A fuego lento: 37
Capítulo VII
[editar]Al día siguiente salieron por la tarde a dar un paseo como de costumbre.
-Prefiero -dijo Baranda- estos paisajes melancólicos de Europa a los paisajes de una alegría estrepitosa de América. Esta luz tenue, tamizada, inclina el pensamiento a la reflexión poética, suave y resignada, al paso que aquel exceso de luz zodiacal no sugiere sino hipérboles vacías e imágenes sin claroscuro. Un cielo gris, una claridad tibia y un campo de palideces multicoloras despiertan en mí más ideas y emociones que un cielo deslumbrante, una atmósfera cálida y un bosque lujurioso.
-A mí me pasa lo mismo -dijo Plutarco.
-Yo creo que una de las causas de lo prosaico, de lo cursi de casi todos nuestros literatos, obedece a la exuberancia de luz. No sé de poetas más ramplones que los nuestros. Mucha palabrería, eso sí; pero ni una idea, ni una emoción. Nada sincero, nada sobriamente artístico, nada hondo.
-Que no le oigan a usted, doctor. Se le comerían vivo. ¡Ellos que se llaman entre sí: «Velázquez del verso», «Donatelos de la prosa», «egregios», «maravillosos»...!
-Nuestra vanidad puede que también radique en el exceso de sol. En nuestros países se padece una irritación crónica del cerebro.
-¿Y qué me dice usted de la envidia? En cuanto sale alguien independiente, que no adula, que no se casa con nadie, a formarle el vacío.
-Es el procedimiento jesuítico.
-No, no le discuten. Le aíslan. ¡Y ay del infeliz que tenga que vivir de ellos!
-¿Eso me lo cuenta usted a mí? ¡Si usted supiera la guerra que me han hecho en mi país, el odio que me profesan, en parte porque vivo en el extranjero, en parte porque me burlo de sus ídolos de arcilla...! Ellos quisieran que volviese. ¿Sabe usted para qué? Para darse el gusto de desdeñarme.
El paisaje era espléndido. Dos mares se movían. En primer término, uno rubio, de trigo, dorado por el sol, y en segundo término, otro, azul, salpicado de espumas.
-Eso es más interesante -dijo Baranda- que el hígado de nuestra raza, que es el órgano predominante en ella.
El cielo se fue tiñendo de un rosa pálido primero y de un rojo de almagre después.
-¡Qué mejor refugio para el alma entristecida -añadió el médico- que la contemplación de la naturaleza! Ella nos enseña a ser estoicos, a ver con suprema ironía las pequeñeces de los hombres.
De pronto Plutarco se detuvo.
-Juraría que es Alicia -dijo fijándose en una hermana de la Caridad que pasó apresuradamente junto a ellos, esquivando sus miradas.
-No, usted ve visiones -contestó Baranda sonriendo.
-¿Visiones? ¡Ca! Yo le digo a usted que es Alicia -y echó a andar, casi corriendo, tras la monja. Esta, al notarlo, apretó el paso, mientras Rosa y el médico, entre sorprendidos y temerosos, se les quedaron mirando. A medida que Plutarco la seguía, la hermana aceleraba el paso hasta echar a correr. Plutarco corrió tras ella.
Entonces la monja, parándose en seco, le gritó en un mal francés:
-Si da en seguirme, pido socorro.
Plutarco, temiendo insistir, retrocedió.
-Es Alicia -balbuceó jadeante.
-No -contestó Rosa temblando.
-Pero ¿está usted seguro? -añadió Baranda.
-Lo que es seguro, seguro, no; pero tengo casi la convicción. Su voz, alterada por la carrera, me pareció la de Alicia y su acento, ese acento es el suyo.
-Pero ¿qué diablos ha venido a buscar aquí y en ese traje? Está loca. No me cabe duda.
-Lo que le digo a usted, doctor, es que si viene a repetir la escena del Bosque, se lleva chasco.
-¡Ah, no par exemple! -dijo Rosa con cierta energía.
-No lo permitiré -agregó Baranda.
-Se ha disfrazado para que no la conozcamos y ha venido, sin duda, para sorprenderle, doctor.
-Y se ha perdido de vista -continuó el médico mirando al horizonte-. En Onival no hay más que dos hoteles: sería fácil saber en cuál está.
-¿Y si no está en ninguno -arguyó Rosa- sino en una pensión o en alguna de las casas que alquilan cuartos aquí?
-¿Qué hacer entonces? -dijo Baranda.
-Nada, doctor, dejarla y seguir nuestro paseo.
¿Quiere usted, con todo, que vaya a la villa a prevenir a la criada?
-¿Y qué sacamos con eso?
-Pues evitar que entre allí y nos dé un escándalo.
La villa no estaba lejos. Plutarco fue y volvió en un relámpago. Entretanto Rosa y el doctor no cesaban de mirar a todas partes como quien teme un asalto. Apenas se hablaron.
-Pues estuvo en la villa -dijo Plutarco echando los bofes.
-¿Cómo? -exclamaron a una Rosa y el médico.
