A los poetas de mi tierra
Por muchos soles, por mucha sucesión de lunas, han resonado nuestras voces en la sacra sella de Apolo, Nuestro Señor; el discorde concierto de las liras, de las arpas, de las trompas, de las guzlas ha volado, como bandada armónica de pájaros líricos, bajo nuestro divino cielo de impar belleza, a las cuatro direcciones del infinito. Mas, casi siempre, advirtiose en nuestro canto el eco velado de lejanas voces maestras y extrañas sugestiones guiaron los dedos que tan sabiamente despertaban esas amables músicas, sometidas a pautas ajenas.
¿Os acordáis? Eran las fastuosas fiestas de Versalles, las soirées de las palatinas elegancias, el Grand Trianon, bazar de las aristocracias extintas, las sonrisas de las marquesas Pompadours, los minuets y las gavotas ritmadas a un aire cortesano de Scarlatti o Couperin, los cabellos empolvados que copiaban las cornucopias de oro, las siluetas casi aéreas de exquisitas languideces que Watteau, Fragonard o Creuzo aprisionaron, con toda su vaporosa gracia, en telas admirables.
¿Os acordáis? Eran los boscajes de bellorita húmeda, en las tardes rosalinas, las desnudas rondas, los tibios muslos de Calixto, las siete cañas -oh, adorable Sirinx! del dios-sátiro, las armoniosas caderas de Hermafrodito, el rapto de las ninfas, la cuadriga radiosa del hijo de Hiperión, los venustos cuellos, los lirados brazos de ebúrnea morbidez, los galopantes centauros: toda la fábula amable del pueblo selecto; de la Hélade dulce de Palas Atenea, al Musageta y Afrodita.
¿Os acordáis? Era el Oriente de las ensoñaciones: las reinas impúdicas, temblorosas de febriles deseos bajo las túnicas consteladas de pedrería, los cuerpos reales macerados en perfumes, las balanceantes caravanas, los tetrarcas nutridos de crueles voluptuosidades, la humareda aromática de los pebeteros, las rizadas barbas de los tiarados príncipes de Assur y Nínive, de los rajás de las mil y una nochescas Indias, de los magnates de los fabulosos califatos. Y los remotos países del sol naciente: las niñas pálidas, de ojos oblicuos y pies increíbles, los cornígeros cascos de los samurais, las visiones de Ou-ta-ma-ro, las sugerentes figuras de O-ku-say, el cerezo florido de los parques minúsculos, rodeando las pagodas parecidas a tazas de porcelana en el misterio de la tierra legendaria que oyó a Confucio las prédicas vespertinas; las ondulosas espirales de humo de la buena droga que da la paz, la serenidad espiritual, la sabiduría.
Todo el Mito: en cortejo interminable del Ayer legendario; la teoría ingenua o espantable, trágica o sonriente de la Fábula.
Y fuimos, como niños deslumbrados, recogiendo en nuestras pupilas cándidas, de hombres sin pasado, las visiones del museo de las gracias difuntas, de los poderes dormidos en seculares sueños.
Y donde el Tiempo díjonos: ¡Adora! inclinamos piadosos las cervices. Y donde dijo: ¡Arrodíllate y reza! doblamos las rodillas. Venite adoremus, clamábamos, en el umbral de la Historia, a las sombras empalidecidas de los dioses difuntos. Y el pedestal de todos los ídolos, y las peanas de todos los iconos, supieron de nuestros ósculos.
Más, la voz áurea de los nuevos clarines anuncia, amigos, el santo advenimiento de todos los días. Heme de retorno del Archipiélago que recorrí en la trirreme del orfebre de Los trofeos; de retorno de la Hélade a que guiome el marmóreo Leconte; del país de los arrozales y los yamenes que visité con Téophile, «mago perfecto de las Letras»; de la Thulé brumosa, poblada de ligeras sombras de almas, a do fui en el yatch ligero del sibilino Stéphane de la Herodiade; del Versalles diciochesco del galante satanida, nuestro padre Verlaine...
Y tienen mis labios el sabor amargo de las heces de todos los vinos y el Hada Curiosidad ya no me sonríe tentadora; porque llevo el alma triste del fin de todas las fiestas carnales.
