A los pies de Venus/Parte II/I
Vio Claudio a Enciso de las Casas casi igual a como era algunos años antes, cuando leía sus conferencias en el Ateneo de Madrid, ostentando en el lado izquierdo de su frac una colección de condecoraciones papales y casi todas las de los Imperios existentes entonces en Europa.
El ilustre diplomático sudamericano tenía ahora algunas canas en su barba rojiza, y el cráneo más desnudo, blanco y lustroso. Sus párpados estaban siempre un poco inflamados, lo que parecía obligarle, mientras hablaba, a cerrarlos y abrirlos con un tic nervioso. Instalado en Roma, después de ocho meses de vida errabunda, gustaba Borja de conversar con dicho personaje.
Creyendo conocerlo en su justo valor, dejaba sin eco las burlas de muchos que acudían a sus fiestas y tomaban asiento a su mesa, para ridiculizar luego su fervorosa actividad literaria. Guardaba, con las páginas sin cortar, todos los libros impresos en grueso papel que le había regalado Enciso, con pomposas dedicatorias, llamándole eminentísimo poeta. No le interesaba conocer por segunda vez particularidades del Renacimiento italiano leídas en su adolescencia; pero declaraba sinceramente a este diplomático gratuito, ansioso de honores, una excelente persona, amable, tolerante, con afición al estudio y gran respeto a la inteligencia ajena, condiciones que lo colocaban por encima de la mayor parte de sus amigos y parásitos, vulgares de gustos, cobardes ante la novedad, con un pensamiento rutinario.
Se retrato Enciso sin saberlo; al decir una vez a Borja que era capaz de ceder cuanto poseía en América y Europa: sus campos de caté, su refinería de azúcar, el palacio comprado en Roma, tal vez hasta su mujer y sus hijas, a cambio de haber sido cardenal en los siglos xv ó xvi, su época favorita.
Dicho palacio romano era un motivo de irónicas conmiseraciones para las personas envidiosas que asistían a sus banquetes. Hombre de negocios en su país, adivinaba Enciso que le habían robado varios nobles de Roma amigos suyos, y, especialmente, una princesa, gentes que le sirvieron de intermediarios en la compra del edificio; pero esto no amenguaba el orgullo de su posesión, creyéndolo palacio histórico por ser obra del sobrino de un Papa del siglo xiv, que los maldicientes suponían hijo ilegítimo.
Su interior lo había remozado hábilmente, pues el diplomático honorario mostraba cierto talento natural como ornamentista. De sus viajes por España había traído altares enteros. Las paredes desaparecían bajo tapices, columnas y frontones de madera tallada, con oros pálidos; gruesos angelotes policromos; santos cadavéricos; arquetas taraceadas de nácar sobre mesillas de diversos mármoles; bargueños de construcción moderna, con pistoletazos de perdigones o dé sal que imitaban la perforación de la carcoma; sillones fraileros de cordobán y clavos enormes; cuadros representando sanguinolentos martirios, paisajes versallescos o mitológicas desnudeces. Las Vírgenes sobre fondo de oro o los Cristos moribundos alternaban con Venus desnudas. Por algo Enciso pretendía ser un cardenal del Renacimiento reencarnado al otro lado del Atlántico.
Todas las piezas de la casa parecían salones de museo. No quedaba un palmo de pared limpio de adornos, y había que avanzar por los recovecos que formaban los muebles, excesivamente abundantes, casi aglomerados al azar de compras favorables. El comedor parecía revestido de escamas metálicas: tantos eran los platos dorados de Valencia y de Sevilla que ornaban sus muros. El gran salón recordaba al visitante los estudios de ciertos pintores románticos que hace medio siglo fabricaron enormes cuadros de Historia. El mismo amontonamiento híbrido de objetos vistosos e incoherentes. Hasta del techo pendían, como solemnes guiñapos, banderas agujereadas y polvorientas.
Exhibía con orgullo Enciso de las Casas su origen hispanoamericano, como si fuese la más alta e interesante de las noblezas. Únicamente la de los príncipes romanos podía compararse con la suya. Era de un hispanismo optimista, que halagaba a Claudio y al mismo tiempo le hacia sonreír.
Para este personaje, cuantos españoles marcharon en otros siglos a América fueron segundones de grandes casas, todos linajudos, todos muy caballeros y de valor heroico, lo mejor de la raza, y se abstenía modestamente de añadir que entre la selección aristocrática que pasó el Océano, los que llevaban sus dos apellidos eran los mejores Su fe en la sangre noble de los que colonizaron el Nuevo Mundo —como si nunca hubiesen ido allá bandidos, ni buena gente de origen modesto—le hacía considerar con ciega simpatía a todos los que llegaban hasta él procedentes de España. Cuanto más alto ponía a este país y más entusiásticas hipérboles dedicaba a su historia, mayor lustre creía dar a su propio origen y al nombre doblemente famoso, por la aristocracia y por la literatura, que iba a legar a sus hijas.
