A la señorita Justa García Robledo
Tu dulce voz, oh Justa, me convida
a levantar los ojos de la mente
a la segunda perdurable vida,
aspirando a ese gozo permanente
que no cansa jamás, ni mezcla alguna
se dolor o de mal en sí consiente.
¡Ay! desde que la pérfida fortuna
en flor cortó las ilusiones mías,
y la experiencia me dejó importuna;
desde que vivo tan amargos días,
hacer debí lo que hora me persuades
en los hermosos versos que me envías.
Quien del mundo probó las vanidades,
¿cómo un punto es posible que difiera
el abrazar del cielo las verdades?
El que del vano mundo aún algo espera
y, en mentidos placeres engañado,
su vanidad aun no conoce entera,
disculpa ése merece en algún grado,
pues al menos el triste vive ciego:
¡Cuánto es mi miserable estado!
Yo ni del mundo soy, ni a Dios me entrego;
y, aunque el mando me inspira un hondo hastío,
el alma no me abrasa santo fuego:
¡Ah! ¡qué nuevo infortunio es este mío,
que, tantos años ha, vivo suspenso
entre cielos y tierra, en el vacío!
¿Qué aguarda mi delirio, o en qué pienso?
¿Siempre habré de agitarme irresoluto?
¿Cuándo por fin me acojo a un Dios inmenso?
¡Si de tus persuasiones fuese fruto,
oh noble Justa, el acabar conmigo
el que siga lo eterno, y lo absoluto!
¡Si al alma enferma de tu triste amigo,
turbio océano que jamás reposa,
caos que lucha sin cesar consigo,
de tu alma dieras la quietud dichosa,
que el cielo desde el mundo te adelanta,
sin que la ofenda ni la turbe cosa!
Fervientes preces al señor levanta,
por que del borde del abismo ardiente
pío retire mi indecisa planta.
Rompe ¡oh mi Dios! esta rebelde frente,
Y estos mis ojos áridos convierte
En arroyos de llanto penitente.
Tal vez me acecha a traidora muerte,
y esgrime ya la inevitable espada:
¡perdido soy sin tu socorro fuerte!
Si fue mi juventud tan mancillada,
sea esta edad, acaso la postrera,
por tu inmensa piedad purificada,
y con la muerte de los justos muera.
(1864)