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A la señorita D.ª Enriqueta Eléspuru

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A la señorita D.ª Enriqueta Eléspuru
de Clemente Althaus


Bien parece que, al crearte,
no te dio la suma diestra
tan celestial hermosura
y gracia tan halagüeña,
sino por negarte dichas
y alegres horas serenas,
de éstas así descontando
lo que prodigó en aquéllas:
pero, ¿cuándo, dime, cuándo
no fue infeliz la belleza?
¿Cuándo no fueron las gracias
blanco de la suerte adversa?
Tu dulce hermana lo diga,
aquella Emilia hechicera
que en el abril de su vida
sepultó la oscura huesa.
Tú de tu clara familia,
de Lima ornato y presea,
tan bella cuanto infeliz,
tan infeliz cuanto buena,
la más desgraciada fuiste,
como fuiste la más bella,
pues era fuerza que iguales
desgracia y beldad midieras.
Sólo alumbraron tu llanto
las tristes nupciales teas,
y donde otras hallan dichas
tú sólo lutos y penas:
y por que ni perdonados
tus mismos encantos fueran,
hoy abate tu hermosura
horrible extraña dolencia,
que de tus ojos divinos
los soles radiantes ciega
y el cuerpo airoso y flexible
a eterna calma condena.
¡Ay! ¡cuán otra mis recuerdos
te ven en mi edad primera,
cuando un ángel semejabas
recién bajado a la tierra
y rivales no oponía
a tus once primaveras
la patria ciudad que sólo
beldades por hijas cuenta!
¡Cuán otra te vi más tarde
en Nápoles y en Florencia
y en las tumultuosas calles
de la capital eterna;
cuando el altivo romano,
admirando a la extranjera,
su belleza anteponía
a la romana belleza,
y parándose a mirarte,
seguía con vista atenta,
hasta perderlo distante,
tu abierto coche que vuela!
Y al visitar a tu lado
las galerías soberbias
que, cual población marmórea,
millares de estatuas llenan,
con atónitas miradas,
te vi, divina Enriqueta,
competir en hermosura
con las hermosuras de ellas,
y parecer viva estatua
y animada efigie griega,
entre deidades de mármol
y entre mujeres de piedra.
De las tres ínclitas Diosas
que al bello raptor de Elena
árbitro hicieron en Ida
de su insigne competencia,
te comparaban mis ojos
con las efigies perfectas,
y adunar te vi de todas
las perfecciones diversas:
que en la majestad a Juno,
en la pureza a Minerva,
y en la gracia te igualabas
a la dulce Citerea.
Doquier que fuiste, el Hispano,
el Anglo, el Francés, el Belga
en ti prefirió a las patrias
la rara beldad limeña:
coral que perlas abrían
era tu boca pequeña,
y tu frente y tus mejillas
rosas blancas y bermejas;
tus ojos resplandecían
cual las hermanas estrellas
de Géminis luminoso,
en luz y en beldad gemelas;
tu cuello hermoso y flexible
el ave envidiar pudiera
en cuyo disfraz fue Jove
furtivo esposo de Leda;
no hay flor que al beso del aura.
con tanta gracia se meza,
cual tu talle se mecía
al mover tus blandas huellas;
y del castaño cabello
la derramada madeja
toda entera te envolvía,
como el manto de una reina.
¡Ay! que para mí ese tiempo
ni para ti feliz era,
aunque sus horas fugaces
el alma de menos echa;
porque siempre lo pasado
con deseo se recuerda,
aunque triste y doloroso
como lo presente fuera.
Cierto que más infelices
somos hoy, cara Enriqueta,
dando el hado inexorable
a más años más miserias.
Yo, enferma la débil carne
y el alma aún más enferma,
arrastro una triste vida
que larga muerte semeja;
y entre tantas desventuras
no es la que menos me aqueja
el que hoy viviente cadáver
mis tristes ojos te vean.
Mas tu mal no sobrepuja
de tu espíritu las fuerzas,
a padecer enseñado
desde juventud tan tierna:
y cual roble a quien no abate
el furor de la tormenta,
cuanto más aquél se ensaña
crece más tu resistencia;
sin que arranquen tus dolores,
cuando más fieros arrecian,
ni una lágrima a tus ojos
ni a tus labios una queja.
A los más fuertes varones
tú, débil mujer enseñas
a sufrir, y de constancia
eres sublime maestra:
del propio mal olvidada,
ajenos malos consuelas;
y cuando oyes de los tuyos
los ayes y las querellas,
con relatos apacibles
con donaires los alegras,
y queja y llanto prohíbes
y regocijos ordenas:
siendo el último prodigio
de la humana fortaleza
que todos sientan tus males
y tú sola no los sientas.
Y yo aprender de tu ejemplo
tan alta virtud debiera,
mostrando menos al mundo
mis lágrimas y mis quejas,
y oponer a las desgracias
el broquel de la paciencia,
imitándote en sufrirlas,
pues te imito en padecerlas.


(1865)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)