A una joven madre en la pérdida de su hijo
¿Por qué lloras ¡oh Emilia! con dolor tanto?
— ¡Ay! he perdido el ángel que era mi encanto...
Ni aun leves huellas
Dejaron en el mundo sus plantas bellas.
— Te engañas, jóven madre; templa tu duelo.
Que ese ángel —aunque libre remonta el vuelo-
Te sigue amante
Do quiera que dirijas tu paso errante.
¿No admiras, cuando baña la tibia esfera
Del alba sonrosada la luz primera,
Con qué armonía
Cielo y tierra saludan al nuevo dia?
Pues sabe, jóven madre, que cada aurora
Por las manos de un ángel su faz colora,
y aquel concento
Se lo enseña á natura su dulce acento.
Cuando del sol el rayo postrero espira,
¿No escuchas un suspiro que en torno gira?
Y un soplo leve
¿No acaricia tu rostro, tus rizos mueve?...
Pues dicen, jóven madre, que en cada tarde
Hay un ángel que el rayo postrero guarde;
Y es su sonrisa
La que te llega en alas de fresca brisa.
En el silencio grave de la alta noche,
Cuando la luna oculta su lento coche,
¿Ves blanca estrella
Que trémula en tu frente su luz destella?
Pues oye, jóven madre, las almas puras
Viajan por esos astros de las alturas;
Y es su mirada
La que á halagarte llega dulce y callada.
Aun ahora que me escuchas, ¿pierde tu oido
Cierto eco misterioso, que á mi eco unido
Vierte en tu alma
Bálsamo delicioso que su afán calma?...
Pues mira, jóven madre, dolor tan grave
Solo un ángel celeste consolar sabe,
Y el tuyo dice:
«¡No llores más, no llores... que soy felice!»