Todo un pueblo de leprosos paseándose en pleno día por las calles! Algunos padecían de hidrocele, pero tan hiperbólica, que hubiera creído que andaban montados sobre globos. Las mujeres del pueblo, porque las familias pudientes no salían nunca de la casa, ostentaban con orgullo el coto, repugnante bolsa gutural análoga a la del marabú de saco.

-¡Ah, mira cómo tiene ese señor el cuello! -dijo un muchacho a su madre, señalando con el dedo al doctor.

-¡Ay, hijo, no le mires, no sea que Dios te castigue!

El coto, por lo visto, era en Guámbaro, no sólo natural, sino estético. Tener el cuello como le tiene la gente sana, se les antojaba ridículo.

-¡Cuánto siento, doctor, que no le podamos tener por aquí sino unas horas! -le dijo el médico municipal de Guámbaro que había ido a recibirle a bordo.

-Yo también lo siento, porque hay algo aquí cuyo estudio me atrae: la lepra. Pero a usted ve, y esta misma tarde sale un vapor para Europa y no puedo permanecer más tiempo alejado de mi clientela de París.

El médico municipal, don Eleuterio Gutiérrez, era inteligente y culto.

-¡Ah, la lepra! Es mi especialidad y nuestra mayor desgracia.

Echaron a andar hacia el mercado, no lejos del cual estaba el hotel en que iba hospedarse Baranda. En los alrededores, en tabucos infectos, se agazapaban turcos astrosos que vendían todo género de baratijas y cachivaches. Vestían chaqueta de un rojo desteñido, calzones muy anchos, como refajos cosidos por el medio, y gorro encarnado, caído hacia atrás. Las mujeres llevaban cequines sobre la frente y grandes arracadas de coral en las orejas.

Las más de las verdilleras estaban lazarinas.

Primero pasó una negra de enorme papo, con un cesto de patatas, a la que faltaban los dedos de una mano y el labio superior. Luego, una india con la boca hinchada y sangrienta como un tomate reventado. Más tarde, otra, llena de pápulas, de ojos redondos, glaucos y viscosos de sapo. Su nariz era carnosa y rayaban sus mejillas estrías bermejas. Su cabeza terminaba en punta. De sus párpados manaba un pus verdoso. Después pasó un indio, de cabeza salpicada de islas de pelos, calva por el occipucio y los parietales. Y así fueron pasando y pasando, los unos con escrófula; éstos con herpes, tumores y excrecencias policromas; aquellos con liquen vesicular, legañosos, cojos, tuertos, con sólo los muñones, y otros que se arrastraban sobre las posaderas enseñando una pierna como un jamón podrido o un brazo pálido, de cera, con filamentos azules y negruzcos. A un mulato le faltaba la mandíbula inferior. Parecía un pavo...

-¡Y no hay modo de aislarles, doctor! -exclamó don Eleuterio ante aquel desfile macabro-. No tenemos dónde. Además, ¡son tantos!

La elefancia griega, usted lo sabe, no se cura. Hasta hoy, que yo sepa, no ha descubierto la ciencia el modo de combatir el bacillus leprae. Sin negar que se transmita por herencia, opino -y perdóneme Virchow- que se difunde principalmente por contagio, el sexual, sobre todo.

¿Cómo explicarse la propagación de la lepra en Roma por las tropas de Pompeyo después de la guerra de Oriente y la propagación de la lepra en Europa por los cruzados?

Ese bacillus que se ha hallado en el tejido celular de los lepromas y en las células nerviosas, pero pocas veces en la sangre, se elimina por las mucosas y la piel. La única medida salvadora que recomienda la higiene es aislar a los enfermos en hospitales ad hoc. En esos lazaretos se les puede cuidar y asearles, evitando así las muchas complicaciones a que están expuestos y dulcificando de paso, en lo posible, sus horrorosos padecimientos.

-Como usted, opina -le interrumpió Baranda- el Congreso de Leprólogos que se reunió en Berlín hace dos o tres años. Sus conclusiones eran las siguientes, palabra más o menos: -«La lepra es una enfermedad pegadiza, y todo lazarino, una amenaza constante para las personas que le rodean. La teoría de la lepra hereditaria cuenta cada día con menos prosélitos.»

-Exacto, exacto. La gran dificultad con que tropezarnos es la de no tener vías de comunicación con el interior del país. ¿Cómo trasladar a esos infelices de un lugar a otro en lomos de mula, durante días y días, y al través de senderos escabrosos donde, por no haber, no hay ni posadas, obligándoles a dormir a la intemperie? Sería matarles de hambre y de fatiga. Hace años intentó el gobierno confinar a esos pobres en una isla medio desierta, entre las protestas y lágrimas de sus familias. ¡Si hubiera usted visto aquel fúnebre convoy arrastrado en balsas por el río!

Así se explicaba el doctor que en los campos no hubiera labradores. No se veía un arado, un molino, una chimenea.

Todo respiraba la desolación de los pueblos arrasados por la peste o la guerra. ¡Qué contraste entre aquella vida de la naturaleza y aquella muerte a pedazos de sus míseros habitadores!