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A solas con mi demonio

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A solas con mi demonio
de Joaquín V. González


Nadie es en este mundo como parece, ni nadie hace la menor fuerza por parecer lo que es. ¿En dónde está la razón de todo esto? Se pierde en la oscuridad de los tiempos y de la filosofía. Pero, es el caso, la humanidad, sin saber precisamente cuándo ni cómo, inventa de pronto unas cosas como para creer que se propone ser como es. Verbigracia, ha inventado el carnaval, espacio muy corto en cada año, durante el cual se apresura a ejecutar todo lo que está vedado, lo que se ha prohibido ella misma por sus códigos convencionales llamados costumbres, moralidad, buen tono, corrección...

La fiesta, sea cual fuere su origen, - cada pueblo le da el suyo -, se ha impuesto, ha echado raíces profundas en toda la tierra civilizada y aun filósofos hubo que las han encontrado también en la misma naturaleza humana. Y las tiene, y así, bien metidas en su organismo.

No se puede vivir siempre haciendo la misma cosa, siguiendo la misma línea de conducta, pensando y obrando lo mismo los trescientos sesenta y cinco días y minutos del año, de todos los años; esa monotonía repugna a la constitución del ser racional; porque hay en él un principio de libertad que nunca se sujeta ni se domina del todo; es como ciertas materias que siempre tienen un residuo insoluble, el cual se aglomera en el fondo del vaso para el tormentos de analistas, o se volatiliza por los poros de la retorta o se escapa de las manos.

Raciocinemos, pues, o divaguemos, que en cierto modo viene a ser una misma operación mental. He dicho que la libertad es un principio esencial, coexistente con la organización humana. Pero es un principio malo, muy malo; esto lo ha descubierto el hombre mismo, a juzgar por todo lo que ha hecho para suprimirlo, ya en forma de formas de gobierno, ya de cultura codificada, ya, en fin, de moralidades más o menos religiosas. Y ésa es una prueba de que la libertad es una cosa mala. No sé cuántos siglos llevamos vividos, pero sí sé que todos ellos se han empleado en perseguir eso que se llama libertad. A veces el mal principio, le llamaremos así, ha crecido, ha crecido tanto, que los pueblos no han podido menos que hacerse sus instrumentos, y fingiendo un santo ardor por eso, llamado entonces la causa de la libertad, han parecido heroicos, sublime y han levantado cadalsos para... los otros, los que no sentían ese mismo fuego sagrado; han cortado la cabeza a unos cuantos reyes; del pueblo mismo, no se diga, - porque pueblo quiere decir en lenguaje de... este día, es decir, pronunciado con antifaz, para que lo crean mentira - ; una fuente de agua roja llamada vulgarmente sangre, para regar los campos, las calles y los palacios, cuando se enojan los gobiernos con los que no los quieren, o cuando éstos se enojan porque los otros se demoran mucho en el poder; también se da ese nombre a la colectividad de los que pagan por hacerse ricos; otros llamados comúnmente administradores de la cosa pública, es decir, del pueblo, - lo repito porque es lo más frecuentemente olvidado - ; esto, llamado así, ocupa el nivel común de las cosas, es la base de todo, base, entiéndase bien, porque sirve para poner sobre sus espaldas todo, porque es una cosa muy dura u resistente. Así es también sensible a veces, como si tuviera un alma sola y grande. Hay palabras que lo conmueven y lo levantan en masa, y entonces, ¡Dios nos libre!, mejor dicho, ¡libre Dios a los enemigos de la patria...!

