A la gran república Norte-Americana
De libertad al mundo eras maestra
mas aún su ciencia te negaba Marte;
y esa fraterna lucha te hizo diestra
de las crudas batallas en el arte.
De tu pecho al valor y fortaleza,
por ninguna jamás sobrepujada,
se iguala de tu brazo la destreza
para esgrimir la ponderosa espada.
Ya por civil saber eras Minerva,
mas hoy en todo a la gran Diosa igualas,
y pronto sentirá la Europa sierva
que a un tiempo eres Minerva y eres Palas.
Ya el universo entero a desafío
provocar puedes, pues juntar te veo
a la destreza del pastor Judío
la fuerza del gigante Filisteo.
Orgullo de la gente Americana,
tú, tú sola de ti maestra has sido,
porque nación ninguna pueda ufana
decir que en algún tiempo te ha vencido.
Y así no te venció extranjera gente,
que una parte de ti venció a otra parte,
pues tú propia eras digna solamente
de vencerte a ti misma y de domarte.
Y mientras que tu lucha a las esclavas
viejas naciones alegró la vista,
no sabían que fuerte te ensayabas
así del universo a la conquista.
Ya no ha de lamentar el que te adora,
ni enrostrarte podrá quien te detesta
la esclavitud injusta y opresora,
al gobierno que ostentas tan opuesta.
La Santa Democracia al ver se alegra
que la atezada estirpe, de tirana
suerte infeliz más que su rostro negra,
de quien niega la blanca ser hermana;
la que fue nivelada con el bruto,
y que parece que el semblante viste
de oscuras sombras y de eterno luto
para llorar su servidumbre triste;
de sus graves cadenas despojada,
libre y dichosa, al asombrado suelo
pregona ya que no te falta nada
para ser de Repúblicas modelo.
Al cielo, oh feliz negro, ensalza el nombre
del justo Lincoln, cuya pía mano
convierte al siervo miserable en hombre,
y en hombre de tal patria ciudadano.
Mas, ¡ay cielos! tu triste voz lamente
su inesperado mísero destino,
cuando la honrada vida el plomo ardiente
le arrancó de frenético asesino.
Como familia desolada y viuda,
llora su triste fin la unión entera;
ojos enjutos no hay, no hay lengua muda,
como si un padre cada cual perdiera.
Mas en pesar, ¡oh gran Nación! tan fuerte,
por él te dueles, no por ti, segura
de que nada estorbar puede tu suerte
y tu inmensa grandeza y tu ventura.
¿Quién parar puede al Niágara potente,
cuando más despeñadas arrebata
sus ciegas ondas y fatal corriente
al salto de la inmensa catarata?
Pues aún más fácil resistir sería
el curso irresistible de tu río,
que atajar el destino que te guía
a la cumbre de todo poderío.
Y aunque es grande el que causa tu lamento
y digno sea de que tú le llores,
eres de grandes patria, y ciento y ciento
hijos tienes, iguales o mayores.
Llore y gima sin fin gente Europea
héroes que cada siglo le da el hado,
y solitaria y huérfana se crea,
como Príamo de Héctor despojado.
Que la Nación que a grande dicha cría
un hombre sólo entre infinita plebe,
en el lecho de su última agonía
desesperarse sin consuelo debe.
Pero tú, si uno pierdes, no te olvidas,
aunque tu duelo el justo llanto vierte,
de que te quedan infinitas vidas
que te consuelen de una sola muerte.
Tal, si entre luces fúlgidas sin cuento
desaparece rutilante estrella,
consuelan al poblado firmamento
mil y mil astros de la ausencia de ella.