Apreciaba mucho a Claudio Borja, por ser español y por su apellido. Una de sus curiosidades era averiguar los grados de nobleza de cada uno de sus amigos, para lo cual se valía de varias obras de heráldica, colocadas preferentemente en su biblioteca y de consultas, pedidas por escrito, a los llamados Reyes de Armas residentes en Madrid, técnicos indiscutibles de lo que él titulaba «la ciencia del blasón».
—Usted es de una gran familia histórica—dijo a Claudio—. Pertenece a la nobleza en la que yo hubiese querido figurar de no bastarme la mía, herencia de hombres de espada que pasaron el Océano, o sea de los conquistadores. Procede usted de la aristocracia papal, i Gran familia la de los Borgias. Muchas veces siento la tentación de escribir un libro sobre ellos. Su tío don Baltasar me incitó a que lo hiciese, en su reciente visita; ¡pero son tantas las cosas que debo escribir antes!... Una familia que empieza a figurar en el mundo gracias a Calixto Tercero, el octogenario e incansable cruzado, y termina un siglo después dando un gran salto, el cuarto duque de Gandía, cortesano elegante que se hace jesuíta y acaba por ser San Francisco de Borja. Todos en ella se muestran ardorosos, enérgicos, de vigorosa personalidad. ¡César Borgia y San Francisco de Borja surgiendo de la misma estirpe en el transcurso de pocos decenios!... Unos Borjas fueros héroes; otros, santos; otros terribles pecadores, pero ninguno vulgar ni mediocre.
Y Enciso había terminado por decir un día, con el aire protector del maestro que da consejos:
—Amigo Claudio, usted que es joven, que empieza ahora su carrera y puede disponer de todo su tiempo, debía escribir algo sobre estos personajes tan calumniados o mal comprendidos.
Borja acogió fríamente dichas insinuaciones. ¡Escribir!... ¡Trabajar!...
Llevaba ocho meses de inacción, yendo de un lado a otro, con la inútil esperanza del enfermo que pasa de balneario en balneario sin encontrar reposo. Era dueño absoluto de su I persona, vivía solo, con austera libertad; mas ¿de qué serviría la libertad?...
Se había dirigido a Madrid al marcharse de la Costa Azul. Fue modo de una tuga, sin otra despedida que una breve carta.
La noche anterior había hablado con Rosaura tranquilamente. Los dos seguían viéndose; pero quedaba en su memoria el recuerdo de aquella conversación, frente al mar, en lo alto de la pendiente cubierta de flores, bajo la luz rosada del ocaso. Consideraban indudable la separación de que habían hablado; pero transcurrían los días sin que se realizase. Y de pronto, Claudio tomaba el tren, dejando en su vivienda una breve carta para que la llevasen a la villa de Rosaura.
Era una repetición inconsciente de lo que había hecho la argentina en Marsella un año antes.
Al llegar a Madrid, creyose libertado para siempre de lo que él llamaba «esclavitud con cadenas de oro». Se imaginó haber suprimido el tiempo al verse lo mismo que antes que se encontrasen los dos en Aviñón. Al final conseguiría borrar los últimos meses de su existencia.
Vivió en el mismo hotel, visitó a sus amigos antiguos, se mostró discretamente en los lugares donde se reunían estos compañeros de su juventud. Seguían batiéndose y envidiándose entre ellos, lo mismo que antes. Necesitaban verse todos los días, como si la vida les fuese imposible sin este contacto hostil. Otra vez, animados por su presencia, le pidieron dinero, tratándolo con la consideración y el menosprecio de que juzgaban merecedores a todos los ricos aficionados a las Letras.
Había escogido a Madrid como término de su fuga, creyendo encontrar en esta ciudad un ambiente refractario a sus melancolías; pero los recuerdos de aquella mujer fueron saliéndole al paso. Un día, en el barrio de Salamanca, vio un edificio habitado en otro tiempo por Bustamante. Personas desconocidas lo ocupaban ahora. Doña Nati había creído prudente levantar la casa imaginando que el alto cargo de su cuñado en Roma sería eterno.
Aquí había visto él por primera vez a Rosaura. Evocaba con todo el relieve de las cosas recientes aquella comida en honor de la viuda de Pineda, asi como el amoroso deslumbramiento que parecían sufrir los hombres y la envidiosa admiración de las señoras. Y procuró no pasar más por dicha calle.
Era prudente impedir una resurrección molesta del pasado.
Nuevas imágenes fueron emergiendo en su memoria, nunca recordadas cuando vivía al lado de ella.
