A mi madre (3 Althaus)
¡Cuánto ya del destino me quejaba!
Y ¡ay triste! no sabía
¡que su saña crüel me condenaba
a ser más desdichado todavía!
Entre males sin cuento
sólo un bien me restaba, una ventura:
isla risueña, solitario puerto
en el inmenso mar de mi amargura:
fresco oasis de flores y verdura
de mi vida en el árido desierto:
y eras tú, madre mía,
tú, mi amor, mi esperanza, mi alegría.
¿Quién les quitó a mis ojos el semblante
que su vista más bella siempre ha sido?
¿Quién me ha robado aquella voz amante
que era música eterna de mi oído?
¿Quién mi cuello privó del tierno brazo
que lo tenía dulcemente preso?
¿Quién le quitó a mi frente tu regazo?
¿Quién a mi labio le robó tu beso?
Gima el labio doliente,
dóblese al suelo la marchita frente;
sólo se abra el oído
para oír de mis labios el gemido,
y en tan fieros enojos,
sólo para llorar se abran los ojos.
Aunque una larga eternidad viviera,
nunca el recuerdo en mí se borraría
de ese día fatal: rayó la aurora,
y murió la esperanza lisonjera
que engendró mejoría engañadora:
el que sueño tranquilo parecía
era el último ya: ¡cuán vanamente,
de rodillas en torno de tu lecho,
tus cuatro hijos, de dolor insanos,
con los nombres más dulces, a porfía,
te estuvimos llamando todo un día!
Tu cuerpo inmóvil, sin color tus labios,
sin luz tus ojos y tus manos yertas,
tan sólo en ti vivía
ese ronco estertor de tu agonía
que sonará en mi oído eternamente,
¡y que midió, como un reloj viviente,
las largas horas de ese eterno día!
Vino la noche al fin y su reposo
interrumpió de la fatal campana
el doble doloroso
que el fin anuncia de una vida humana.
A tus dolientes hijos,
arrancados por fuerza de tu lado,
Ese toque les dijo
que estaba su infortunio consumado;
con cuyo son concierta
el lúgubre gemido
que dio, al cerrarse, la pesada puerta:
un agudo alarido
sonó, de cuatro pechos exhalado,
y ciñó cuatro cuellos un abrazo:
y así abrazados a tu estancia fuimos
y nos precipitamos a tu lecho,
y en el ardiente mar de nuestros ojos
inundamos tus pálidos despojos;
y besamos con labio reverente
el pecho que era nuestro santo escudo,
las inmóviles manos, los hermosos
ojos cerrados ¡ay! eternamente,
¡y el frío labio para siempre mudo!
Y de nuevo arrancados a tu lecho,
en nuestra estancia solitaria, oscura,
pasar sentimos las eternas horas
midiendo nuestra eterna desventura:
y en la noche tercera,
sentimos ¡ay! que desfilando iba
delante a nuestra reja
la larga funeraria comitiva
que acompañaba tu ataúd al templo,
vibrando en nuestras almas desoladas
el compás de su marcha que se aleja
y el decreciente son de sus pisadas.
Y de dolor y de infortunio ejemplo,
desde entonces vivimos, habitando
esta mansión en donde ya no moras,
cual tristes avecillas que han perdido
las maternales alas protectoras
lloran sin tregua en el desierto nido.
¡Y tú entonces faltaste a nuestro llanto
y a la materna muerte, tú que ausente
en las riberas de la antigua Europa,
apurarás en breve largamente
de la amargura la colmada copa!
¿Cuál será tu dolor, oh Grimanesa,
al escuchar la nueva
que ya sus alas el Vapor te lleva?
¡Cuando confirmen a ti, oído incierto
la desventura horrible,
que a tu cariño pareció imposible,
cuando te digan que tu madre ha muerto!
¡Que ha muerto ¡ay cielo! antes que tú volvieras
a las patrias riberas,
cuando ya estaba tan cercano el plazo
en que verla tu amor se prometía
y darle al fin el suspirado abrazo,
tras tantos años de una ausencia impía!
¡Ah! tu congoja por la nuestra mido:
morir querrás: a todo acento humano,
desesperada, negarás oído;
y consolarte intentarán en vano,
en círculo amoroso,
tus dulces hijos y tu tierno esposo.
¿Por qué, por qué con adivino pecho
no aceleraste tu veloz partida?
¡Ah! ¡si el peligro adivinado hubieras
que amenazaba tan preciosa vida,
hallara entonces tu impaciencia lento
el vuelo audaz del carro de los mares,
y ansiaras las ligeras
alas de tu amoroso pensamiento
para volar a los maternos lares!
Y acaso el gozo de tornar a verte
a prolongar bastara la existencia
de aquella a quien tu ausencia
tal vez, tal vez aceleró la muerte:
pues, aunque a todos nos amaba tanto
la madre más amante que ha nacido,
tú fuiste el más querido
entre los frutos de su seno santo:
tú que fuiste para ella juntamente
hija, hermana y amiga y compañera,
de sus íntimas penas confidente.
Mas, aunque ya no viva, ven siquiera
a ver, oh Grimanesa, los lugares
que la miraron por la vez postrera,
de su vida testigos familiares,
y que su sombra idolatrada habita;
ven, dulce hermana, a que lloremos juntos
nuestra común desgracia; en la luctuosa
solitaria mansión de los difuntos,
ven a orar con nosotros en la losa
que sus despojos adorados sella:
cual sólo alivio a tu dolor profundo,
ven a que hablemos sin descanso de ella
y a ocupar nuestra vida en la memoria
de la que fue en el mundo
nuestro amor, nuestro orgullo y nuestra gloria.
(Mayo de 1870)