A un árbol
El día en que yo vi la luz primera,
plantó mi padre en su risueño huerto
ese árbol que admiráis en primavera,
de tiernas hojas y de flor cubierto.
Yo entré en la sociedad, donde hoy batallo,
con la esperanza audaz de los mancebos,
cuando él ennoblecía el fuerte tallo
cada nueva estación con ramos nuevos.
Yo abandoné, buscando horas felices,
mi pobre hogar por la mansión extraña,
y él, inmutable, ahondaba sus raíces
junto al arroyo que sus plantas baña.
Hoy, rugosa la frente y seca el alma,
cuando hasta el eco de mi voz me asombra,
vengo a encontrar la apetecida calma
del tronco amigo a la propicia sombra.
Y evoco las memorias indecisas
de la edad juvenil, sueños perdidos,
mientras juegan sus ramas con las brisas
y al alegre rumor cantan los nidos.
Mi vida agosta ese dolor interno
con que los ojos y la frente enluto:
él abre en mayo su capullo tierno
y da en octubre el aromado fruto.