Ir al contenido

A pie

De Wikisource, la biblioteca libre.


A pie

[editar]

¡Mes de Julio! Días cortos, noches largas, fríos sin piedad, heladas feroces y seguidas, que queman el pasto, hacen tiritar las ovejas, bajo su poncho de lana, y al gaucho, bajo su mantita de algodón. Si el frío aloja un poco, llueve, y después del agua, vuelve el Pampero, que con el cacheteo de sus alas mojadas en las lagunas, le hace lonjitas a uno la cara.

-«¡Pues, amigo! ¡Quisiera yo poder andar cruzando campo, aunque me hiele de filo, pero, estoy a pie!»

Grito de profunda desesperación, lamento de inconsolable tristeza. Estar a pie: no tener un mancarrón que ensillar, siquiera para ir a dar una vueltita a la pulpería, tomar una copa con los compañeros, conversar un rato. ¡Nada! « Estoy a pie».

Los caballos, flacos, con el pelo erizado, andan arrastrándose por allá cerca, buscando su miserable alimento en la loma pelada, en el cañadón anegado. Se les cruzan las patas, las costillas salientes parecen un colgadero donde se acaba de secar el cuero, el pescuezo, estirado, delgado, soporta a duras penas el peso de la cabeza, triste calavera, en la cual parece pronta a apagarse la poca luz que todavía vacila en los ojos apañados.

Apenas sí queda, para que el muchacho vaya a repuntar la majada, un pobre petizo viejo y bichoco que, desde muchos años, vivía jubilado.

-«¿Y cómo es que está tan a pie, don Serapio, con su buena tropilla?

-Hemos trabajado mucho, señor, este invierno por las estancias, en arreos y contramarcas, y las heladas han venido tan fuertes, tan seguidas, que los pobres mancarrones no se han podido reponer; por esto estoy a pie.»

¿Qué más recurso le queda al pobre Serapio, encerrado en el rancho, con la Pampa por delante, que tomar mate sobre mate, prender un cigarro del pucho que se acaba, rascar las cuerdas destempladas de la guitarra, y conversar, a ratos, con la compañera?

No hay viento tan malo que no sople bien para alguno; y la china, ella, no maldice tanto la flacura de los pingos, que tiene sujeto a su lado, por una temporada, al compañero algo intermitente, con quien va pasando la vida.

Cierto es que los caballos gordos ayudan a vivir, a ganar en los trabajos de lazo algunos pesitos y hasta algunas changas en los arreos; pero también ayudan a calaverear; a quedarse, las semanas, Dios sabe por donde, dándose corte, tanto que de los pesitos, pocos son los que, por casualidad, alcanzan a llegar al pobre hogar, donde tanta falta hacen para costear los vicios.

¡Mi reino por un caballo! Exclamaba el rey Ricardo. Recostado en la puerta del rancho, el mate en una mano, el cigarro en la otra, don Serapio contempla, abatido, el campo amarillento, y de buenas ganas, ya que no tiene reino, por un caballo daría el poncho o el sombrero...

¡Paciencia, hombre! Que ya viene la primavera; y, con ella, la abundancia, la gordura, la fuerza, la vida activa. ¡No se desespere! Los caballos ya están más alegres; relinchan a la madrina; el pelo se les va cayendo, y pronto vendrán a retozar, alegres y gordos, cerca del palenque, como pidiendo que los ensillen y capaces, en un descuido, de corcovear como potros.


.....


No siempre por flacura del caballo, queda tampoco uno a pie.

En el recado tendido, roncando entre las pajas, está durmiendo la siesta, don Serapio. La tirada de la mañana ha sido larga; va de chasque para el pueblito y descansa un rato, para dejar pasar la fuerza del sol y llegar a la tarde, con otro galopito. El zebruno está de cogote, y por tal que tome agua a su gusto, llegará fresco como una albaca. El amo lo desensilló, lo ató, haciendo, con el cabestro y la punta de una mata de paja, un nudo que ni el el mismo Mandiga podría deshacer, y, confiado, se durmió.

De repente, lo despierta sobresaltado, un bufido; el caballo, asustado, -por algún zorro o algún gato montés,- tira del cabestro, las orejas paradas, pegando brincos por todos lados, hasta que de un tirón enérgico, corta la paja y dispara. Casi, casi lo cazó de la puntita de la huasca, con la puntita de los dedos, el pobre paisano, pero, en realidad no alcanzó más que un porrazo..., en la puntita de la nariz.

¿Y ahora?

Después de un desahogo enérgico, dedicado, al parecer, por las palabras entrecortadas que silbaban como avispas, a la propia madre del interesado, porque así lo quiere la costumbre y por haber tenido un hijo tan chambón, al mancarrón trompeta ya la paja podrida, armó un cigarro, lo prendió, volvió a ponerse las botas, se sacudió el chiripá y empezó a mirar el horizonte.

El sol muy alto, todavía; serían las dos: un rancho, como a una legua de distancia; allá lejos, el caballo, yéndose todavía, pero ya al trotecito, para la querencia.

Después de un momento de rápida reflexión, don Serapio dobló con cuidado el recado, y alzándolo, se lo echó al hombro, pues en esta tremenda situación del hombre a pie en la Pampa, no sólo tiene que hacer uso de sus piernas, inhábiles para caminar, sino que lo tiene que hacer, en el piso desparejo y resbaladizo, llevándose la pesada carga que representa la montura.

Llevó, sudando y penando, el recado hasta unas pajas altas y tupidas, de penacho blanco, fáciles de conocer; allí lo depositó y se fue hasta el rancho, llevando solo las boleadoras en la cintura, la rienda y el rebenque. Tuvo la suerte de que le pudieron prestar un caballo bueno, ensillado, y se fue a campear al fugitivo.

Arrepentido, probablemente, quizás hambriento, el mancarrón, antes de seguir más adelante, se había entreverado con una manada; su amo lo encontró comiendo con toda tranquilidad, y lo pudo agarrar sin mayor trabajo.

Mucho cansancio, con todo, mucha demora, trabajo ingrato.

Pero no es esto nada; estar a pie en campo poblado. Allá, en la Pampa desierta, cubierta de brusquillas y de arbustos, sin horizonte, sin población, sin agua, sin recurso de ninguna clase, puede suceder también que, por una manea floja, por un cabestro cortado o un bozal roto, quede a pie el viajero.

Y en la desesperación de sentirse solo, en medio de la llanura sin eco, sin que ningún auxilio le pueda llegar más que por un milagro, ¿qué más le queda que hacer, sino volverse a tirar en el recado, y esperar el milagro... o la muerte?

«Son mis pies», dice el gaucho, al hablar de sus caballos. Y así mismo, los cuida tan mal, muchas veces, que cuando se queda a pie, bien lo tiene merecido.

Para no quedarse a pie de vez en cuando, para no tener que renegar con la suerte, encerrado contra su voluntad, en casa, sin poder salir; para no pasar rabietas en un pantano, con la volanta encajada, cortando tiros, quebrando la lanza, perdiendo la huasca del látigo, tirando el pito, el sombrero, la paciencia, sin poder arrancar, lo mejor, no hay duda, es dar de comer a los caballos, remedio sin rival, que, recién hace poco, se va vulgarizando en la Pampa... y también, tomar el tren; pero con él, no se puede enlazar novillos.

A pesar de lo cual, don Serapio, sentado en la orilla del terraplén, con el cabestro del mancarrón recuperado en la mano, no pudo menos que exclamar entusiasmado, al ver pasar la locomotora, y como celebrando la abolición del Purgatorio:

«¡Con ese pingo, amigo! ¿Quién se queda a pie?»