Quedaréme imaginando
a solas, sin mí y conmigo,
el dudoso fin que sigo,
y la obligación que tiene
quien a hacer discursos viene
en la opinión de un amigo.
Yo de don Lope lo soy
tanto, que no ha celebrado
amigo más obligado
la antigüedad hasta hoy.
Huésped en su casa estoy,
su hacienda gasto, y es mía,
su vida y su alma me fia:
pues ¿cómo, ¡cielos!, podré
ser ingrato a tanta fe,
amistad y cortesía?
¿Podré yo ver y callar
que su limpio honor padezca,
sin que mi vida le ofrezca
para ayudarle a vengar?
¿Podré yo ver murmurar
que este castellano adore
a Leonor, que la enamore,
y le dé lugar Leonor,
y padeciendo su honor,
yo lo sepa y él lo ignore?
No podré; pues si él quedara
satisfecho, siendo mía
la venganza, en este día
al castellano matara.
A él sin él yo le vengara,
prudente, advertido y sabio;
mas de la intención del labio
satisfacción no se alcanza,
si el brazo de la venganza
no es del cuerpo del agravio.
Yo a don Lope le diré
clara y descubiertamente
que no hable al rey ni se ausente.
Mas si me dice por qué,
¿cómo le responderé
la causa? Duda mayor
es ésta; que al que el valor
eterno honor le previene,
quien dice que no le tiene
es quien le quita el honor.
¿Qué debe hacer un amigo
en tal caso, pues entiendo
que si le callo, le ofendo
y le ofendo si lo digo,
oféndole si castigo
su agravio? Yo fui su espejo:
¿por qué bien no le aconsejo?-
Mas él mismo viene allí.
No ha de quejarse de mí.
Él me ha de dar consejo.
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