A todo honor/Capítulo VII

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A todo honor (1909) de Felipe Trigo
Capítulo VII

Capítulo VII

La primera impresión que sufrió Inés en Las Mimbreras, fue de piedad por la madre desolada. Era una enlutada dama con el pelo gris, de faz inteligente y bondadosa..., de una correctísima educación que la impulsaba a refrenar su inmensa pena por una cortesía hacia la joven y galante dueña de la finca. Agradeció la delicadeza de esta compañía que venía a brindarla Inés, y lamentábase, en el saloncito donde había salido a recibirla, del trastorno impuesto a todo el mundo por la desgracia de su hijo.

Habló de él, llorando ya, ganada para la franca explosión de su dolor por la afectuosa ternura de la joven, y ésta, comprendiendo que era una crueldad forzarla a prolongarle cumplimientos de visita, pidió:

-Señora, no teniendo mi estancia aquí otro objeto que serle útil, ruégole que me considere desde luego como una hija..., como una hermana. Disponga de mí, y siga disponiendo de su entera voluntad como le agrade.

-¡Oh, sí, gracias! ¿Quiere usted que pasemos con mi hijo...? Duerme; ahora le han puesto un calmante.

-Vaya con él. Yo voy a cambiarme un poco de ropa y a revisar a los criados, y pronto volveré a hacerles compañía.

Entró la dama con la avidez de su cariño en la contigua habitación, e Inés permaneció sola unos minutos con el capitán y con Inchausti. Ambos, se despedían, conceptuando ya innecesaria en la finca su presencia. Informáronla sobre el estado de Luis. Creíanle, por personal impresión, aún más grave que decían los médicos. Un abatimiento que ni le dejaba apenas darse cuenta de nada alrededor.

Con lágrimas en los ojos fue Inés al dormitorio donde le habían dejado las maletas. El trágico ambiente imponíale ahora una congoja de enorme caridad en el mismo corazón. Daría la vida por volverle su ventura a aquella madre. Se cambió el traje de camino por otro más modesto, y recorrió la vivienda con el fin de cerciorarse de que todo estaba apercibido para rendirle a su huésped los honores. Daba órdenes. Inspeccionaba el comedor y la cocina. Cerciorábase de que tenían siempre pronto el fuego a cuanto de caldos y aguas calientes y hervidas los médicos pudiesen reclamar. Era, en suma, la suya, una diligencia de alma buena y de cristiana, aquí sumida por la tristísima verdad de la catástrofe, en que no podían quedar más lejos sus fugaces y frívolas visiones romancescas...

Luis, el herido, unido a ella por el santo dolor de aquella madre..., parecíale un hermano, nada más. Le velaría y pediríale a Dios que le salvase.

Con este sentimiento, y rezando, volvió hacia el cuarto del herido. Pero en la puerta detúvola un segundo, de nuevo, la emoción... de la tragedia: del duelo..., del hombre que por algo de ella se moría.

Pudo dominarse, y entró.

En la extensa alcoba daba una semiluz de penumbras la tijera del balcón, aún densamente velada por la suelta colgadura. Era un reposo de espanto, de muerte, sobre el que sólo se escuchaba una respiración febril y fatigosa. Don Tomás, el viejo médico que asistió al duelo, dormía en una butaca. En otra dormitaba la monja con las blancas tocas sobre el pecho.

-¡Por aquí, señora! -sintió Inés el soplo de una voz.

Avanzó a tientas y ocupó un asiento junto al de doña Fernanda, la madre infeliz que se había levantado levemente.

La monja, al breve ruido, despertó y le saludó, desde su sitio.

-Bien venida, doña Inés:

Y tornó el silencio, y volvió en seguida el crujir del rosario de la monja.

Inés respetó este silencio religioso que imponía el sueño del herido. Notó al poco que doña Fernanda musitaba oraciones, llena de fervor, y púsose a rezar.

Agradecía las tinieblas que le habían guardado hasta ahora en confusión el aspecto del yacente. No había visto nunca a nadie en la agonía, y un vago horror hacíala sospechar que le diese miedo el cuadro de la muerte. Se examinaba a sí misma en tal sentido, mientras rezaba de un modo maquinal.