Largué la palabra. No la quería nombrar, por dos razones: 1ª Porque tiene su sentido religioso, sagrado, impropio de un día de Carnaval; y 2ª, porque ya no es de moda en el estilo, ni en la literatura, ni en la sociedad, ni en nada de lo moderno y de la cultura alcanzada... Por ejemplo, si un orador dice patria en un discurso, - ¡bah! Lo dijo para ver si arrancaba un aplauso; si lo dice un escritor, ¡qué! Pobreza de vocabulario, decadencia, reblandecimiento, vulgaridad; si lo dice un gobernante, ¡afuera! Ya se conoce la pícara intención de cubrir con la palabrilla ésa alguna bribonada; en sociedad, ¡oh! En sociedad es otra cosa, ¿quién se atrevería a hablar de eso, de patria, nada menos, allí donde la moda es el todo? Daría lo mismo hablar del tiempo, de la lluvia, del polvo, de las cocineras exigentes y de lo difícil que es hallar mucamas en estos tiempos... Eso estaba muy bueno allá en los tiempos viejos, cuando había guerras probables o guerras pasadas hace poco, cuando vivían aún los que cruzaron los Andes y vencieron en Maipú, en Junín, en Ituzaingó; en fin ¡los pobres!... al cabo algo hicieron en bien de la nación, y aunque más no fuese que por respetar sus heridas, había de hablarse en los salones de sus recuerdos gloriosos, como obra de buena educación, así como quien las da un momento agradable.

Pero hoy, ¿qué tenemos que hacer con guerras, ni con pasar los Andes, ni con San Martín y toda la lista militar del tiempo de la Independencia, como decimos para designar una cosa pasada de moda? ¡Claro! Como que en el tiempo de la Independencia, no usaban los hombres a la moda todas las monerías inventadas hoy por la ciencia y el arte de la hermosura; como que en ese tiempo la peineta grande, los largos bucles, la crinolina y el pañolón, corrían pareja para lo que era hacer ridícula a una señora; y en fin, porque así fue, y ¡qué le vamos a hacer, el progreso obliga!...

¡Los salones de la independencia!, es decir, los estrados hechos de adobe y cubiertos por alfombras pintarrajeadas y tapizados los pavimentos con ordinaria jerga, debían ser para morirse de tedio y bostezar a toda mandíbula; ni un solo bronce barbedien, arrogante, espléndido, macizo, así como regalo de empresario; ni un triste bibelot (diré chuchería artística, o cosa así porque esos terminachos franceses, me hacen poner colorado), de ellos que embellecen las radiantes salas de hoy, y dan ocupación ociosa a la bella castellana; en fin, nada de todo ese maravilloso conjunto de esplendideces, comodidades y llámenle ustedes, necesidades, inventadas hoy para dicha, solaz y gloria de la brillante sociedad moderna. ¡Y hemos de hablar de cosas viejas y pasadas de moda!


Por eso yo me quise poner también mi careta; y para ponérmela, se me ocurrió que ella representase lo que soy, es decir, la verdad de lo que soy. Y aquí fueron los trabajos, porque cuando mentalmente me pregunté: -"Pues, ¿y qué soy" - quedé sumido en la oscuridad más negra en que jamás me he visto envuelto. Cerré los ojos para no ver el nosce te ipsum, que, ya sabía se me iba a aparecer en la pared; mientras mi pensamiento se paseaba por todas las entretelas de mi solitaria personalidad, me veía yo, no sé donde, retratado de todas maneras, y cada retrato, conservando la misma fisonomía, era, sin embargo, distinto; y así, pasaban, pasaban vertiginosamente, a medida que mi diablo íntimo se andaba por ahí, buscando mi propia definición, hasta que, cansado sin duda de inquirir en vano, de profundizar sin éxito, se vino desesperado y de mal humor, a decirme: - "Señor, no te encuentro en ninguna parte dentro de ti mismo, y creo más acertado salir a buscarte afuera. Tal vez en los demás hombres, por comparación, por compulsa minuciosa, por cotejo prolijo, pudiera pescar los elementos de un retrato verdadero, y entonces tu careta estaría hecha" --. "Pues, vete, le dije, necesito a toda costa una careta, pero en cuyas facciones me vea yo mismo; es un capricho".