Un año antes la había visto en su automóvil por el paseo de la Castellana. Días después, ante los escaparates de una tienda elegante de la carrera de San Jerónimo, se fijó en unos hombres que miraban al Interior, haciendo comentarios admirativos y salaces sobre una dama hermosísima que acababa de entrar, dejando su coche a la puerta. Era la hermosa viuda sudamericana, que no podía mostrarse en las calles sin excitar ávida curiosidad y carnales deseos.
«Esto pasará—se dijo Borja—. Mi fuga está todavía muy reciente. Aún no hace un mes que me separé de ella. Cuando trabaje de veras estos recuerdos se disolverán como humo.»
Y se dedicó a organizar su trabajo, lo mismo que si preparase un remedio. Alquiló una casa en las afueras de Madrid, llevando a ella libros y muebles que las andanzas de su vida le hacían hecho confiar a la custodia de varios amigos. Con repentino optimismo ideó la producción de varias obras literarias que llegarían a hacerse famosas. Indudablemente, su ruptura con Rosaura tenía algo de providencial. Iba a escribir en seguida la novela poemática del Papa Luna, contando sus aventuras pontificales de mar y tierra. Luego seguiría dedicándose al género novelesco, produciendo nuevas historias de la vida contemporánea.
Pensó un momento en escribir una novela sobre el tema de sus amores;
las voluptuosidades y las inquietudes de un Tannhauser moderno adormecido a los pies de Venus. Inmediatamente desistió de tal proyecto. Era destapar una herida propia, hundiendo en ella sus dedos, irritándola. Un poeta puede cantar sus dolores. La obra es rápida, un trabajo de horas, que no se prolonga más allá de la impresión momentánea. Al novelista sólo le es dado contar historias ajenas. Su trabajo exige muchos meses. ¡Imposible dedicarse día a día, en un plazo tan largo, a la evocación de penas propias ya casi olvidadas!... Es un suplicio superior a las fuerzas del hombre. Nada de su historia. Contaría las de los otros.
De pronto, esta energía productora se vino abajo, y su voluntad desfalleciente buscó excusas.
Había llegado el verano, iniciándose la desbandada de los habitantes de Madrid hacia las costas del Norte. Volvería a trabajar en los primeros meses del invierno. Ahora debía hacer lo mismo que los otros. Pero en vez de dirigirse hacia el mar Cantábrico, como los más, buscó el Mediterráneo, y fue a Valencia, por haber recibido una carta de don Baltasar Figueras.
Ya estaba el canónigo de regreso en su caserón-archivo, haciéndose lenguas de lo que llevaba visto en Roma, gracias al apoyo del embajador español y de aquel diplomático sudamericano, el señor Enciso de las Casas, que él apreciaba como uno de los personaje;, más importantes de la Ciudad Eterna, después del Papa, por su palacio comparable a un almacén de antigüedades, por su amistad con numerosos príncipes de la Iglesia que asistían a sus banquetes, por los libros que publicaba magníficamente impresos, de los cuales había dado algunos a Figueras edición especial destinada a los bibliófilos.
Recibió don Baltasar a su sobrino con admirable tranquilidad, como si la existencia del joven y la suya propia no significasen nada al lado de las obras de erudición que llevaba entre manos y los descubrimientos de arte retrospectivo que acababa de hacer en Roma.
No se enteró siquiera de lo que esperaba hacer Claudio al instalarse de nuevo en España. Tampoco le preguntó por la señora de Pineda, ni quiso averiguar los motivos de este cambio de residencia. Como si no lo hubiese visto en la Costa Azul; como si no hubiera almorzado dos veces en la villa de aquella dama.
Inmediatamente le habló con entusiasmo de las habitaciones del Vaticano llamadas Estancias de los Borgias preocupándose en especial del pavimento antiguo de dichas salas.
Sólo quedaban de él algunos fragmentos de ladrillos, guardados como reliquias artísticas. Había sido hecho indudablemente de azulejos de Manises, adornados con escudos heráldicos, en los que figuraba el toro rojo de los Borgias. Traía dibujos de ellos destinados a la ilustración de su próximo estudio sobre la azulejeria valenciana.
Y dejándose arrastrar por sus entusiasmos de erudito, enumeró las glorias de este arte, que Iniciaron los árabes en Valencia, y fue perfeccionado por los cristianos, hasta convertirse en la producción decorativa más importante de la España medieval.
—Los azulejos de Valencia—dijo—, así como sus platos y jarrones de reflejos dorados, los llevaban a todas partes los marinos de Mallorca, y por eso todavía guardan en el mundo el título de mayólicas. Los azulejeros establecidos en los pueblos de Manises y Paterna eran verdaderos maestros. En los documentos de la época se los designa siempre en latín, con el título honorífico de magíster operis terrae , y otras veces, cuando sólo fabrican azulejos en forma de ladrillos (en valenciano rajóles) se les da igualmente el título latino de rajolarius .
