A una cabellera
¿Qué castaña madeja, negra, o de oro,
loor merece de tan rica y luenga,
que justa envidia a tu beldad no tenga,
cabellera feliz de la que adoro?
Ya desatada caigas, y el pequeño
pie besando a tu dueño,
toda la cubras como regio manto,
y tu dorada seda que envilece
la que el gusano artífice nos hila
el aura desordene juguetona;
ora su frente cándida y tranquila,
en primorosas trenzas,
circundes a manera de corona,
y de las reinas las coronas venzas;
ya en parte oculta quedes
en áurea red, juntas así dos redes,
ya, sembrada de perlas
y de las ricas piedras del Oriente,
logres con tu fulgor oscurecerlas;
ora campestre flor en ti se vea
por única presea;
ora te adorne tu hermosura sola
y el brillo natural con que la aureola
de un querubín semejas,
eres la reina tú de las madejas.
No más la fama tu cabello cante,
aunque del oro del Ofir afrenta,
Absalón arrogante,
que en él tuviste inagotable renta,
y a las damas judías
sus anuales despojos les vendías;
mas ¡ay! que, caballero fugitivo,
perseguido del cielo vengativo,
árbol copado te retuvo preso
por las doradas hebras voladoras
enmarañadas con las altas ramas;
do, hallándote las huestes vencedoras,
aquel mismo bellísimo decoro
que te envidiaban las hebreas damas,
¡Oh no prevista suerte!
¡Fue la ocasión de tu temprana muerte
y del paterno inconsolable lloro!