Y el diablillo se salió de mi, para observar atentamente a todos los que pasaban, haciendo número, más o menos visible, en ese corzo cotidiano de los días vulgares, precisamente los más propios para ver disfraces curiosos, raros, llamativos, y para estudiar las diferentes deformidades que en los hombres se manifiestan al rodar por el mundo rozándose unos con otros.

De pronto sentí una carcajada en triple, sonándome en el oído como canto de un mosquito filarmónico que hiciese escalas cromáticas.- era mi demonio, que sentado como el Diablo Cojuelo de Guevara y Timoneda, en la cúspide de una copa de mármol de una casa rica, veía sin duda algún espectáculo provocador de la risa, y de ella el travieso se retorcía en verdaderas convulsiones mirando eso que yo no podía ver.

— Aquí se representa, -- me cantó al oído - una comedia que llaman la comedia del poder. Hay muchísimos personajes de todos los aspectos y de todas las condiciones. Todos se atropellan por llegar donde está sentado un hombre tieso, silencioso, afectando un aire de rey con bastón e insignias de dignidad: llegan a sus pies, se inclinan, le besan no sé qué, -- no alcanzo a ver bien - y luego se retiran como si hubiesen tomado gracia. ¡Qué mundo de gente el que entra, se inclina y luego sale! No se acaba nunca, y es tanta la apretura, que empiezan a disgustarse y ofrecerse los puños cerrados. Algunos hay que dan unos saltos mortales por encima de las cabezas y caen allí cerca con gran asombro del hombre aquél, derecho como ídolo de cortejo religioso; los otros le gritan: ¡Afuera el payaso, el maromero, escapado del circo! Pero él tal tiene unas fuerzas! Y la emprende a mojicones con todos y en breve se queda solo con el del poder, quien no tiene más remedio que valerse de él para todas sus necesidades.

Luego vienen unos grupos a pedirle justicia, porque dicen que allá en sus tierras los roban, los hostilizan y los matan sus lugartenientes, y que allí no hay ni sombra de libertad, ni de derecho, ni de nada; y el que hablaba por el grupo dijo entre otras cosas muy entretenidas, que allá tenían constitución y autonomía, e independencia para gobernar a sí mismos, pero desde hacía muchas décadas un solo hombre, una sola familia se lo gozaba todo y se lo tenían todo para sí, y por tanto venían a pedirle, como sumo imperante, que volviese todo aquello a su quicio. El ídolo oía, oía, y movía las pupilas de un lado a otro como esos grandes muñecos de la vidrieras de enfrente, y parecía no entender una palabra; pero el que estaba al lado, tomándola por cuenta del otro, contestó la embajada diciendo que los tiempos eran de regeneración y de justicia, que ya no sería como antes y que se fuesen a dar a sus pueblos la buena nueva del reparador castigo, que para ello estaba allí los ejércitos. Los hombres se retiran entre creyentes y desconfiados, porque en las pupilas inmóviles del ídolo no veían nada... nada.

— ¿Quienes son esos hombres?

— Estos son los políticos, -- los que gobiernan y los que aspiran a gobernar.

— ¿Y el pueblo? ¿No se le ve por ahí?

— Pueblo debe ser una muchedumbre haraposa, agobiada y gruñona que diviso allá afuera, hablando bajo como si tuviese miedo de que le oigan. Parece que traman algo serio. ¿Ves?; ya los dispersan, les pegan y los arrastran con cadenas a una sala oscura. ¡Pobrecitos! La casa ha quedado en silencia y sólo se ven entrar hombres bien vestidos, haciendo cortesías muy reverentes, que el ídolo contesta con unas sonrisas muy dulces. ¿Por qué no vienes? Ya veo que a los que así entran les dan muchas cosas y salen riéndose como si triunfaran de una gran intriga palaciega.

