A todo honor/Capítulo XI
Capítulo XI
Quince días después se esperaba a Monteleón en Las Mimbreras. Había regresado de Madrid la noche antes. La reconciliación amistosa con Luis se había hecho por cartas en que rivalizaron a cual más los mutuos ofrecimientos generosos. Sabiendo que sus huéspedes partían, el noble hidalgo quiso saludar a D.ª Fernanda en la misma finca, y hasta ofrecerles por dos días aún, los últimos, el homenaje de su casa en la ciudad.
Luis e Inés, temblando por la cruel separación en largas noches de la gloria, habían acordado lo siguiente: Primero: una gran prudencia, igual que la que habían sabido guardar con los criados, delante del marido; segundo: que Luis habría de volver cuanto antes al mando de la comisión geodésica del pueblo; y tercero: y en fin, que aprovechando la buena amistad de todos, y particularmente de doña Fernanda e Inés, unas veces irían Inés y su marido a la casa de ellos, en Madrid, por temporadas, y otras vendrían Luis y su madre a Las Mimbreras.
Esta última noche, el amor de los dos había vivido en desesperaciones de locura. Casi clareaba el alba cuando Luis salió de la habitación de Inés-María.
Durmieron hasta las nueve; e Inés, conocedora de las costumbres de su esposo, anunció, mientras el almuerzo, que Julián se habría levantado tarde, y que vendría ya probablemente de camino. Además, sentía ella un gran miedo a la primera emoción de su presencia. Encontró un ardid, y lo propuso: ir en el coche a encontrarle: esto le permitiría ponerse sobre el sombrero de campo un tupido velo que le pudiese ocultar su turbación...
A la una y media partieron los amantes en el coche, con la santa garantía de doña Fernanda. El encuentro tuvo lugar al poco rato. El velo le sirvió a la lividez de Inés a maravilla, al estrechar la mano del marido, y al verle luego, temblando ella, y en silencio, deshacerse en efusivas cortesías con doña Fernanda y con Luis.
Habían bajado de los coches, los cuatro, y juntos volvieron a subir al familiar.
Cuando ya en la casa se quitó el velo Inés-María, tenía la calma de que el amante, delante del marido cortés y confiadísimo, le había dado buen ejemplo.
Nada se cambió en los hábitos comunes que ya en tan largo tiempo tenían los tres establecido. Se paseó por la finca, al anochecer, y tocó el piano y cantó Inés luego de la cena.
La noche, que pudo haber sido un poco dolorosa para Luis, halló el consuelo en la exquisita corrección de este hombre tan galante. En efecto, fue doña Fernanda la que con plena ingenuidad indicó que Luis debía dejarle su cuarto al matrimonio, y fue Monteleón, por fineza o por una última delicada cortesía, quien hubo de no aceptarlo. Monteleón y su mujer durmieron cada uno en una alcoba, de las muchas que para las cacerías había siempre dispuestas en la finca.
Al día siguiente partieron para la ciudad. Luis sintió una impresión inolvidable al recorrer por dentro el hotelillo suntuoso, delante de cuyo misterio soñó tanto tiempo atrás. Tornó a ver por los balcones el pueblo, y... rectificó sus antiguas persuasiones de aburrido sobre que nunca pasase nada en pueblos como este. ¡La vida se encuentra en todas partes!
Lo que no quiso Luis, en modo alguno, fue prolongarse el martirio de estar viendo a su Inés como a una extraña delante de Julián. Éste deseaba retenerlos unos días, y él resolvió para la noche la partida, en el exprés.
Los visitó por la tarde medio pueblo.
Por la noche los despidió en la estación el pueblo entero.
Otro velo le sirvió a Inés para ocultar su emoción de la partida. Las gentes los saludaban a los dos, a Luis y a ella, como a unos héroes del deber, y a Monteleón como a un Dios de la dignidad y la nobleza.
Salió el tren. Fue un solemnísimo momento. Desde el andén a las ventanas, se reiteraron en doña Fernanda e Inés, entre Luis y don Julián, las promesas de próxima entrevista. Era a voces y el público temblaba de respeto, de admiración por esta sincerísima amistad, lema de nobleza, que ante la equivocación deshecha, ostentaban dos hombres que estuvieron a pique de matarse.
Cuando volvieron al familiar Inés, Monteleón, y otras señoras y señores, sus próximos parientes, estalló un aplauso. Monteleón saludaba; Inés, lloraba, de tantas emociones, mientras estrechábanla a su lado con honrada envidia las señoras. Pero el aplauso seguía, y el marido la indicó:
-¡Saluda, mujer!... ¡Es también a tu humildad, a tu virtud!
Flameó su pañuelo Inés-María, llorando siempre, y arrancó el coche al trote de las mulas.
Los parientes felicitaban a Julián.
Julián declinaba el triunfo en su mujer.
Le tomó una mano y dijo, con la espartana brevedad que él creía que debían premiarse estas acciones:
-Gracias, Inés, has sabido secundarme... En todo esto no me cabe más orgullo que el haber sabido conducirlo a todo honor!