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A fuego lento: 18

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Capítulo VI

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La mañana era fría y brumosa. Un atisbo de sol que pugnaba por abrirse paso al través de la neblina, arrojaba sobre el piso húmedo y pegajoso de los bulevares y las masas oscuras de los edificios una claridad incierta de crepúsculo invernal. De los árboles, que aún conservaban sus follajes, caían a manta las hojas secas y amarillas. Eran las once de la mañana y parecían las cinco.

Una muchedumbre heterogénea circulaba apresuradamente atravesando las calles atiborradas de coches, bicicletas, automóviles, ómnibus y carros. Se veían hombres de chistera y levita, con sus serviettes bajo el brazo; tipos sepulcrales de alborotadas cabezas; empleados de comercio, garçons livreurs del Louvre y el Bon Marché con sus libreas y sus tricornios de ministros en días de gala; obreros de blusa con herramientas de carpintería y cubos de pintura; obreritas con cajas de sombreros y negros líos de ropa; vendedores ambulantes con sus carretitas llenas de frutas, legumbres y flores; infelices que tiraban, jadeantes, como bestias, de diminutos vehículos cargados de baúles, muebles y sacos. Alrededor de los kioscos se paraban algunos curiosos a ver los grabados de las ilustraciones y las caricaturas obscenas de los semanarios satíricos. Escandalizaban el aire el graznar de gansos de las trompetas de los automóviles, el cascabeleo de los carros y los fiacres y el trote hueco y sonoro de los percherones de los ómnibus sobre el asfalto. Pasaban carros de todas formas y dimensiones: unos largos, como escaleras horizontales con ruedas, atestados de barricas o de barras de hierro que cogían medio bulevar; otros cuadrados, de macizas ruedas, con cantos ciclópeos, tirados por una teoría de caballos gigantescos que iban paso a paso sacudiendo el crinoso cuello.

Petronio salía del Círculo donde pasó la noche jugando. Andaba lentamente, con los brazos caídos, muerto de fatiga y saturado de alcohol. Cuanto de negro tenía en las venas le había salido a la cara, que era cenicienta, orlada de carnosas ojeras de carbón.

La niebla fue disipándose; el sol parecía brillar al fin, pero indeciso. No pasaba de un claror violáceo. Petronio echaba de menos el sol de Ganga. Todo se le antojaba de una tristeza fúnebre, penetrante, que le hacía pensar en el suicidio. Siguió andando hasta el Grand Hôtel, frente a cuyas puertas una fila de cocheros leía La Libre Parole y L'Intransigeant. Dio una vuelta por el patio, entró en el Salón de lectura, a ver si estaba la vieja y salió luego hacia la rue Royale.

-¡Qué bruto he sido! -se decía-. Por ambicioso lo he perdido todo. Debí haberme ido cuando ganaba quinientos francos. ¡Qué bruto he sido! El banquero y la casa son los únicos que ganan, sobre todo, la casa. Esa no pierde nunca. Y ahora, ¿qué me hago sin un céntimo? ¡Qué bruto he sido!

Ya no tenía a quien pedirle. Le había pedido a Baranda, a Marco Aurelio, a don Olimpio, al dueño de su hotel... ¿A quién recurrir?

Andando a la ventura llegó hasta el puente de la Concordia. De bruces sobre el muro, contempló largo rato el caudaloso río sobre cuyo lomo se deslizaban vaporcitos, balsas, remolcadores y lanchas de carbón, hacia la parte en que Nôtre Dame levanta sus dos torres chatas de fortaleza medioeval. Abajo, en las márgenes, unos cuantos bobos pescaban á la ligne, inmóviles, con la caña tendida, mientras un hombre esquilaba a un perro y una vieja apaleaba un colchón.

Petronio se sentía muy solo y muy triste, perdido en la inmensidad de este París que, como la naturaleza, se traga con igual indiferencia al genio que al imbécil, a la virtud oscura que al vicio ostentoso, al luchador que al vencido, a la riqueza insolente que a la mendicidad haraposa...

-¡Quién sabe -pensó- si acabaré por echarme al Sena!

De pronto brilló el sol, un sol artificial que no calentaba, un sol nebuloso como un huevo visto al trasluz, que sólo servía para hacer más desolada la fisonomía de la ciudad enorme.