Aben-Humeya: 28

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Acto III[editar]

El teatro representa un salón de un antiguo castillo de moros. Cerca de los espectadores, y a su mano derecha, se hallan situados el aposento de MULEY CARIME y el de ZULEMA, cuyas puertas están cubiertas con tapices. En el mismo lado se ve un antiguo reloj, apoyado contra una columna; y en el lado opuesto dos ventanas, por las que se descubre una parte de la villa, alumbrada con el reflejo de la luna. En el fondo del salón, que termina en arcos sustentados en columnas, se ven a entrambas manos dos escaleras paralelas, que conducen a una galería transversal, elevada sobre el nivel del teatro, y en cuyo promedio desemboca un largo corredor. Debajo de la galería, entre las dos escaleras, se descubre la entrada de los subterráneos, resguardada con verjas de bronce. Una gran lámpara, colgada de la bóveda, alumbra una parte de la estancia.


Escena I[editar]

ABEN HUMEYA, ZULEMA, FÁTIMA, Mujeres y esclavas.



ABEN HUMEYA, ZULEMA y FÁTIMA están sentados en almohadones a un lado del teatro; a cierta distancia se ve un grupo de mujeres y esclavas, de las cuales una está cantando y las otras acompañándola con tiorbas.


ROMANCE MORISCO

Al dejar Aben Hamet
por siempre a su amada patria,
a cada paso que da
el rostro vuelve y se para;
mas al perderla de vista,
las lágrimas se le saltan;
y en estos tristes acentos
despídese de Granada:
«A Dios, hermoso vergel,
tierra del cielo envidiada,
donde por dicha nací,
donde morir esperaba;
de tu seno y de mi hogar
mi dura estrella me arranca;
y me condena a vivir
y a morir en tierra extraña...
Y pues por última vez
te miro en hora menguada,
¡A Dios, Granada, por siempre!
¡A Dios, patria de mi alma!...»

«Una y otra primavera,
errando triste en la playa,
las golondrinas veré
dejar la costa africana,
cruzar el mar presurosas,
tender el vuelo a Granada,
y el nido tal vez labrar
en el techo de mi casa...
¡Ay, cuánta envidia os tendré,
Avecillas fortunadas,
y cuán gozoso mi suerte
por vuestra suerte trocara!
Mas vuestra misma ventura
vendrá a renovar mis ansias,
sin que en la vida me quede
ni consuelo ni esperanza...»
Calló el moro; dio un suspiro;
y al trasponer la montaña,
por última vez repite:
«¡A Dios, patria de mi alma!...»