A la memoria de Rocafuerte
Pálida, triste, en lágrimas bañada
y herida el pecho de profunda pena,
hermosa virgen, de amargura llena,
a solitaria tumba se acercó;
y al recorrer con lánguida mirada
el yerto polvo que el sepulcro encierra,
en llanto amargo humedeció la tierra
y en lastimeras quejas prorrumpió:
«¡Ya no late tu pecho esforzado;
ya en el cielo tu espíritu se esconde;
ya no se abren los labios de donde
corrió puro, sonoro raudal!
¡Y yo mísera y sola me encuentro,
y de viles traidores cercada,
ofendida, llorosa, ultrajada,
perseguida del genio del mal...!
Cuando airada la suerte enemiga
me colmó de infortunio y horrores,
tú templaste mis crueles dolores,
tú enjugaste mi llanto infeliz.
¡Y hoy no tengo quien llore conmigo,
quien escuche mi triste lamento,
quien imite tu noble ardimiento,
quien herede virtudes de ti!
Anidaba mi pecho esperanzas
que ya en alas del viento volaron,
y dolientes recuerdos dejaron
que no pueden los siglos borrar:
¡ay! recuerdos que son para el alma
penetrantes y duras espinas,
que arraigadas en medio de ruinas
nadie puede después arrancar.
Dulce sueño de paz y ventura,
encantada ilusión que he perdido,
todo yace en la tumba caído;
sólo vive mi acerbo dolor:
¡ya no late tu pecho esforzado;
ya en el cielo tu espíritu se esconde;
ya tu acento a mi voz no responde;
y el destino me inspira terror...!».
Dijo y, llorando, tristes siemprevivas
regó sobre la tumba solitaria;
y con ferviente, fúnebre plegaria,
la piedad del Altísimo imploró.
Cruzó luego las auras fugitivas
súbito lampo y retumbante trueno;
y ayes lanzando del herido seno
la dolorida virgen se ocultó.
En la pálida frente se veía
el caro nombre de la patria impreso,
de la patria, rendida al duro peso
de creciente, implacable adversidad.
¡Infeliz, que luchando en la agonía
y entregada a las garras de la muerte,
ve expirar al virtuoso Rocafuerte,
y alzar al crimen al traidor puñal...!