Pero hay, Hermanos, una divina ventura que tentar.
Os hablo en nombre del ancho azul que auspicia nuestros alados sueños; en nombre de nuestras selvas, donde florece el prodigio, y de nuestros bosques en continuo parto de maravillas; en nombre de nuestros ríos, que ciñen plateados anillos al dorso desigual del Colombino Continente; en nombre de las espesuras fragantes que respiran aromas tan intensos que son un placer doloroso para los sentidos exasperados; en nombre de los nidos musicales en que los pájaros se columpian tal un ramillete de trinos; en nombre del Cotopaxi, mirador de los Andes, y del Chimborazo, que sintió en la testa nívea el pie del sublime Simón, padre de Naciones; y del Pichincha, donde la espada fúlgida del héroe escribió, con la sangre de un efebo mártir, la última página de la Ilíada libertadora.
Nuestro pasado es Palenke, Utlatán, Imbaya y la antigua Quito. Bolívar supera mil veces al deiforme Aquiles; Sucre es más que el raptor de Helena; Calderón vale Ayax.
No es el Taigeto más bello que el monte patrio cuya elegancia gótica se yergue como un altar de la enorme Basílica de mármol níveo de los Andes; ni la vetusta pirámide de Cheops tiene mayor prestigio de belleza que el inmenso Cotopaxi, monstruoso diamante pulido en cono por un celeste artífice; ni eres -Oh, Ganges, estremecido por los avatares de las viejas razas de las oscuras teogonías- lo que nuestro armonioso río oriental, ese místico Amazonas que se encrespa sobre triclinio de oro, como el azteca emperador en su lecho flamígero.
Nuestros son las venusinas palomas, los cóndores de acerado pico y garra corva y el águila emblemática, golada de armiño, que asciende en ansias de abanicar el sol; nuestros los elásticos tigres de no menos gracia flexible que los que siguieron al carro de Baco, en su retorno de las Indias, en los mitológicos desfiles dionisíacos; y los esbeltos corceles de piel corruscante y alígero galope; y las mariposas, miniaturas del iris, con toda la gama cromática temblándoles en el peluche, espolvoreado de sol, o brillante de luna, de sus alitas frágiles.
Que el sol de América desvanezca, en una esfumación de incoloras nubes, los pálidos fantasmas del cortejo de los pretéritos siglos. Y sea el nuestro el idioma divina del eterno Dolor, del Amor eterno.
Y cantemos nuestros cielos, más pródigos de astros, más millonarios de constelaciones que los lejanos cielos nórdicos; nuestro sol, que es más sol que los empalidecidos astros de las islas de las heladas brumas; nuestros árboles -enormes liras que pulsa el Beethoven iracundo del huracán, el suspiroso Chopin del viento del crepúsculo, el susurrante Schumann de la brisa de la mañana. Cantemos -rapsodas y líridas- las hazañas de aquellos que fatigaron a las alas de la Victoria y para cuya grandeza es paupérrimo el bravo idioma de Castilla, este prócer idioma, sonoro como el rebote de las lanzas de los escudos broncíneos de los conquistadores.
Cantemos la faz rosada de nuestra Aurora y el rostro dulcísimo, velado por una tristeza innominable, de nuestro Crepúsculo; y el Mediodía en que el éter vibrante hace un halo de oro a cada cosa; y nuestra Noche, rubia reina que arrastra, por las salas del infinito, su larga túnica bordada de perlas y diamantes.
Cantemos las rutas desconocidas del Futuro; cantemos al Futuro, intacto vientre en que se incuban los brillantes destinos del porvenir.
Y bajo el azul baldaquino en que escriben los astros su pitagórico abecedario de signos luminosos, resuene la sonora orquesta, que canta la espléndida apoteosis de la Raza hija del sol, de los antiguos capitanes progenitores de la Libertad del Continente, de los artistas, de los profetas, de los mártires, de los conductores de pueblos y los cazadores de hombres: de Calderón, de Olmedo, de Rocafuerte, de Llona y de Montalvo.