A orillas del Macará

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​A orillas del Macará​ de Honorato Vázquez


Todos duermen, y en el campo
reina silenciosa calma,
y sólo a intervalos muge,
cuando del desierto avanza,
el viento, a estrellar su furia
en la sierra ecuatoriana;
sobrecogida, despierta
la selva, crujen las ramas
y, cual si sintieran miedo,
unas con otras se abrazan.


Insomne y meditabundo,
acodado a una ventana,
desde aquí miro undulante
la combatida montaña,
por los rayos de la luna
a intervalos alumbrada;
erguida en el horizonte,
tras cuyas sutiles gasas
las temblorosas estrellas
parecen gotas que bajan
en lluvia argéntea, a sumirse
en las selvas de mi patria.


Como un rebaño dormido
veo blanquear las casas
del Macará, y a un extremo
una lumbre brilla escasa,
cual la que el pastor enciende
junto al redil, y a las auras
deja, de la noche, aviven,
si va a extinguirse, la llama.


¡Ay! es la luz de la iglesia,
es del Sagrario la lámpara,
que alumbra allí unos misterios
que sólo presiente el alma.
Allí está el que, Rey de reyes,
hoy Pastor sólo se llama,
que doquier busca a los suyos,
y a quien los suyos reclaman;
y que, en vigilia constante,
y en espera que no acaba,
y en amor que no se mengua,
a la luz de pobre lámpara
en esa noche de olvido
que extendemos por sus aras,
solitario nos vigila,
olvidado nos aguarda.


Ya voy, Señor, a tu templo
a ofrendarte mi plegaria,
¡último templo, el más pobre
de mi tierra ecuatoriana!
Voy en nombre de mi madre,
en nombre de mis hermanas,
en nombre de mis verdugos,
y en nombre voy de mi Patria,
a orar allí en tu recinto,
antes que la luz del alba
el camino me señale
por extranjera comarca.


Mas, de este río interpuesto
los hombres me han hecho valla:
aquende extranjera tierra,
allende, cerca la Patria,
a la que es crimen me llegue
como fue crimen amarla...
¡Oh! ¿por qué debo rendirme
a esa usurpación nefaria
conque, viéndome indefenso,
mi libertad me arrebatan?


No; listo está mi caballo;
¡venga! Lanzado a las aguas,
al estímulo del hierro,
de entre la corriente rauda,
surgirá a la opuesta orilla
de mi tierra ecuatoriana...
¡Adelante!...


Entre las sombras
no sorprenderán mi marcha;
y... de improviso, una noche
fugitivo iré a mi casa,
correré desatentado
de mi madre hacia la estancia;
tal vez la encuentre en vigilia,
y, al pie de una cruz postrada,
por el hijo ausente orando
en lacrimosa plegaria...
Me desplomaré en sus brazos...
¡Supremo placer de mi alma!...
¡Ea!...


Mas, si hogar recobro,
no hallaré libre a mi Patria;
que, en torno, sólo se escuchan
los hierros que la remachan,
el chasquido del azote
que corroe sus espaldas,
y en su virginal mejilla
parricida bofetada...
¡Oh, no!... Perdón, madre mía,
llora de Dios en las aras,
llora mi ausencia; ¡me alejo
huérfano de ti y mi Patria!...


Y a Ti, Señor, que vigilas
en esa iglesia cercana,
a cuyas puertas me impiden
los hombres lleve mi planta,
desde aquí mi amor te envío,
mi amor ese río salva.
¡Libre soy para adorarte!
¡No hay fronteras para el alma!
Ayer te dejé mi ofrenda
de las penas cosechadas;
aunque es tan pobre mi duelo,
todo él lo dejo en tus aras;
¡que al pie de tu cruz ¡bien mío!
la ofrenda más aquilatan
las lágrimas que la riegan,
que el oro que las recama!


Rindo a tus sabios decretos
la rebeldía de mi alma,
campo que ya igual recibe,
así el rocío del alba
que en múltiple centelleo
el verde prado aljofara,
como el caluroso rayo
que, calcinando la grama,
deja la sedienta tierra
en hondas grietas surcada.
Sé que eres Padre: esta idea
para mi consuelo basta.
¡Pon tus ojos paternales
en mi madre y en mi Patria!


Ya la aurora colorea
tras las azules montañas,
¡adelante, peregrino!
¡Amplio desierto te aguarda!
Salvada ya la frontera,
nadie a tu honradez amaga,
nadie libertad te roba
ni da ley a tu palabra.
¡Adelante!... ¡Seré libre,
libre cual no fui en la patria,
libre, cual los huracanes
de estas solitarias pampas,
sin más ley, Dios, que la tuya,
y tu amor, madre de mi alma!...