Sus emociones, en tumulto, afirmáronle su ánimo. Una curiosidad compasiva guiábale los ojos hacia el lecho, en vez de huirlo. Había llegado deslumbrada por el gran sol de Abril en las cocinas, y poco a poco se iba habituando a la que había antes parecido más grande obscuridad. Primero vio un brazo fuera de las sábanas. Luego sedosos rizos en desorden. Por último distinguía con toda exactitud la simpática belleza del rostro del herido. Muy blancos, sus dientes. Muy rojos, sus labios, donde se erizaba el bigote juvenil. La fiebre arrebataba su cara dándole una animación de rosa que no parecía la de la muerte. Y la fiebre y el calor le tenían un poco derribado el embozo de la cama sobre el pecho, donde veíase por entre la fina y desabrochada camisa la garganta blanca y fuerte y el principio de las gasas del vendaje.

Inés, ya olvidada de rezar, y tomada otra vez por el triste cuadro romancesco, pensaba que habrían acostado al pobre herido en esta cama, que era la de ella y su marido, por ser la más cómoda y hallarse en la habitación más amplia de la casa. Sin saber por qué, ella sentía que este detalle aumentábale su dolorosa fraternidad con el joven infeliz. En una percha había algunas prendas íntimas de ella, que nadie se había cuidado de quitar. En el tocador estaban sus perfumes.

De pronto apartó de Luis la mirada, al verle removerse, despertando. Pidió él agua, y se aprovechó la ocasión para darle otra cucharada de morfina. La madre y la monja se habían acercado al lecho. Inés se había puesto de pie.

-¡Luis, mira, hijo mío! -dijo, después de darle un beso, doña Fernanda: -Aquí tienes a la dueña de esta casa, a la señora doña Inés Monteleón, que ha tenido la bondad de venir a acompañarme.

Luis, que yacía en un amodorramiento del que tan sólo la sed lograba semidespertarle, abrió los ojos y miró a la presentada.

-¡Monteleón! -replicó con extrañeza.

La intensidad de su mirada, sin embargo, se extinguió en un agotamiento de letargo, por sí misma; volvió a cerrar los ojos, y quedó inmóvil.

¡Ah, qué extraño y qué hondo este mirar como desde el reino del no ser!... Inés, con tal mirada en el alma, se arrepintió de la imprudencia suya al haberse presentado antes con el nombre del marido. Le evocaba al infeliz su matador. Tal vez incluso ignoraba que hallábase en una casa de él y en su mismo lecho.

La acometió tal gana de llorar que se salió de la alcoba para darle rienda al llanto. Le parecía una salvajada el honor que obligaba a los hombres a matarse. Con razón o sin razón, como esta vez.

Y... ¡ah! ¡Qué mirada... aquella única mirada de mansa maldición que habríala dedicado este pobre joven antes de morirse!

Era una mirada horrible, siniestra, infinita de expresión en su infinita serenidad inexpresiva del reino de la muerte donde ya se odia sin odios y sin gestos.

¡No la olvidaría jamás, ella..., esta mirada!

Aterrada Inés, llorando, rezando, tendió cruzadas las manos en dirección a la alcoba y clamó -como si ya se entendiese con un alma capaz de oírla a través de distancias y paredes:

-¡Perdóname! ¡perdóname!



Por la tarde llegaron dos coches a la finca. En uno venía el célebre doctor Cavestany, de Madrid, con otros dos médicos locales; y en otro el capitán y el coronel, con un comandante de Ingenieros afectuosamente enviado por el regimiento del herido.

Se procedió a la consulta. Mal impresionado Cavestany por todo aquel arsenal quirúrgico, tal que para una campaña, que tenían establecido sus colegas en una habitación, no lo fue mucho mejor por la torpidez del paciente. A pesar de lo cual, el termómetro marcaba poco más de 38.

Le pulsó. Le examinó. Salieron las señoras, por falta de valor, cuando empezó a quitarle los vendajes... Pero Cavestany sorprendióse de la irrelación entre el buen estado de la herida y el mal estado general.

-¿Qué tratamiento le tienen? -inquirió.

-Morfina, exclusivamente. Con el fin de que no tosa.

-¡Bien! -aprobó el cirujano, más sin duda con respecto a su sospecha que no al medicamento.

Diez minutos después conferenciaban en un gabinetito. La autoridad del cirujano, formuló un pronóstico bastante lisonjero. Cicatrizaba la herida desde el fondo. Él habíala dejado rellena de gasa aséptica, y no creía preciso otro tratamiento. Nada de morfina, además, puesto que la pleuro-pneumonía traumática habíase limitado a una defensa orgánica reactiva, en torno a la lesión, que ya restaba los peligros de hemorragias y enfisemas.

-¡Señora! -díjole a doña Fernanda al salir. -¡Su hijo de usted, estará pronto sano y fuerte!

Doña Fernanda tuvo un rapto de locura de alegría. Lloraba y le besaba las manos al doctor.

Inés-María lloraba también, aparte, en silencio.