La fama de los azulejos de Valencia había llegado a Roma, y cardenales y papas encargaban las llamadas mayólicas para el adorno de sus nuevas construcciones, encontrándolas más alegres y atractivas a la vista que el mármol extraído de los monumentos ruinosos de la antigüedad.
—El primer Papa Borja, ocupado en combatir a los turcos, apenas construyó. Además, era un jurisconsulto. Alejandro Sexto, más artista, fue ensanchando el Vaticano y quiso adornar los salones papales con azulejos de Manises, encargando pisos enteros a los rajolarius de aquí, tal vez con arreglo a dibujos hechos por el Pinturicchio. Esto último es lo que me tacita averiguar,
A Claudio no le interesaban las preocupaciones del canónigo, y hasta miró a éste con cierta hostilidad. Excelente persona, pero sin razón. Viejo y además clérigo. Un egoísta que sólo i se preocupaba de sus magister operis terrae.
Ni una sola vez nombró a Rosaura.
¡Como si ignorase su existencia! Al pasar por la Costa Azul, en el viaje de regreso, su tren se habría deslizado a lo largo del jardín de ella, sin que se le ocurriese buscar con los ojos la villa lujosa donde había estado.
Deseó más noticias, e hizo preguntas intencionadas al canónigo para enterarse de cómo había sabido que él vivía ahora en Madrid, enviándole allá su carta.
—Me lo dijo el señor Bustamante antes que yo saliese de Roma—contestó con indiferencia don Baltasar, no dando importancia a sus palabras.
Así supo Claudio que don Arístides y su familia se habían enterado de su fuga de la Costa Azul, pocas semanas después- de realizarla. Esto le pareció asombroso. Luego se dio cuenta de la continua relación que existe entre el mundo invernal agrupado en torno a Niza y la sociedad diplomática y cosmopolita establecida en Roma. Siempre hay gente que circula entre ambos núcleos, transmitiendo noticias y murmuraciones. Esta especie de policía voluntarla había llevado la nueva de la desaparición del joven, último béguin de la rica viuda argentina.
Sólo estuvo en Valencia unos días. Volvió otra vez a Madrid, no queriendo seguir el vial e en ferrocarril hasta Barcelona, Peñíscola estaba en el camino. Además, saliendo de España por la estación de Port-Bou caería en Aviñón, y esto le pareció equivalente a volcar con un pie la colmena de sus recuerdos, que, como abejas irritadas le perseguirían en su fuga.
Permaneció una semana en San Sebastián, aburriéndose. Pasó a Biarritz, y el fastidio fue pisando sus huellas.
Al principio de su fuga había creído conveniente enviar a Rosaura algunas cartas y tarjetas postales con saludos cosieses, para hacerle saber dónde se hallaba. Ninguna respuesta. Tal silencio le pareció natural. Luego fue espaciando dichos recuerdos epistolares, y, finalmente, se abstuvo de ellos.
Durante el verano sintió repetidas veces la necesidad de escribirle de nuevo: pero ahora fueron cartas largas, con evocaciones melancólicas del pasado, apuntando su deseo de implorar perdón v reteniéndose en seguida por miedo a la humildad del mencionado gesto.
No envió ninguna de las cartas. Después de escritas durante la noche, las dejaba sobre una mesa para echarlas al correo a la mañana siguiente..., y lo primero que hacia al levantarse era romperlas.
«Mejor es así—pensaba—. No Intentemos reformar lo que ya está hecho. Debo mantener mi libertad.»
Y se preguntaba vanidosamente sí ella habría procedido lo mismo, escribiendo apasionados llamamientos para que volviese a su lado, y rompiéndolos horas después, bajo la rabiosa sugestión del orgullo.
A pesar de que Claudio se juró a sí mismo muchas veces que Rosaura empezaba a serle indiferente, y según transcurría el tiempo su imagen se iba esfumando un poco en su memoria, procuró averiguar dónde vivía.
Estando en París a principios del otoño, hizo preguntas a muchos conocidos suyos, pertenecientes a la sociedad cosmopolita que cambia ae domicilio a cada estación del año, según las exigencias de la moda. Todos acogían sus preguntas con un gesto igual: primero de asombro; luego, de duda.
—¿Madame Pineda?... Hace mucho tiempo que no la veo... Es cierto; nada se sabe de ella. ¿Dónde estará?
Los que presumían de mejor enterados daban noticias contradictorias. Afirmaron algunos haberla visto en Deauville durante el verano; otros, en Venecia. Uno hasta dijo que la había saludado en Biarritz; pero Claudio estaba allá en la misma época. En realidad, nadie sabía con certeza qué era de ella después del invierno anterior pasado en la Costa Azul.