— No hijo: yo no sirvo para político; veo que no es ése el disfraz que me conviene, porque he oído decir que en esa materia es muy difícil encontrar una máscara representativa de la buena fe y del patriotismo. Déjalos divertirse ellos solos: nosotros iremos a curiosear por otros espectáculos... ve, pues, a buscar mi máscara; a toda costa necesito disfrazarme hoy, día de carnaval, de travesura y de entretenimiento. ¡Pst! Oye; te diré, que si ves por ahí mezclados a esos hombres de la comedia política, no pares mientes en ellos; mira que en este país nadie se da cuenta de lo que significa estas palabras, ni el gobierno, ni ideales grandes, ni... en fin, no quiero tener ese mal rato. Vete.

Y abriendo sus alitas de mariposa salió volando hacia otra parte. Posose sobre un techo de vidrio, debajo del cual se veían grandes luces. Era un salón riquísimo donde muchos hombres hacían un espectáculo tanto o más interesante que el otro. Era una pantomima con alguno que otro vocablo entre medio. Era la comedia del honor. El diablillo se puso a mirar aquello con tamaños ojos abiertos, sin comprender al principio lo que veía; pero las pantomimas, mal que bien, se entienden siempre, y he aquí lo que debajo del iluminado techo sucedía.

Señores de luciente frac y apuesta servidumbre recibían allí los honores de la grandeza, de la parte de una multitud de zánganos, de los que abundan alrededor de los ricos, y les hacían hondas reverencias y les limpiaban los botines y les acomodaban las sillas, y les abrían paso formándose en hileras para bañarlos en el torrente de sus ¿frases lisonjeras. El diablillo diminuto lo sabe todo y ya me dijo que esos señorones habían sido los que en lenguaje social se llaman hombres hábiles, inteligentes, de esos que en el poder no pierden el tiempo, y haciendo bien a la patria, sacan talegas y más talegas, con las cuales se erigen palacios y cierran las bocas a los émulos delatores. ¡Y era verdad todo eso! Mi demonio me miente, sin duda, porque no he de creer jamás que los llamados ladrones por el diccionario (yo creo en el diccionario porque soy un inocente), sean los que reciban honores, cuando he visto muchos de los llamados hombres de bien, pobres, trabajosos y llenos de fatigas, arrastrar la maldición social, porque cuando la envidia, la avaricia rabiosa e impotente les acusaron de... aquellos mismo, ellos se callaron, entregando al tiempo, a la justicia, a la historia el fallo solemne; y esos tales no tienen hogar, ni amigos, ni honores, porque después de haber dado su fortuna, su sangre y su inteligencia por la patria, se quedaron a mendigar aquello mismo que los bribones derrochan en trenes esplendorosos y en insolentes festines. Luego vi que mi curiosillo se agitaba mirando hacia adentro, como si ocurriese algún grave desorden. Sí, pues, era eso, era que uno de los del concurso dijo de donde provenían la riqueza, ¡más bien no lo dijera el infeliz! Todos los cortesanos desnudaron los puños para arremeter contra el maldiciendo, que hubo de escapar a brincos por las escaleras, salvándose por milagro de los puntapiés que le tiraban los lacayos de librea dorada y blancas medias hasta la rodilla, apostados en las galerías. -"¿No habéis visto al insolente, al atrevido, al loco? Atreverse a dudar del honor del señor X, la persona honorable por excelencia y cargada de servicios" - era lo que decían los ademanes de todos allá dentro; y en breve el sarao, como decían en los tiempo de la independencia, continuó a toda y rimbombante orquesta.

