A mis queridos hermanos Agustín y Soledad

De Wikisource, la biblioteca libre.
​A mis queridos hermanos Agustín y Soledad​ de Jacinto de Salas y Quiroga


Tributo de amor fraternal
(Lima, julio de 1832)

 Tú vives, cara hermana, todavía,
 y el desgraciado huérfano que vaga
 por lejanas regiones, desconfía
 si hay quien lamente su fortuna aciaga.
 Respiras, Soledad, y la alegría
 ni un solo instante el corazón halaga.
 ¡Ay! Sí, vives, y me amas; mas los mares
 te impiden consolarme en mis pesares.

 ¡Quien sabe si entre tanto que mi pecho
 estos versos me inspira enternecido,
 tu mente no atraviesa el largo trecho
 que hay entre ti y el triste que has querido!
 Llegas, y el corazón que satisfecho
 no pudiera jamás haber vivido,
 ya no apetece nada, y tu dulzura
 para siempre me llena de ventura.
 
 Todo, todo es un sueño; cada día
 el sitio do padezco abandonando,
 vuela hasta ti mi loca fantasía,
 y te allego a mi pecho palpitando.
 ¡Dulce instante! Tú solo el alma mía
 sabes llenar. Mas, ¡ay!, que disipando
 tan dulce error, recuerda mi tristeza
 de mi mísera suerte la crudeza.

 En mi torno la vista tiendo en vano;
 llanto, penar amargo y desconsuelo
 circundan solo a tu infeliz hermano.
 Nadie siente mis males; denso velo
 oculta mi existencia a todo humano.
 Nadie mi voz conoce, y sólo al cielo
 y a ti, mi Soledad, en mi quebranto
 mostrar puedo mis penas y mi llanto.

 A veces cuando, en busca del reposo,
 dormir deseo y olvidar mis males,
 no puedo el pensamiento vagoroso
 detener un instante, y eternales
 son para mí las noches. Pavoroso
 veo y recorro sitios sepulcrales,
 y la sombra de un padre o de Teresa
 conmigo los recorre y atraviesa.

 O si en sueños acaso una hermosura
 a mi vista se ofrece, se apasiona
 mi pecho juvenil, y la amargura
 un instante siquiera me abandona.
 Pero ¡ay mi Soledad! ¡Cuán poco dura
 este placer facticio! Si ambiciona
 mi pecho ser amado, ni aun en sueño
 durar puede un querer tan halagüeño.

 Solo, solo por siempre... es la sentencia
 que contra mí el destino pronunciara.
 Hasta en la misma edad de la inocencia,
 en esa edad feliz, jamás hallara
 de un amigo a mi lado la presencia.
 ¡Cuán infelice soy! La suerte avara
 patria, amistad y padres me ha negado,
 dejándome en el mundo abandonado.

 En esta tierra extraña, de la muerte
 si el inhumano golpe me oprimiera,
 ¿Quién lastimara mi infelice suerte?
 ¿Quién, quién por mí una lágrima vertiera?
 ¡Ah Soledad, no puede enternecerte
 mi aislamiento fatal!... Mi hora postrera
 no causará el dolor de un tierno amigo,
 ni habrá quien padecer quiera conmigo.

 Yo moriré, y al punto sepultado
 quedará para siempre en el olvido
 un nombre que no fuera hoy ignorado
 si el destino me hubiese protegido.
 Nadie en el mundo, nadie apiadado
 al recordar mi nombre, enternecido
 dirá: yo fui su amigo, yo le amaba,
 y en su amargo penar le consolaba.

 Perdona, o Soledad; tanto tormento,
 tan largo padecer, y el horroroso
 porvenir que en mis raptos me presento,
 hasta injusto me han hecho. Soy dichoso,
 tú me amas, Soledad; ya nada siento
 más que placer y dicha. Tú el reposo
 vuelves al pecho mío. ¡Si te viera
 cuánto fuera mi suerte lisonjera!

 Pero ¿por qué no cesan mis pesares?
 ¿No voy a abandonar estas riberas
 para volver a ver los patrios lares?
 Sí, volverán las horas placenteras
 que en la orilla pasé del Manzanares.
 Sí, hermana; mas si un día sorprendieras
 mi rostro con el llanto humedecido...
 recuerda cuantas penas he sufrido.