A todo honor/Capítulo X

De Wikisource, la biblioteca libre.
A todo honor (1909)
de Felipe Trigo
Capítulo X

Capítulo X

Era la siesta.

La dueña de la casa, para complacer al melómano insaciable oyéndola cantar, hacía que, una vez terminado el almuerzo, a él y a doña Fernanda y a ella les sirviesen el café en esta sala del piano.

La monja ya no estaba hacía ocho días.

Luis fortalecíase hacía ya quince matando por la dehesa codornices. Es decir, llenábase de pletora de vida -pues no se había encontrado tan fuerte jamás, con el régimen de campo y los mimos y cuidados de ex enfermo.

Cazaba por las mañanas, y paseaba al ponerse el sol, con su madre y con Inés. En cambio, después del almuerzo y la cena, para evitarle el sol fuerte de la siesta y el relente de las noches, la buena madre veía con gusto estos larguísimos conciertos que le ofrecía la buena amiga.

Sino que en las siestas, no solía D.ª Fernanda prestarles todo el tiempo compañía. Normalizada en confianza la vida de los tres, y ella sintiendo la pesadez de la mesa y de este Mayo cálido del campo, se retiraba a su alcoba, siguiendo su hábito de siempre, y dormía hasta media tarde.

-¡Mamá! ¡Hala!... ¡que no te puedes aguantar! -la excitó gentil su hijo, hoy, cuando ya las moscas revolaban por los restos del azúcar en las tazas.

-¡Sí, es verdad, hasta luego! -repuso doña Fernanda, poniéndose de pie.

E Inés, que preludiaba otra canción, cesó de tocar y volvióse, girando el taburete -con no sabía qué miedos infinitos a tal ausencia esta tarde.

La angustia se la ahogó doña Fernanda con un ruego:

-No, no deje de cantar. Ya sabe que me acuesto en la alcoba de allá lejos, por lo mismo.

Y partió.

A pesar de lo cual, Inés, siguió de espaldas al piano, mirando al suelo. Luis la vela divina... aturdida, ruborosa...,enamorada y entregada.

-Sí, cante usted! -la aconsejó con tal breve y sobreentendido acento de cautelas, que acabó de colmarla sus terrores.

Tembló Inés, y sin mirarle y con las manos tendidas y cruzadas hacia las rodillas en una verdadera crispación, dijo:

-¡No! ¡no debe ser! ¡no debe repetirse lo de ayer..., lo de todos estos días!

-¡Toque, Inés! ¡Toque! ¡Cante!... -apremió Luis- ¡Aunque sólo sea porque no le extrañe a mi madre el silencio tan de pronto!

La aterrada, obedeció. Hizo sonar los acordes de una lenta y grave melodía.

Luis, desde su butaca, pensó que tenían sobrado fundamento tales miedos de la honesta..., sobre todo desde ayer. En otros días habíase conformado, hábil o tímido también, con inducirla y llevarla poco a poco a una conversación que lo clareaba todo sin decirlo. Fueron... sus vagas ansias de ideal; fueron... sus desengaños de la torpe vida madrileña; fueron sus ensueños de la música, que le hicieron amar locamente a un fantasma, a quien no vería jamás, en aquellas noches del hotel; fueron... ¡sí! hasta fueron también sus asombros de bruja hechicería por ver surgir junto a su lecho de tormento a la inesperada amiga... más bella que el fantasma... Y todo esto, que podía decírselo respetuoso un hombre a su adorada, con la enorme pena de «no poder jamás siquiera ni hacérselo saber», podía escucharlo un poco triste y turbada, nada más, la enamorada. Pero ayer... en un rapto de pasión, aunque siempre desde lejos, este amor tomó forma entre los dos: «el fantasma se llamaba Inés-María». -Él se lo dijo; y desde entonces ya no fue posible emplear la tarde más que en calmar las alarmas de ella, en hacerla llorar, en hacerla confesar asimismo su locura (aunque sólo fuese por su falta de valor para negarla) y en tratar los dos inútilmente de buscarse en las purezas de sus almas el remedio. -Sin embargo, por la noche habíanse cruzado en un pasillo, él la había robado un beso..., y este beso a traición, que la hizo huir, era lo que a Inés ahora quitábale la calma... No estaba segura -y vigilábalo, -de que el traidor no salvase este espacio de respetos del piano a la butaca en que ayer al menos supo contenerse.