Pensó Claudio que tal vez vivía en Londres, cerca de sus hijos. Las decepciones amorosas iban seguidas en esa mujer de un recrudecimiento del cariño maternal.
Sin saber cómo, al principio del invierno se vio Borja en Roma. El señor Bustamante le había escrito a París con tono de padre bondadoso, después de un año de frialdad epistolar; pero no fue esta carta ni el deseo de ver al solemne personaje lo que le impulsó a ir a dicha capital.
Cuando en su reflexiva soledad se preguntaba el motivo de tal viaje, atribuíalo a no existir en el presente momento ningún lugar de la Tierra que pudiese ejercer sobre él mayor atracción. Había vuelto a pensar en aquella novela suya cuyo protagonista era el Papa Luna, varón tenaz, empeñado en la conquista de Roma, y que nunca I llegó a pisar su suelo. \
«Yo iré por él—se dijo el joven—. Tal vez en esa ciudad, meta de todas sus ambiciones, vea yo al personaje bajo una nueva luz.»
Además, llevaba leídos los manuscritos y artículos de revista que don Baltasar le dio en Niza, apreciaciones sobre los Borgias y el Renacimiento italiano, que despertaron en su voluntad un vivo deseo de volver a visitar la metrópoli papal. Y se instaló en ella pensando que en Roma podría trabajar lo mismo que en Madrid.
Lo recibió como un hijo el ilustre Bustamante, en su palacio de la plaza de España. Toda su familia parecía haber pasado la existencia entera en este edificio destinado a los embajadores españoles acreditados cerca del Papa. Doña Nati se movía dentro de él como si estuviese en su casa paterna.
Nadie hizo alusión a la vida anterior de Claudio. Jamás surgió en sus conversaciones el nombre de la viuda de Pineda. Como si no la conociesen. Se adivinaba que era cosa convenida entre ellos no hablar ni aludir a lo pasado.
La cuñada del embajador fue la única que, en ciertos momentos, por una agresividad irresistible, mostró Intención de recordar a la dama sudamericana, tan aborrecida por ella en otros tiempos. Pero inmediatamente desistía de sus propósitos la viuda de Gamboa, aunque no estuviese presente su ilustre cuñado para llamarla a la prudencia con significativos carraspeos y movimientos de párpados. Estela, por su parte, sentíase tan contenta de ver a Claudio, que para conservar este gozo se abstuvo de preguntarle qué había hecho durante tan largo apartamiento.
Guiaba y mantenía el hombre ilustre la prudencia de su familia, dando ejemplo de discreción en sus conversaciones con Borja. Continuaba hablando, como siempre, de las grandes familias hispanoamericanas, todas amigas suyas; pero al mismo tiempo, con la pericia del piloto que presiente la cercanía de un peligro oculto, deslizaba su verbosidad entre tantas personas allegadas a la viuda de Pineda, sin nombrar nunca a ésta.
Su propia gloria era el tema ahora de la mayor parte de sus conversa-clones. Mostraba una melancolía de gran hombre, mal comprendido y peor remunerado, al quejarse de que su Gobierno no se daba cuenta de los inmensos servicios que estaba prestando en Roma. Casi todos los representantes diplomáticos de las repúblicas hispanoamericanas eran amigos suyos, y había pasado por Madrid para recibir los homenajes de la Fraternidad Hispanoamericana . Esto le permitía figurar a la cabeza de todos ellos, honor que no habían conseguido nunca, según don Arístides, los otros embajadores.
—Soy el cordón umbilical—dijo gravemente a Borja—que une a nuestras hijas de América con la Santa Sede. Todos sus ministros me buscan para que les sirva de intermediario. Habrás notado que esta casa se ve más frecuentada que nunca por la diplomacia de habla española.
Y acto seguido, como si hiciese una concesión, añadió con envidia e Ingratitud, sin darse cuenta de ello:
—Únicamente Enciso tiene tanta gente en su palacio. Tal vez tenga más, pues convida a todos los cardenales... Pero él es rico, y gracias a su dinero, que le permite dar banquetes casi a diario, puede creerse un gran diplomático y un verdadero escritor.
Don Arístides tenía que limitarse a darles, bajo la dirección económica de su cuñada.
—No hemos venido aquí a arruinarnos—decía agriamente la viuda de Gamboa—. Nuestro Gobierno da muy poco para gastos de representación. Con un té cada mes hay de sobra. Que vayan todas esas gentes a*-matar el hambre a casa de Enciso, divirtiendo su vanidad de fantasmón.