Mi Demon Thought, pensativo, con un dedito puesto en la mejilla microscópica, se puso a reflexionar, él, sí, señores, sobre el honor. "Vean lo que es el mundo - me decía, -- un Carnaval, es decir, un disfraz continuo; porque en todo lo que llevo vivido (porque yo he vivido mucho antes que tú nacieras), he visto siempre la misma cosa y vienen y se van los tiempos de regeneración y de justicia, y las mismas comedias, pantomimas, pasillos y vaudevilles se representan con permiso de la autoridad”. “Dime, ¿no estaremos siendo víctimas de un vahído de alucinación mental? ¿No habrá cambiado el universo de epidermis, y lo que vemos como cosa conocida, no será lo del otro lado, lo de adentro de la corteza terrestre? ¿No será que habremos pasado algunos siglos durmiendo como los siete de la leyenda, y hemos despertado cuando la humanidad ha cambiado de moral, de religión, de principios políticos, por alguna otra redención? ¿No habremos pasado ya la revolución del Anticristo? Todo lo que veo me lo hace sospechar y empiezo a tener miedo de la vida, de la vida a la cual estoy condenado dentro de tu cuerpo. ¡Ay! Créeme que después de esta horrible comedia del honor, me han venido unos deseos irresistibles de abandonarme para siempre, e ir a soldarme en la masa etérea, inconsubstancial de donde salimos los espíritus para cada uno de los mortales nacidos de mujer".

— No, diablillo mío, no desfallezcas; a los seres espirituales como tú les está mandado por el Gran Espíritu ser fuertes, invencibles contra las adversidades. ¿Qué sería de mí, si tú desfallecieras? No me abandones todavía. ¡Quién sabe si yo mismo no te invite después...?

— Bueno, no te enfades; sea como quieres, y sigamos la gira, porque aún nos queda muy buenas cosas por ver. Sin movernos de aquí, y sin necesidad de ir a asomarme a ningún interior de la ciudad, puedo decirte algo sobre lo que yo llamaré la comedia del amor (y al hablar de comedia, digo máscara, como en el sentido griego). Como yo vivo en tu cabeza, nada sé de tu corazón, pero así, de vecindad, he podido aprender mucho, lo mismo que cuando vivía en los otros cuerpos, pues soy un transmigrado, como muchos de tus semejantes lo son de una tierra a otra tierra. El amor es fuente perenne de farsas, sainetes, comedias, tragicomedias y tragedias, porque es lo menos conocido del hombre, siendo la pasión que más lo esclaviza y domina. He visto siempre en el carnaval de la vida al amor siendo de todo, jugando con los hombres como con sus muñecas los niños, porque los ciega, los ablanda, los ridiculiza, los transforma a su capricho en lo que se le da la gana. Por eso verás, si profundizas, tanto nudo mal atado, tanta esperanza fallida, tanto ente burlado por el travieso rapaz (según el dicho de otra época), esto es, tanto matrimonio desencuadernado apenas llegó la ocasión de ocuparse de la prosa, vulgo herencia, parte dotal, etc., porque el amor no siempre es fluido puro y simple.

¡Y en estos tiempos contemporáneos! ¿Dónde crees tú encontrar el verdadero, el ingenuo, el de buena fe, ése que se entrega por cualquier palabra sentida, por cualquier gracia o virtud ingénitas? ¡Oh! Son muy contados los que lo conocen a ese amor verdadero; y si lo conocieran en la pubertad, en la edad de las brillantes inocencias, no falta un soplo mundano que se los evapora, se los desvanece, se los arrebata, poniéndoles en su lugar una rara y deforme alimaña, como en los "cuentos de mi abuela", la partera bruja que cambió el hijo de la princesa por un sapo. Como mi asiento principal es la cabeza, lo repito, he visto en el amor moderno dos cosas que me hacen creer en el cambio total de este sentimiento en la humanidad. Es la primera el cálculo de lo que ese amor , -- aplicado a labrar un corazón de mujer, como se labra la tierra para sembrar papas --, puede producir al agente, y ¡cosa rara! Son esta combinaciones las que llevan a cabo con mucha mayor frecuencia en el mercado o bolsa de los corazones del día. La segunda cosa, y no te ruborices... dime, ¿tú eres naturalista? - es el sensualismo, el apetito de las formas, la sed del placer material, a lo cual se presta divinamente eso que se llama cultura alcanzada, y ese otro, innato en vuestra naturaleza, que llamaré pasión de ostentar la belleza física por medio de los trajes imitadores de la desnudez.

