Ad salutem humani
La asistencia eficaz con la que Jesucristo hasta ahora ha protegido y protegerá en el futuro a la Iglesia providencialmente fundada por él para la salud de la humanidad, si no pareciese ya conveniente de hecho, completamente necesaria, por la misma naturaleza misma de la institución divina y por la promesa del divino Fundador, como leemos en el Evangelio, podría, en todo caso, deducirse de todas las pruebas de la historia de la Iglesia misma, nunca contaminada por ninguna plaga del error, ni sacudida por las deserciones, por numerosas que sean, de sus hijos, ni por las persecuciones de los malvados, aunque llevados al extremo de la ferocidad, nunca limitada en su vigor, como con una juventud que se renueva continuamente. Varias fueron las formas y designios con los que Dios quiso, en cada época, dar estabilidad y favorecer el progreso de su perenne institución, pero sobre todo los proveyó despertando de cuando en cuando a hombres ilustres, porque ellos, con su ingenio y Obras admirablemente adecuadas a la variedad de tiempos y circunstancias, que frenaban y erradicaban el poder de las tinieblas, consolaban al pueblo cristiano. Pues bien, esta cuidadosa elección de la Divina Providencia, más que en otras, se destaca claramente en Agustín de Tagaste. Después de haber aparecido a sus compañeros casi como una lámpara en el candelero, exterminador de toda herejía y guía de la salud eterna, no solo continuó a lo largo de los siglos enseñando y consolando a los fieles, sino que también hoy aporta una gran contribución para encender el resplandor de la fuerza de la verdad de la fe y el ardor de la caridad divina. En efecto, es sabido por todos, que no pocos, aunque separados de Nosotros y que, incluso, parecen totalmente ajenos a la fe, se sienten atraídos por los escritos de Agustín, llenos de tanta sublimidad y dulce deleite. Por eso, como este año se cumple el feliz aniversario del XV centenario de la bienaventurada muerte del gran obispo y doctor, los fieles de casi todo el mundo, deseosos de celebrar su memoria, preparan solemnes manifestaciones de devota admiración. Y Nosotros, tanto por motivos de nuestro ministerio apostólico como movidos por un profundo sentimiento de alegría, queriendo participar en esta celebración universal, os exhortamos, venerados hermanos, y exhortamos con vosotros a vuestro clero y al pueblo a vosotros confiado, para unirse con Nosotros para dar gracias de todo corazón al Padre celestial por haber enriquecido a su Iglesia con tan grandes y numerosos beneficios a través de Agustín, quien supo sacar tanta riqueza de la abundante fuente de los dones divinos para sí mismo y difundirlos entre el pueblo católico. Es cierto, sin embargo, que en lugar de jactarse de un hombre que, agregado casi por prodigio al cuerpo místico de Jesucristo, quizás nunca, según el juicio de la historia, en ningún momento ni en ningún pueblo lo superó en grandeza y sublimidad, convendrá más bien, penetrar en su doctrina y alimentarse de ella e imitar los ejemplos de su vida santa.
Las alabanzas de Agustín nunca dejaron de resonar en la Iglesia de Dios, especialmente a través de los Romanos Pontífices. De hecho Inocencio I saludó al santo obispo todavía vivo, su más querido amigo[1], y alabó las cartas recibidas de él y de cuatro obispos, sus amigos[a] como «cartas llenas de fe y fuertes con todo el vigor de la religión católica»[2]. Y Celestino I defendió a Agustín, que acababa de fallecer, de sus oponentes con estas magníficas palabras: «Siempre tuvimos en nuestra comunión a Agustín de santa memoria por su vida y por sus méritos, y jamás este hombre ni siquiera fue tocado por rumores de sospecha; y recordamos que fue en su época de tanto saber que incluso fue considerado por mis predecesores siempre entre los mejores maestros. Por esto, todos tenían una buena opinión de él, como un hombre querido y honrado por todos»[3]. Gelasio I exaltó juntos a Jerónimo y Agustín, «como luminarias de maestros eclesiásticos»[4] ; y Hormisdas, al obispo Possesor que lo consultó, respondió en esta forma verdaderamente solemne: «¿Qué doctrina sostiene y afirma la Iglesia romana, eso es católica, sobre el libre albedrío y la gracia divina, a no ser en varios libros del beato Agustín, mejor que en los de Hilario y Próspero, sin embargo hay capítulos explícitos en los archivos eclesiásticos»[5]. No es diferente el testimonio de Juan II, quien, refiriéndose contra los herejes a las obras de Agustín, dice: «Su doctrina, según lo establecido por mis predecesores, es seguida y observada por la Iglesia romana»[6]. ¿Y quién no sabe cuánto, en los tiempos más cercanos a la muerte de Agustín, estaban íntimamente versados en su doctrina los Romanos Pontífices, como León Magno y Gregorio Magno? Este