La nerviosa inquietud hízola al fin abandonar la melodía y girarse otra vez en la banqueta.

Compuso un gesto adusto y expresó:

-Luis, le ruego..., es necesario que no vuelva a intentar nunca lo que anoche.

¡Perdóneme! -pidió Luis sin moverse y sin mirarla.

-¡Prométalo... por su palabra, Luis!

Esta vez, él la miró. Iba a prometer, quizás, y la vio demasiado bella.

-¡No! -dijo. -Habíamos quedado ayer en que era un estado de locura el mío..., el nuestro.., y no debe un loco prometer lo que no puede saber si cumplirá!

Quedó, sin embargo, tan abatidamente inmóvil diciendo esto, que Inés volvió a bajar al suelo la mirada, y suspiró.

-Luis -dijo luego, como quien al menos se complace en retroceder con la memoria al momento ya pasado, que pudo evitar todo peligro- ¿por qué si usted iba a la plazuela a oírme no evitaba que le viese mi marido?... ¡Con esta sola precaución se hubiera ahorrado el lance... y la fatalidad de conocernos!

-No lo evitaba... por lo mismo que no podía ser mi intención más inocente. Y usted lo dice, Inés..., que nos conociésemos, es lo que querría la fatalidad. ¡Ella manda por encima de nosotros!

Simple y persuasiva la respuesta, Inés no supo qué oponer, no supo que inculpar más a aquel de quien de sobra sabía que no era en todo esto sino un juguete de la suerte, como ella. Y puesto que prolongaban el silencio, lleno de embarazo, se volvió al piano y continuó la melodía.

Él, la escuchaba.

Habíase dejado caer pesadamente contra el respaldar de la butaca y estaba sintiendo ante la «imposible» Inés la paradógica emoción de la fatal posibilidad de lo imposible.

La misma nobleza de su amor le abatía, le asustaba, podía decirse..., formándole un problema que habíale quitado el sueño muchas noches, y que aquí se le mostraba con una inminencia irresoluble.

Noble su amor..., pero tampoco cabía mayor nobleza, enfrente, que la de Monteleón después del duelo. Reconocido su error, le abrumaba de atenciones; vivía Luis, en la casa de él, y junto a la esposa enviada como compañera de su madre. Imposible nada tan caballeresco. ¿Iba a pagarle con la más negra deslealtad?

¡Problema, sí..., problema pavoroso!

No obstante, la espléndida y delicadísima beldad de Inés, perdíale en un deslumbramiento. El destino los juntaba con las cadenas de la Vida..., por encima de los pobres problemas del deber.

Una clarividencia, como irradiada de ella, prestábale a su pasión nuevas razones.

Aún le dolía la herida que le causó en el pecho aquella espada cobrándose un agravio. Si hubo equivocación, no fue por su culpa -y de la equivocación, en fin de cuentas, resultaba que habíanle cobrado anticipadamente algo... que él no hizo. Dentro de la lógica, con tan magnífica ocasión, y puesto que el anticipado cobro no tenía posible vuelta... ¿no debía quedar en paz, justificándolo?... En cosas de honor, y en todas las del mundo, así como «el que la hace la paga»..., la proposición inversa tiene que ser verdad: «el que la ha pagado... debe hacerla».

Un error, pues, había estado a punto de costarle la existencia y engendró por su fuerza misma esta situación, esta pasión de Inés y él, sin el menor propósito de ambos; ¿no parecía natural, aunque el error fuese el de un hombre honorable, que el hombre honorable sufriese las consecuencias de su error?

¡Hasta le abonaban, frente al proceder a todo honor de D. Julián, otras consideraciones honorables y exquisitas!

