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A la muerte de...

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A la muerte de…
de José Zorrilla
del tomo segundo de las Poesías.

¿Qué te harás sola en el sepulcro lóbrego,
Sin oír las palabras de un amigo?
¡Si al menos ¡ay! los días que me restan,
Bajo la húmeda losa
Pasara yo contigo!
Yo cubriría con mi cuerpo el tuyo
Cuando la lluvia fría penetrara'
La piedra que te oculta de mis ojos,
Y el cierzo de la noche
Tus sienes no tocara.
Y mis manos la hierba arrancarían
Que creciera en la tumba abandonada,
Y alejaría el fétido gusano
Que se arrastrara hambriento
Con su sorda pisada.
Mas tú, ¡alma mía!, por tus rubias trenzas
Bullir le sentirás y por tu frente
Sin poder rechazarle, mientras el hombre
Contemplará tu tumba
Con ojo indiferente.


¡Si al fin quedaran las almas
Velando el difunto cuerpo,
En pláticas amorosas
Con las almas de otros muertos;
Si al fin así descansaras
Bajo el pabellón del cielo,
Sin que el tumulto del mundo
Turbara nunca tu sueño;
Si el amor que se hubo en vida
Muriera en el cementerio,
Y no hubiera en otro mundo
Memoria del mundo nuestro!…
Mas ¡ay! que vendrán los hombres,
Falsas plegarias mintiendo,
Todos los años un día
A visitar vuestro lecho.
Vendrán con sus oropeles,
Sus farsas y devaneos,
La vanidad en el alma,
La vida en el pensamiento.
No a mullir vuestras almohadas,
No a daros santos consuelos,
Derramando en vuestras tumbas
Las flores de los recuerdos;
No a reconocer su nada
En los despojos del tiempo,
No a ver lo que sois vosotros,
Para ver lo que son ellos;
Que aunque un espejo es la tumba,
Cubrir su cristal supieron
Con velos de mármol y oro,
Cuyo cortinaje espeso,
Robando al cristal las luces,
Impide que, a sus reflejos,
El vidrio fatal les pinte
El polvo donde nacieron.
No; que vendrán a deciros
Que han mentido en otro tiempo,
Cuando al daros un sepulcro,
«Dormid en paz», os dijeron.


Mas habrá un cielo, por dicha,
Detrás de ese cielo azul,
Donde irán, paloma mía,
Los que mueren como tú.
Allí viviréis tranquilos,
En alcázares de luz,
Con los ángeles que velen
Por vuestra santa quietud;
En pabellones de estrellas
Alfombrados de tisú,
Libres de ingratos recuerdos
De la desdicha común;
Porque al abrirse las puertas
Del misterioso ataúd,
Hallan paz, vida y contento
Los que mueren como tú.


Que fresca brisa serena
Halague tu casta sien,
Del bello jardín de Edén,
¡Oh purísima azucena!
Duerme pacífica, sí,
En un lecho de alelí
Que te formen para ti
Los ángeles del Señor;
Y en un porvenir risueño,
Duerme, duerme, dulce dueño,
Y que te vele tu sueño
Un espíritu de amor.


Y dé placer a tu oído,
Susurrando mansamente,
De alguna encubierta fuente
El misterioso rüido.
Y en tus ensueños de paz
Te preste grato solaz,
Con su armonía fugaz,
Algún lejano laúd;
Y por tu mente resbale
Aérea ilusión que iguale
De blanca luna que sale
A la transparente luz.


Mientras en brazos del destino
En las tinieblas que estoy,
A ciegas buscando voy
De tu morada camino.
Y pasan las horas mías
Como turbias ondas frías
Que sus revoltosos días
Sañudo invierno formó;
Como barquilla que mece
Ruda tormenta que crece,
Cual se agosta y desparece
Flor que en la nieve brotó.