Estos comentarios no impedían que la terrible cuñada de Bustamante fuese la primera en halagar con visitas puntuales y exagerados elogios a la esposa de Enciso y sus numerosas hijas. Era el medio más seguro para que no se olvidasen de invitarla a sus banquetes.
Viose Claudio rodeado al poco tiempo de igual ambiente que dos años antes en Madrid. Todos lo consideraban como yerno futuro del embajador de España. Ni siquiera hacían alusiones verbales a su noviazgo con la hija. Era algo sobre lo que resultaban imposibles las dudas.
La tía de la joven le había vuelto a tratar como un sobrino futuro, reservando para él las avaras dulzuras de su carácter. Lo invitaba a que las acompañase, a ella y a Estela, en sus paseos por los alrededores de Roma, o en sus visitas a ciertos amigos comunes, disponiendo tales salidas hábilmente para que los dos novios pudiesen hablar a solas. Y Claudio se dejaba arrastrar por esta complicidad, encontrando un nuevo placer, pálido y discreto, en su trato con la joven.
Siempre, al iniciar la conversación con ella, resurgía en su memoria la imagen de Rosaura. Luego la olvidaba, influido por el encanto ingenuo y discreto de Estela. Seguía comparando mentalmente esta atracción con el perfume de la violeta silvestre. Además, llevaba muchos meses de aislamiento, y esta criatura modosita y tímida era una mujer, aunque ¡ tan distinta de la otra!...
De pronto, en una de aquellas inconsecuencias de su naturaleza caprichosa, sentíase cansado de Bustamante y su cuñada, así como de toda la tribu (era su palabra) de cardenales, príncipes italianos y diplomáticos de diversas procedencias que acudían como a un refectorio a la mesa de Enciso de las Casas.
El recuerdo de Estela embalsamaba su memoria discretamente. Era el único ser que no le infundía odio en tales momentos; pero le resultaba grato vivir sin verla, manteniéndose recluido varios días en -su casa.
Tenía alquilado un villino en las afueras de Roma, una construcción género artista, con pequeño jardín y estudio de pintor, propiedad de un joven yanqui aficionado a diversas artes que se mantenía a la puerta de todas ellas; situación casi igual a la suya en literatura. Se había ido a Nueva York por varios meses, y al conocerse ambos en París, en el salón de un amigo, el norteamericano le arrendaba a última hora su casa de Roma, incluyendo en tal cesión la servidumbre: un ayuda de cámara italiano y su mujer, que actuaba de cocinera.
Tendido en un profundo diván persa, con toldo de seda a rayas sostenido por lanzas, mueble el más importante del estudio, y entre pinturas que Claudio definía como ultramodernistas, dejaba correr su pensamiento a través del pasado.
Sentía la influencia espiritual de Roma, la presión de un ambiente que hace amar la antigüedad hasta a los seres de gustos más vulgares, con Inesperado romanticismo.
Entre los veinticinco siglos de vida de esta urbe, buscaba con predilección un período de cien anos marcado por los historiadores con el titulo de Renacimiento.
También él sentíase agitado por un deseo semejante al de Enciso, que lamentaba no haber sido cardenal en el siglo xv. Le daban envidia los príncipes y condottieri de la época de Segismundo Malatesta y César Borgia, haciendo la guerra entre baile y baile, organizando las fiestas del Carnaval ante ciudades sitiadas, confundiendo en su existencia, para apurarlos de un solo golpe, como el ebrio que bebe de un trago toda su botella, cuantos vicios ha podido inventar el hombre y cuantos placeres ideales guardan las artes.
Moviéndose en pequeños escenarios, eran, sin embargo, para Borja loa mayores hombres de acción que mencionaba la Historia. Todos morían jóvenes, como si, pasados los treinta años, no pudiendo ya reservarles la vida ninguna novedad, se marchasen de ella voluntariamente.
Hacía desfilar por su imaginación cuanto había oído a los eruditos sobre dicha época y lo que llevaba aprendido en incesantes lecturas.
Era un periodo de personajes hambrientos de gloria. Lo mismo los papas que los soberanos laicos, sólo pensaban en inmortalizar su nombre, y esto les permitía mirar a la muerte cara a cara.
El lujo resultaba mayor que nunca. Los florentinos, que habían llamado siempre vaqueros a los romanos, por ser su principal riqueza los rebaños salvajes de una campiña abundante en marismas, empezaban a reconocer que esta gente ruda rivalizaba con ellos en lujo y en placeres.
Venecia, Florencia y Nápoles eran de una riqueza considerable. Roma atraía el dinero de toda la Cristiandad. El juego causaba tantos estragos en las familias como el amor. Los novelistas a la moda extremaban los modelos que Boccaccio les había dejado en su cuentos, divirtiendo al público con relatos que ponían en ridículo el matrimonio y la familia. Empezaba el teatro en los alcázares de los soberanos italianos, y todas las comedias tenían por base anécdotas lascivas.