Hoy, que ya la deslealtad estaba consumada moralmente, no habría ni nobleza, sino sólo cobardía, en dejar de realizarla por completo..., y cuando aún hubiera sido tiempo de evitarla, partiendo él con su herida sin curar, no hubiese podido hacerlo sin contrariar a su madre y al médico, y sin inferirle, por lo tanto, un ultraje de ingratitud, como de desprecio y odio, a este Monteleón que tan caballerosamente procedía; es decir, que no habría podido partir, sin quedar ante un hombre de honor como un rencoroso villano y miserable..., ya que no habría podido, por lealtad, explicarle de este leal modo la partida: «me aparto de tu mujer, a quien adoro y me quiere, por no llegar a un disparate».

En cambio, el silencio, el haber aceptado los hechos como fueron, el secreto de que aquí por la mano misma de Monteleón se rodeaba su deshonra, eran las únicas prudentes soluciones de armonía..., las únicas que pudieran satisfacer a Don Julián y a las gentes en sus públicas y severas exigencias.

Muy raras a la vista de su caso, se le ofrecían a Luis estas cosas del honor frente al amor. Ni en su misma equivocación podía reprochársele nada incorrecto a Don Julián; y, sin embargo... ¡cuánto absurdo!... Se batió por su mujer y no tenía de ella duda alguna. Aspiró tan sólo a librarse del ridículo que vio en que los demás la creyesen cortejada, y las circunstancias, por el propio honor, le impusieron la ironía de traerla a que lo fuese. Era noble, ella, y su marido, por reclamaciones del honor, poníala en trance de volverla desleal...; y esto, constituyendo en realidad el desastre de todos los decoros, había quedado como única solución públicamente decorosa... a menos de haber creado un equívoco de ingratitud y villanía, tal vez más funesto que el primero, con la prematura reparación inexplicable.

Por último saltó tremendo, y como en mitad de la digna conciencia de Luis, este argumento: «la religión del honor, que es una religión galantesca de la tierra, y no de santos, antes impulsa que impide a toda clase de lances amorosos.» Llenas estaban de estos caballerescos lances las historias y el propio Monteleón lo demostró: si en vez de creer que Luis rondábale la casa con intentos de adulterio, hubiérale creído con intentos de ladrón, le habría entregado al juez, manchándole de oprobio, lejos de haber seguido concediéndole la caballeresca beligerancia de una espada; lo cual, significando que un caballero pueda pensar que otro, sin dejar de serlo, le quiera quitar a su mujer, tendría que significar también que Luis, aquí solamente contenido por los respetos del caballero al caballero (lo mismo que antes del idiota desafío), y no por ningún afecto nuevo de amistad, no tenía por qué no recoger, en nombre del amor y del honor, una mujer que en nombre del honor su propio esposo le brindaba...

¡Oh, sí, sí, le dolía la herida! ¡Le dolía el amor de la Inés-María tan bella!

En su ser no quedaba más que esto: «Deuda del honor. Se me ha cobrado antes, y la contraigo después. La justifico.»

Se levantó, y fue hacia Inés, que no pudo sentirle por el ruido del piano. La cogió, la abrazó, y confundióse el grito de ella con las últimas desordenadas notas de la música. Luego... los gritos que hubiese continuado lanzando la garganta sofocada, ahogábanlos los besos... los besos anchos, los besos hondos a plena boca, sin fin, que hiciéronla a ella desfallecerse en un delirio de abandono, toda roja...

No obstante, se prolongaba tanto esta agonía, que aun en la pobre enamorada surgió una vez, terrible, la esposa honesta... De un ímpetu, se desenlazó y escapó hacia el fondo de un rincón...

Luis, ebrio de triunfo, fue a buscarla lentamente.

-¡Por Dios! -pidió ahogada la aterrada- ¡que alguien puede entrar!

Entonces él torció su ruta y echó la llave de la puerta. Pero tuvo también que apresurarse, tuvo que correr... al ver cómo corría ella para escapar por la otra puerta de la alcoba. La alcanzó cuando ponía la mano en la falleba, y él corrió el cerrojo, además.

Y cuando volvió a alcanzarla... cruzaba ella junto al lecho, en demanda de ya no sabía qué salvación...

-¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡Por Dios! -gemía tan sólo ahora, pálida y muerta, sufriendo la quemadura de otros más lentos besos en los labios...