A todo honor/Capítulo IV
Capítulo IV
Almorzaba sola, Inés-María.
La desgracia del teniente había puesto en conmoción a la ciudad.
Dos horas antes se la había contado a ella su marido, en breves frases y mientras se disponía a escapar nuevamente hacia la dehesa con los médicos: «Una partida de caza, de ronda de jabalíes, improvisada por la noche en el Casino, y en la cual el joven tuvo la desdicha de caerse del caballo».
Después, habíanla dicho que el herido estaba en la agonía.
Ella, al pronto, concedióle crédito a Julián. Pero según fue advirtiendo en toda la mañana la expectación de las gentes que pasaban y aun se estacionaban delante del hotel; según fue observando la recelosa actitud de los criados; según, en fin, llegó a saber por uno de ellos, que la herida del joven forastero era de arma blanca..., encontraba más extraña aquella cacería.
Recordaba que dos noches atrás, al regresar su marido del Casino, la interrogó casi arisco acerca del teniente. Sí, casi arisco con respecto del teniente, no con relación a ella -y la forma del breve diálogo, fue así: «Oye, Inés-María, todas las noches, al volver, me encuentro por aquí a un joven forastero: ¿tú sabes quién es?» -«No». -«¿No le has visto, entonces, tú?» -«No». -«Pues es, el teniente ese que ha venido con soldados; ¿le conoces?» -«No»... -Las negativas habían sido simples y severas; y tanta la fe para ellas de Julián, que en seguida Inés le oyó cambiar de charla -con el propósito de no concederle al asunto una importancia que pudiese injuriarla con la duda.
Como siempre, ella, la dulce, la sumisa, le respetó al cortés esta voluntad de no plena comunicación que formaba su carácter; pero habiéndole notado, desde luego, su hostilidad hacia el joven forastero.
Hoy, concluyó por hallarle una extraña incongruencia al tal enojo con la galantería para un amigo a quien se invita a cazar.¿Cómo se hizo esa amistad en pocas horas y qué fatal casualidad pudo ser esta de desgracia tal en la improvisada cacería?
La imaginación de Inés rozaba la verdad.
¡Un duelo!
Su marido, de soltero, se había batido algunas veces; mas nunca de estos lances resultó una muerte, como ahora.
¡Oh! ¡Un duelo!... y... ¿por ella?
La trágica sospecha íbala envolviendo poco a poco.
-¡Señorita, dicen que mañana llega la madre de ese joven! ¡Dicen que está muriendo y que...
Era Martina, que entraba con un plato y con la especie de horror de no sabríase cuál noticia acabada de aprender de otros criados o de las gentes de la calle. Esto lo vio claro Inés en la muchacha.
-¿Qué? ¿Qué dicen? -la excitó. -¿Que no se trata de ninguna cacería, no es eso?
-¡Eso! ¡Que es que el señor se ha peleado con el otro!
-Y... ¿por qué, Martina? ¿Por quién, dicen?
-¡Por usted!
-¿Por mí?
-¡Sí, señorita!.-
-Pero... por...
Enmudeció de pronto, al advertirle a Martina, no obstante su respeto, una suerte de atención perversa y asombrada. El trance aparecíasele con una grave realidad impropia para ser debatida con criados.
Se levantó y se retiró del comedor dignamente.
Confirmado del hecho lo terrible, su gesto debía bastar para quedarse absuelta de toda sospecha de culpa personal ante la atónita muchacha -sin más explicaciones.
Se refugió en la sala del piano, y a través de los visillos y las ramas del jardín vio las gentes que hoy cruzaban la plazuela deteniéndose por las esquinas un momento.
No era una agresiva manifestación tumultuosa por el respeto que inspiraba el dueño de la casa; mas si un hipócrita hervor de la general curiosidad que acaso adivinaba allá en el campo un muerto y aquí una deshonrada!...
La injusticia la aterró. Pero era Inés altiva, y la aterró irritadamente, sin desfallecerla en lágrimas ni en quejas. Se retiró del balcón y ocupó una próxima butaca.
La emoción de drama, de solemne conflicto irresoluble, crecía en su corazón hasta la angustia.
¡Oh!... ¡Allá lejos, uno que moría... y aquí ella mortalmente herida en su honra también! Nada importaba su inocencia. Las gentes contemplaban a uno y otro a través del mismo escarnio de piedad. Sobre el asombro del desenlace triste, que los unía a los dos, la malicia los unía también con falsas evocaciones de traición y de locura en las pasadas noches..., cuando, como Julián, y con menos fe en las purezas de ella que Julián, otros hubiesen visto por las verjas del hotel al imprudente.
¡No, para la realidad del drama, no importaba que con toda fe la supiese y la creyese buena su marido! ¡El drama persistiría sin término, moral, tremendo, en el corazón de Inés..., mientras ya irredimible persistiese la pública duda acerca de su honra!...
¡Ah, esto sublevaba toda la innata honradez de Inés-María!
Vencida, lloró.
Y lloró mucho -mucho tiempo, con un silencioso llanto que la hacía permanecer inmóvil contra el respaldar de la butaca.
Era una infinita pena la de la honrada que lloraba por su honra.
Su mano temblaba fría sobre la faz sosteniendo el leve pañolito.
Ella sería quien fuese, en justicia; en el rigor bruto de los hechos, sin embargo, era una muerta moral, como iba a ser un muerto aquel desconocido con cuya suerte desdichada la unió el destino. Y temblaba, y esta persuasión penetrábala de una tan horrenda verdad de su vileza como si realmente fuese vil.
¿Cómo sería el teniente?
¿Cómo sería aquel hombre, a quien costábale la vida el insensato amor por ella?
No lograba odiarle, ni aun habiéndola traído a tan extraña situación. Por una parte, ya bien duramente estaba castigado con perder la vida; por otra, decíale a Inés, su propia imagen, que estaba viendo en el espejo, cuánto pudiese disculparle una locura a un hombre audaz, romántico tal vez..., capaz de no asustarse de otro hombre valeroso..., tan distintos ambos de los pobres señoritos de este pueblo.
¿Cómo sería este hombre que ahora luchaba con la muerte? ¿Cómo sería este joven teniente a quien costábale la vida el novelesco amor de quien no le vio jamás, siquiera?... Una fuerte curiosidad de romántica, una fuerte curiosidad de mujer contristada y apiadada, y en el fondo agradecida, hacía que Inés se formulase estas preguntas nuevamente.