-Verán ustedes. Cuenta la criada que una hermana de la Caridad tocó la puerta preguntando por usted. Al decirla que había usted salido, añadió si había salido usted solo o con la señora. Agregó que estaba nerviosa y que hablaba el francés como une vache espagnole. Alicia, nada, Alicia. He recomendado a la criada que cierre la puerta y que sólo a nosotros nos abra. Y ahora que entre.
-¡Qué ocurrencia de mujer! -exclamó Rosa-. Yo no he visto nada igual. Es una toqueé.
-¡Bah! -dijo Baranda-. Sigamos nuestro paseo y lo que fuere sonará.
Andando, andando llegaron a un molino. Por un plano inclinado, hecho de cadenas y tablitas, subía un caballo ciego, subía, subía y nunca llegaba, haciendo girar aquella a modo de correa metálica que ponía en movimiento el molino.
Daba angustia verle trepando, trepando sin cesar, fatigoso, resbalándose, por aquella pendiente movediza, mientras el trigo caía hecho polvo en una caja. El médico halló cierta similitud entre el destino de aquel pobre animal ciego y el suyo. Ambos subían por una cuesta penosa y dura sin esperanza de reposo, a no ser en la muerte. Cuando el caballo jadeante, sudoroso, se paraba para cobrar aliento, un latigazo le recordaba que debía seguir andando sin tregua como si formase parte de aquel mecanismo que se movía gracias a él. El ruido de sus cascos se confundía con el del herraje de la correa y el del molino que trituraba el trigo. Fuera, en el campo verde y luminoso, pacían otros caballos sueltos y alegres, de piel lustrosa y ojos fulgurantes...
El mar se había retirado lejos, muy lejos. En el horizonte, entre un boscaje de nubarrones grises, llameaba el sol. Grandes brasas de ópalo y naranja centelleaban en el fondo. Desgarraduras bermejas atravesaban el seno de una nube de un violeta profundo. Por el mar, casi inmóvil, rodaban ligerísimos copos de espuma. Un inmenso nublado se deshizo de pronto en flecos de áureos bordes encendidos. Brujas, elefantes, enanos sin cabeza, torsos y brazos, pájaros de abiertas alas, bloques de estatuas a medio esbozar, como las esculturas de Rodin, corrían empujados de aquí para allá por el viento, transformándose en los mil caprichos que la imaginación de la luz combina en la tela celeste. Anchos vellones policromos, como las telas de Liberty, flotaban en islas de fuego, en golfos de cinabrio, en selvas escarlatas, en lagos azules, enredándose a las cumbres de montañas de oro que se derrumbaban en fantástico derrumbe con los cambiantes cegadores de una danza serpentina.
-Ahí tienen ustedes, amigos míos -dijo el doctor-, un espectáculo que no me cansa nunca: la puesta del sol.
-Yo soy como los incas del Perú -añadió Plutarco-: idólatra del sol; pero la hora en que realmente le amo es ésta: la hora de la gran anemia universal.
-¡Y pensar que ese sol que tanto nos maravilla es sólo «un simple soldado en el gran ejército celeste»!, como dice Young -agregó Baranda-. Millones de estrellas le sobrepujan en magnitud y brillo.
-Por supuesto que es mayor que la tierra -preguntó Rosa, temiendo decir un desatino.
-¡Oh, sí! Trescientas treinta mil veces mayor que nuestro globo -respondió el médico.
-Y su constitución química -continuó Rosa- no será la misma que la de la tierra.
-Por el espectroscopio sabemos -respondió Baranda- que en el sol hay hierro, calcio, níquel, cobalto, sodio, cobre, plomo, aluminio, oxígeno, etcétera. La cromosfera, por ejemplo, o sea la capa gaseosa rosada que se advierte alrededor de la superficie luminosa, se compone de hidrógeno.
-¿Y dista mucho de la tierra? -continuó Rosa.
-Se calcula que dista de nosotros unos ciento cuarenta y ocho millones de kilómetros. Y a pesar de su lejanía, nos vivifica, en términos de que, si durante un mes se apagase, todo movimiento cesaría en la corteza terráquea. Sin calor solar no habría vegetación y sin vegetación no habría animales. Es él quien, merced a la conservación de la energía, empuja las cataratas, hace rodar los ríos y los mares, fructificar el germen, andar nuestras máquinas de vapor...
Rosa admiraba aquel esfuerzo de la imaginación humana por explicarse los fenómenos cósmicos; pero interiormente no creía en aquellas razones científicas que se la antojaban oscuras. Hubiera preferido una explicación espiritualista, mientras más absurda mejor, de acuerdo con sus sentimientos religiosos. Por respeto y cariño a Baranda no se atrevía a contradecirle en nombre de su catolicismo. De modo que la Biblia -pensaba- ¿es una sarta de mitos? Porque en ella se dice lo contrario de lo que la ciencia afirma.
Plutarco, a pesar de sus aficiones astronómicas, apenas prestaba atención a la charla del médico. Iba preocupado con la extraña aparición de Alicia. -Tal vez -meditaba- nos la encontremos al llegar a casa y el doctor no está para emociones fuertes.
Aquellos días de reposo, de amena compañía y de aire puro le habían mejorado relativamente; pero no estaba bien. Los riñones le dolían y se fatigaba del menor esfuerzo. Sólo preguntándole lograban hacerle hablar. Por lo común permanecía silencioso y ensimismado.