Pontífices y reyes se ocupaban igualmente en la organización de las fiestas del Carnaval, como si fuesen un asunto de Estado. Les convenía que el pueblo se entregara a desenfrenadas diversiones, creyéndose de este modo completamente libres. Había que fomentar la inmoralidad estrepitosa del populacho para que no diese oídos a los revolucionarios.
Respetables personajes tenían esclavas orientales en sus casas e iban, además, de visita a los palacios de las cortesanas célebres. Escritores famosos ensalzaban el vicio griego, llegando a decir el poeta Ariosto que todos los humanistas de su época habían incurrido en dicha aberración sexual. Algunos de ellos, para justificarse, alegaban el ejemplo de la antigüedad, recordando a Platón y a Sócrates como de los mismos gustos.
No eran menos inmorales la pintura y la escultura. Se permitían los artistas los más audaces atrevimientos dentro de las iglesias, retratando a los contemporáneos en las imágenes santas. Segismundo Malatesta levantaba un templo en Rímini a la gloria de su amante, la bella Isotta, que no sabía leer y escribir—cosa rara en aquella época, por ser las mujeres muy letradas y artistas—, y en el interior
Hacía colocar estatuas de los dioses olímpicos, figurando Venus desnuda cerca de la Virgen.
Justificaba la corrupción general el excesivo celo y el fanatismo desorientado del virtuoso Savonarola, quien incluía en idéntico anatema la liviandad y los esplendores del arte, como si fuesen pecados iguales.
En vano legislaban príncipes y pontífices contra el lujo de la época. Un vestido de una de las Sforzas hallábase de tal modo cubierto de perlas y bordados, que su valor se estimaba en cinco mil ducados de oro, cantidad equivalente a cincuenta mil dólares actuales. Los padres sólo podían casar a una de sus hijas, enviando las otras al convento. Una boda iba. acompañada de tan fastuosas ceremonias, que arruinaba a una familia.
La usura era la principal industria de muchas ciudades italianas. Los judíos, únicos que la ejercían al principio, veíanse suplantados por los cristianos, resultando éstos al fin más sin entrañas que los prestamistas israelitas. El interés de treinta por ciento era ordinario, llegando algunas veces al setenta u ochenta. Todos querían dinero para divertirse, tomándolo sin fijarse en las consecuencias.
Los que se dedicaban al placer habían hecho voto de morir jóvenes. Nunca se conoció mayor desprecio por la vida ajena. El que tenia un enemigo .lo asesinaba por sí mismo o valiéndose del auxilio de un mercenario Los grandes mantenían un alquimista de cámara para que les preparase nuevos venenos. La liviandad de esposas e hijas daba origen a terribles venganzas. En la Roma de entonces, raro era el amanecer que no se encontraban en las calles varios cadáveres; pero esto no impedía las arriesgadas aventuras de la noche siguiente. Además, según decían los humanistas, «los favoritos de los dioses deben morir jóvenes», y únicamente los burgueses, vulgares y tímidos, podían aspirar a una monótona vejez.
El humanismo, que parecía materialista, representaba en realidad una gran aspiración espiritual.
«Los hombres de estudio y los artistas—pensaba Borja—vivían postrados a los pies de Venus, divinidad despertada después de tantos siglos de sueno mortal, como las estatuas que iba desenterrando el arado en la campiña romana.»
Venus, ya no era solamente la diosa del amor; servia de símbolo a la belleza, a la razón, a la dulzura de vivir, evocadas por el Renacimiento.
Hasta el populacho sentía estos entusiasmos idealistas. Desenterraban los excavadores con sus picos un sarcófago de la antigua Roma, y dentro de él, una joven desnuda, blanca como el marfil, con la rubia cabellera semejante a los rayos del sol, conservada durante mil quinientos años por un liquido misterioso que llenaba su tumba.
Corrían las gentes a admirarla dándole en seguida un nombre. Era la hija de Cicerón. No podía ser otra. Cicerón presidía el Renacimiento, como el mago Virgilio la Edad Media.
Repartíase entre los poderosos el bálsamo protector de la hija de Cicerón para usos medicinales, y el cadáver de quince siglos, bello como la antigüedad clásica, se disgregaba a las cuarenta y ocho horas bajo la acción del aire y la luz, falto de su envoltura líquida. La blanca Venus había vuelto a la Tierra.
Veíase el cristianismo invadido por el paganismo. Los altos dignatarios de la Iglesia, bajo el Influjo de los humanistas, eran loa primeros en realzar la mezcla de las dos religiones, queriendo mostrarse así hombres de su tiempo con refinados gustos literarios.
