A fuego lento: 23

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Capítulo XI[editar]

Alicia recibió furiosa al médico.

-¿Te parece bien que me haya pasado el día, este día tan hermoso, encerrada?

-Porque has querido.

-No. Porque no has querido tú acompañarme. Me aburro de andar sola por esas calles como perro sin amo. ¡Con qué placer hubiera dado un paseo por el Bosque!

-¿Y por qué me niego a acompañarte? Porque el salir contigo es un eterno disputar. Apenas ponemos los pies en la calle, empiezan las recriminaciones y los insultos, y todo a gritos para que se enteren hasta las piedras. Comprenderás que pocas ganas han de quedarme luego para volver a salir contigo.

-¿Y acaso te calumnio? ¿No eres un hombre sin pudor? ¿Cómo llamas a eso de vivir públicamente con una mujer que no es la tuya legítima?

-Yo no vivo públicamente con mujer alguna. Esa mujer -te lo he dicho mil veces- es una amiga.

-¡Mientes!

-Una amiga que me ayuda en lo que tú no puedes ayudarme. ¿Puedes tú copiarme los artículos, tomarme notas?...

-¡Si no sé leer! ¿Por qué me lo repites? ¡Para humillarme!

-Bueno. ¡Déjame en paz!

-¡Qué he de dejarte en paz! ¿Por qué no me hablabas así en Ganga? ¡Hipócrita!

-¡No me nombres tu tierra! ¿Hipócrita yo? ¿En qué? ¿Qué diré de ti? Recuerda lo que fueron nuestros amores en Ganga. Puramente epidérmicos.

-¡Ah, si me hubiera entregado del todo, no te hubieras casado conmigo! Me hubieras plantado como has hecho con otras. Pero, claro, el deseo de poseerme...

-¡Valiente posesión! Cuando empleas preservativos, te estás quejando una hora de la matriz porque el agua fría te daña; y cuando no les empleas, me obligas a realizar el acto a medias. ¡Y quieres que me acueste contigo!

-¡No, no quiero tener hijos! ¡Soy más honrada que tú!

-Si tanto miedo tienes a los dolores del alumbramiento, ¿por qué no te casaste con el Espíritu Santo? Hubieras concebido por obra y gracia suya...

-¡No te burles!

-Pero eso me tiene sin cuidado. Después de todo, puede que tengas razón. ¿A qué engendrar más infelices? A mí lo que me importa es la paz.

-¿Cómo quieres que la haya después de tus continuas infidelidades? ¡Qué inmundicia es la vida conyugal! Por un matrimonio honrado y puro, ¡cuántos como los que describe Octavio Mirbeau en Le journal d'une femme de chambre!

-¿Cómo has podido leerle?

-¡Me le ha leído Nicasia, hombre! No me fastidies más. Después que me has corrompido...

-¡Corromper! ¡Corromper! Todos, hombres y mujeres, nacemos corrompidos. ¡Cuán otro hubiera sido contigo si me hubieses tratado con más ternura!

-¿Que no he sido tierna contigo? ¡Qué descaro! ¡A ver, mírame de frente!

-Suponiendo que fuesen ciertas todas esas traiciones sentimentales de que me acusas...

-Al fin, confiesas.

-¿No tengo otros méritos a tu consideración? Pero a la mujer ¿qué la importan los méritos intelectuales del hombre? Ya puede ser un canalla, un inepto, que con tal de que la ame y la sea fiel, todo se lo perdona. Y ya puede ser un genio, que si no se pliega a sus caprichos y no la rinde parias, no la merecerá el más mínimo respeto.

-Tú ¿inspirarme respeto? ¿Porque tienes los ojos melancólicos y sabes unas cuantas paparruchas?...

-Ya que no por lo que valgo mentalmente -eso eres incapaz de apreciarlo- por haberte al menos sacado de la oscuridad en que vivías. ¿Quién eras tú? Una miserable inclusera...

-En Ganga no hay inclusa. ¡Mientes!

-Una india...

-¿Y tú? ¡Quién sabe de qué huevo saliste!

-¡Alicia!

-Tú puedes ofenderme; pero yo no.

Toda conversación era inútil. El médico no la amaba y ella sentía por él la sorda inquina que sucede a los amores contrariados y la envidia tácita que inspira a todo ser inferior-sea mujer u hombre- la superioridad desdeñosa.

Tratar de convencerla era machacar en hierro frío. Nadie podía alejarla de su delirio lúcido. Aquel hombre, a quien ella juzgó honrado -para la hembra la honradez masculina se reduce a la monogamia-, aparecía a sus ojos despechados como un libertino despreciable. No abrigaba otro designio que vengarse infernándole la vida. Su salud, cada vez más quebrantada, sus pérdidas de dinero, sus cavilaciones, sus disgustos, maldito lo que le preocupaban. Él, con toda su instrucción y su talento, no había parado mientes en que la mujer todo lo soporta, golpes e injurias inclusive, menos la indiferencia amorosa. Una mujer, desdeñada corporalmente por el hombre a quien ama, es capaz del crimen. Ser imaginativo y sentimental, no puede menos de representarse por modo plástico el desdén como la prueba más palmaria de una traición. Y entonces ve, al través del vidrio de aumento de los celos, al hombre, a un tiempo querido y odiado, prodigar a una rival las lúbricas caricias que ella se figuraba haber monopolizado de por vida.