"¿Crees que yo no veo esas espléndidas mujeres vestidas como las estatuas, en las cuales el manto de piedra sigue las ondulaciones de la curva, revelando por la transparencia lo que mal esconde? Yo no quiero esconder mis sentimientos, por eso he de decirte que el amor está muy cerca de ser la explicación de la decadencia de todos tus semejantes, porque con la sensualidad estimulada de mil maneras, y con el dinero procurado o buscado de otras mil, para conquistar el placer, ya no vais dejando en vuestra deleznable máquina corporal sitio alguno para nosotros, para los espíritus que os iluminamos, os inspiramos las grandes acciones, y, recuérdalo bien, que os da el título de hombres y el señorío de la creación. ¿A que en estos días de desahogo y de válvulas abiertas va a ser el amor el más divierta y ocupe a las gentes, el amor en todas sus formas y deformidades con todas sus provocaciones y sus llamadas sigilosas y astutas? ¡Ah! tú lo verás, y cuando hayas descansado de los bailes, cuando las vigilias intranquilas pasen y el rum rum de las ronda y el cascabeleo de las comparsas se apaguen en tus oídos, volverás a llamarme y entonces ajustaremos cuentas... Buenos, bueno, yo no quiero entristecerte, ni hacerte oír sermones de cuaresma, ni de reforma en día de Carnaval. Ve y diviértete, y si quieres puedo traerte un disfraz de enamorado, por si es el que buscas".

— No, no; francamente, tu discurso sobre el amor me ha hecho dar miedo, diablillo entremetido. ¡Quién te ha dicho que has de introducirte en terreno tan profundo, ahora, cuando estamos de fiesta y cuando todos los temores graves son echados de paseo? ¡Buen humor el tuyo! Pero, vamos, no me gusta la máscara del amor... Dame otra, cualquiera, la que se te ocurra... Ya veo que ni para este inocente capricho he de salir con mi gusto. Siempre me has contrariado en todas mis inclinaciones espontáneas, con disertaciones interminables. De ahora en adelante te llamaré Diablo predicador, sermonero, moralista intempestivo...

— No te alteres, señor, porque tú mismo me tuviste siempre metido, enfrascado como el Hidalgo de la mancha, en libros seriotes, nutridos, secos, y ahora te arrepientes... ¡Vaya con la lógica!

— Es que el corazón también tiene su derechos, y alguna vez ha de imperar sobre mis acciones!

— ¡Tu corazón! ¿Estás soñando? Ha tiempo que me invitaste a su entierro. Y... ¡los muertos no resucitan!

¡Revelación increíble, inesperada! He ahí la solución de mi problema. ¡ya tengo mi careta! Vean Uds. Como es útil a veces hablar a solas con esos demonios íntimos que habitan nuestro cerebro. Suelen decirnos cosas amargas, disputan a brazo partido con las demás facultades, pero acaban siempre venciendo. ¡vaya una gracia! Como que están en el secreto de todo lo que pasa en nuestro mundo interior y son los cronistas de toda nuestra vida psíquica.

No hay más sino que ese raciocinio me da la solución. He buscado por todas las capas sociales la verdad; he asistido a todas las comedias con que se festeja el Carnaval y se rinde culto a la locura y a la ridiculez humanas; he divagado largamente por arduos problemas filosóficos y sociales, antiguos y contemporáneos, sin hallar más que representación, telones alzados, nombres distintos de los consagrados por la razón y la lógica a todas las cosas, "palabras, palabras y más palabras", como dijo Hamlet, la verdad con antifaz de mentira, y viceversa, de modo que siempre tomé la una por la otra; he descendido a muchas oscuridades e intimidades de otras almas sin hallar nada, ningún elemento para hacer un disfraz original, el que yo deseaba, o sea uno que me representase a mí mismo; he ido por todas las tiendas, por todos los escaparates donde hay muestras de dominós caprichosos para todos los gustos, y... ¡nada! Me quedo con mi idea. Saldré en el corzo disfrazado de mí mismo.



Febrero 5 de 1893