Dios recibía el nombre de Júpiter, y el Cielo, el de Olimpo. Los santos eran llamados dioses; los ángeles, genios. Cristo, el sublime héroe, y María, resplandeciente ninfa. Las monjas se veían designadas con el nombre de vestales; los cardenales eran senadores; el infierno, el Tártaro, y Santo Tomás de Aquino, el apóstol de la Cristiandad. Y tal mezcolanza paganocristiana que iba expresando las cosas del catolicismo con un lenguaje gentílico, conseguía Implantarse en los pulpitos y las altas asambleas de la Iglesia, hablando los predicadores en la basílíca de San Pedro de María, madre de los dioses; de Cristo, dios del trueno; viéndose además, comparados los pontífices por sus aduladores, en italiano o en latín, con César o Augusto, Aristóteles o Platón, Cicerón o Virgilio.
Este amor a la antigüedad no había extinguido las supersticiones, siendo la astrología la más saliente de todas ellas. Hasta los pontífices creían en la influencia de los astros sobre los destinos del hombre, consultando a los versados en dicho estudio.
Únicamente Pío II, el escritor, y Alejandro VI, el segundo Papa Borgia, mantuviéronse al margen de tales engaños. Alejandro hasta se negaba a recompensar varias obras de astrología que le dedicaron sus autores. En cambio, su hijo, César Borgia, casi siempre Incrédulo, mostraba la misma superstición de todos los hombres de lucha que exponen frecuentemente su vida, y semejante a numerosos capitanes de la misma época, consultaba a los astrólogos antes de emprender una batalla o poner sitio a una ciudad. Papas célebres, como Sixto IV, Julio II, León X, y, todavía mas adelante, Paulo III, se dedicaban directamente a la astrología o escuchaban con gravedad los diagnósticos celestes de , los profesionales. Un médico y erudito como Pablo Toscanelli servía de astrólogo a los Medicis, no perdiendo su fe en dicha ciencia hasta los últimos años de su vida, cuando se vio arruinado, a pesar de que los planetas le habían prometido grandes riquezas.
Todas las soluciones Importantes de los soberanos y hasta los asuntos de su vida corriente, como, por ejemplo, la recepción de un embajador, un pequeño viaje, o el tomar una medicina, se determinaban consultando antes a las estrellas. Tal era la superstición sideral, que entre las gentes ricas nadie se atrevía a comer, a ponerse un vestido nuevo o a intentar cosa alguna sin estudiar los astros.
Claudio terminaba siempre sus reflexiones acordándose de los Borgias y de las calumnias que los contemporáneos enemigos de dicha familia habían hecho pesar sobre ella.
Era absurdo juzgarlos con el criterio de los tiempos modernos. Resultaba falto de toda equidad no tener en cuenta su época y el ambiente en que se desarrollaron sus existencias
«Si los salvajes que aún quedan en la Tierra—pensaba Borja—nos parecen repugnantes, es porque la barbarie de sus costumbres contrasta con -a civilización más o menos relativa a que hemos llegado. Pero todavía existen en nuestra vida actual excesos abusos e injusticias que los siglos futuros tendrán por execrables, mientras que a nosotros nos parecen una consecuencia forzosa del espíritu especial de nuestro tiempo. Para apreciar lo que fueron los Borgias hay que conocer los hombres y las costumbres de su época. Los devotos de ahora piensan con horror en Alejandro Sexto, Papa con hijos. Es porque en la actualidad el Papado vive como un simple poder espiritual, libre de las impurezas y tentaciones que traen consigo los gobiernos terrenales, y, además, vigilado y depurado por los enemigos que tiene enfrente, el anticlericalismo de los incrédulos y las numerosas Iglesias protestantes en que se fraccionó el cristianismo.»
Durante los siglos xv y xvi, el Papado era todo lo contrario. La Iglesia católica dominaba moralmente a los grandes estados de Europa, figurando al mismo tiempo como un Estado más, pues gobernaba políticamente a Roma y los territorios de la Santa Sede. El Papa era un soberano como los otros soberanos laicos, un rey electivo, lo mismo que los demás reyes. Y no resultaba Rodrigo de Borja el único Pontífice que tenía hijos y procuraba favorecerlos.
Casi todo el cardenalato de aquella época, del cual había de surgir el futuro Papa, estaba compuesto de ricos señores, acostumbrados a vivir con mas ostentación que los príncipes seglares, por ser mayores sus rentas.
Se dedicaban a la protección de las bellas artes, se fortalecían en la caza cuando no podían hacerlo en la guerra, tenían numerosas amantes durante su juventud, que les daban no menos herederos, y llamaban a éstos unas veces sobrinos, concediéndoles otras el título de hijos francamente, cuando sentían halagada su vanidad paternal por las condiciones de sus retoños, buenas o malas.