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A prueba/Capítulo 6

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Capítulo 6

Había quedado como un dichoso que realiza enteramente su ideal, como un hombre que en el descanso ya logrado del ensueño, no tiene por qué de nada preocuparse; y sólo mucho después, al acostarse para adormir sus venturas en la cama de la fonda, cayó en la cuenta de que su partida de la quinta, debió dejar en grandes confusiones a Carlota y Josefina.

Efectivamente, ellas atribuirían la inexplicable fuga a la desilusión... ¡qué atrocidad! por la estatua que había visto.

Supuso llorando a Josefina; supuso consternada a la mamá; y el contraste de tal pena con la dicha sin límite y sin fin que él disfrutaba, le hizo levantarse.

Se vistió una bata, por hábitos de consideración a sí mismo, y fue a la mesa escritorio. Ansiaba tranquilizarlas.

Y escribió, en un papel de holanda elegantísimo que tenía en metálicos colores el escudo de su casa:


«Amiga Carlota: ¡gracias, mil gracias! ¡soy feliz... La estatua llena mi aspiración en absoluto. Mañana, cuando vaya a verlas, fijaremos la pronta fecha de la boda. ¿Me convidan a almorzar?
Salude con mi corazón a Josefina.
¡Gracias! ¡Gracias, Carlota!
Luis Augusto».


Puso el sobre. Llamó en la sonería. Godfrin encargaríase de llevar la fausta nueva sin pérdida de tiempo.

Sino que desde la chimenea llegáronle las doce campanadas de un reloj, y tuvo que pensar que ni Godfrin encontraría un barco, ni las damas abriríanle la quinta a media noche.

-Nada, Godfrin, vete! -díjole al sirviente. -Mañana será cuando lleves esta carta a su destino. En cuanto apunte el día, ven y despiértame.

Volvió a acostarse, y no le dejaba dormir la inquietud por las dos pobres mujeres de candor y de inocencia y de dócil complacencia.

Hasta las dos, en lo obscuro de la estancia, no cesó de representárselas unidas, abrazadas, llorando, procurándole a la hija la madre sus consuelos. Le dolía que, al menos esta noche, tuviéranle por desconsiderado, hasta el extremo de haber partido de junto a ellas sin siquiera despedirse. La carta, debió escribírsela y dejársela a Carlota en la quinta, antes de partir.

Pero, en fin... ¡cuánto se les iba a cambiar la impresión al día siguiente!

Desde las dos a las tres, más tranquilo al considerar el menos tiempo que íbalas quedando de dolor, tornó a la roja visión de aquella estatua.

Y desde las tres, por último, en esa hora intensamente sensual que para los insomnes suele ser la última de la noche, Luis Augusto fingióse la ilusión de que la bella estatua descendía del pedestal para llegar hasta sus brazos...

¡Oh, en el lecho, su virgen! ¡Su divina! ¡Josefina!

¿Cómo sería de fogosa en la pasión?

¡Terrible! -ciertamente.

Imaginábala gritando, suspirando, sollozando..., sofocada, con una angustia de emoción suprema del amor, cual debía corresponder en perfección de nervios a la impecable perfección de su figura.

¡Terrible, sí, terrible!... Máquina perfecta de humanidad de maravilla, el -gozo en ella debía llegar a la infinita sutileza, a la infinita perfección...; y así había visto el corresponder la función de ligera y suelta marcha a la mecánica perfección de su automóvil.

No obstante, de improviso, una duda, envuelta en evocaciones y recuerdos, le aturdió: «¿Podía afirmarse que en el ser humano existiese esta completa relación entre la función y el mecanismo?»... La lógica, teóricamente, decía que sí; pero la realidad y la experiencia (¡a él, que tenía tanta en amores!) decíanle lo contrario.

Se acordó de Clara, de Justa, de Marieta; se acordó de Juana la Churrera y de Rita Delaunay; se acordó de sus queridas de más tiempo, Libia y Araceli...; guapas, todas guapas; casi dignas las dos últimas de servirle a un escultor, y no por eso más sensibles que si fuesen de cauchú o de badana. En cambio, no podía negar que otras menos lindas, chatas generalmente, y con un no sé supiese qué de recóndito en los ojos, llegaban en la pasión a verdaderas tempestades.

¡Luego...

No, no quería extraer la conclusión, por miedo a ver otra vez envuelta en duda a Josefina.

Al revés, empeñóse en recordar a otras mujeres que, siendo muy bonitas, eran al mismo tiempo muy ardientes. Ejemplos netos de su historia, Dulce Ruiz y Álvara Rendón, Inesita la Utrereña, Lucy Worm, de las de Londres, y la Picatoste, la Sobrenatural y la marquesa aquella de Aix-les-Bains.

De todas suertes, seguía la indecisión. De sus recuerdos, sólo se inferiría la consecuencia de que las feas o las bonitas pueden lo mismo ser que no ser grandes amorosas, según el temperamento, y sin que ello tenga que ver con la beldad.

¡Ah, por Dios! ¡Y qué desagradable encontrar entre los brazos la fría estatua de una linda, la yerta carne de una preciosísima mujer que no comparte ni un momento la ilusión y el entusiasmo!

Hembras que se daban sin saber por qué ni para qué, por hábito, por trivial e insustancial coquetería, por hacer lo que todas las demás...; y tan absurdas, algunas, que llegaban hasta blasonar de su impasibilidad total como de un mérito.

¡Por Dios! ¡Por Dios!

El alba vino a sorprender a Luis Augusto con las cejas fruncidas y con esta consideración indescifrable delante de las cejas:

«Fuese horrendo que hubiera de reservarme Josefina la más imperturbable frialdad de la pasión, en la estatua más perfecta!»...

Sonaron tinos golpes.

-¿Quién?

-Soy yo, señor Godfrin. ¿Llevo la carta?... Ya amanece.

«Sería horrendo, horrendo!» -insintíase el diletante del amor; y sus manos, en ímpetu de ira, rompieron la carta que yacía bajo la almohada.

-Entra, Godfrin, y espérate -le ordenó al criado. -Acércame tinta y papel!

Otra idea de salvación se le había ocurrido de repente.


«Amiga Carlota -escribió, apoyando en las rodillas la carpeta-: su hija, mi adorable y adorada Josefina, es de una belleza que nadie nunca supiese debidamente ponderar. Iré a verlas esta tarde. Quiero hablar con usted, sin embargo, todavía, de algo de infinita y nueva trascendencia.-
Su affmo.
Luis Augusto.»


-Toma, Godfrin. Para la quinta del Tajo. Pero acuéstate si quieres. No importa que no lleves esa carta hasta las diez.

Y al tiempo que el buen alemán sonreía, saliendo con la caricia del sueño a que aún podía entregarse, su amo, tranquillo por la decisión que acababa de tomar, se envolvió en las sábanas y se dispuso a dormir hasta las doce.