último, de hecho, con un sentimiento humilde para sí e igualmente honorable para Agustín, escribió a Inocencio, Prefecto de África: «Si quieres alimentarte con un delicioso sustento, lee las obras de Agustín, tu compatriota, y en comparación con aquella flor de harina no buscarás nuestro salvado»[7]. También es bien conocido cómo Adriano I solía citar pasajes de Agustín, a quien llamó el «Egregio Doctor»[8]; también se conoce como Clemente VIII para aclarar controversias difíciles y Pío VI en la Constitución Apostólica «Auctorem Fidei», para desenmascarar los engañosos malentendidos del Sínodo de Pistoya, utilizó como apoyo la autoridad de Agustín. Además de esto redunda en al honor del obispo de Hipona, que con frecuencia los Padres reunidos en el Concilio usaban las mismas palabras que él para definir la verdad católica; y basta citar como ejemplos el Concilio de Orange II y el Tridentino. Y para referirnos a Nuestros años de juventud, nos gusta referirnos aquí, y hacer resonar dulcemente en Nuestro corazón las palabras con que Nuestro predecesor el inmortal León XIII, después de haber mencionado a los doctores de las edades anteriores a la de Agustín, exalta la ayuda que el prestó a la filosofía cristiana: «Pero parecía que Agustín quitaba a todos la palma de la mano, pues, dotado de un genio muy robusto y lleno de disciplinas sagradas y profanas, combatió vigorosamente todos los errores de su época con fe suprema y con igual doctrina. ¿Qué punto de la filosofía no ha abordado? En efecto, ¿en cual no profundizó con gran diligencia, cuando explicó a los fieles los elevados misterios de la fe y los defendió de los insensatos asaltos de sus adversarios, o cuando, habiendo aniquilado las locuras de la Academia y los maniqueos, salvó los cimientos y la solidez de la ciencia humana, o cuando buscaba la razón, el origen y las causas de esos males que preocupan a los hombres?»[9].
Pero antes de entrar en la discusión del tema que nos hemos propuesto, queremos que se advierta a todos que las alabanzas verdaderamente magníficas que los antiguos autores le hicieron a Agustín deben tomarse en su valor propio, y no en el sentido en que algunos de ellos, de sentimientos no católicos, entendieron como si la autoridad de las sentencias de Agustín fuera puesta por delante de la autoridad de la Iglesia docente.
¡Oh qué «admirable es Dios en sus santos!»[10]. Y Agustín en el libro de sus Confesiones ilustró y ensalzó enormemente la misericordia usada por Dios, con acentos que parecen brotar de lo más profundo de un corazón lleno de gratitud y amor. Cualquier cosa que no llevara este nombre, por rica que fuera en doctrina, elegancia y verdad, no me atraía del todo»[11].
De joven, después, lejos de su madre y discípulo de los paganos, decayó su anterior piedad, entregándose miserablemente al servicio de los placeres del cuerpo y se enredó en las trampas de los maniqueos, permaneciendo en sus manos de este secta durante unos nueve años;
y esto permitió que el Altísimo, para que el futuro Doctor de la Gracia, aprendiera de su propia experiencia, y transmitiese a la posteridad, cuánto es la debilidad y fragilidad de un corazón, aun siendo nobilísimo, si no es fortalecido en el camino de la virtud con la ayuda de una formación cristiana y con la oración asidua, especialmente en la edad temprana, cuando la mente es más fácilmente seducida y enervada por los errores, y el corazón se ve abrumado por los primeros impulsos de los sentidos.
Asimismo Dios permitió este desorden, para que Agustín supiera en la práctica lo infeliz que es el que trata de llenarse y saciarse de los bienes creados, como él mismo confesó más tarde con franqueza ante Dios: «De hecho, siempre estuviste cerca de mí, atormentándome misericordiosamente y rociando todos mis goces ilícitos con muy amargas contrariedades, para que buscase gozar sin oposición, y al mismo tiempo no encontrando dónde hacerlo, fuera de ti, oh Señor»[12].
¿Y cómo Agustín hubiese sido abandonado a sí mismo por el Padre celestial, si por él insistía con lágrimas y oraciones Mónica, el verdadero modelo de esas madres cristianas que, con su paciencia y dulzura, con la continua invocación de la Divina Misericordia, consiguen al fin ver volver a sus hijos al camino correcto? No, no podía suceder que se perdiese el hijo de tantas lágrimas[13]; y bien dijo el mismo Agustín: «Incluso lo que narré en los mismos libros sobre mi conversión, convirtiéndome Dios a aquella fe que yo turbaba con mi mezquina y tonta locuacidad, ¿no recordáis cómo todo esto fue narrado de tal manera que se resalta que se me concedió que yo no pereciese gracias a las fieles y constantes lágrimas de mi madre?»[14].
Por tanto, Agustín poco a poco empezó a desprenderse de la herejía de los maniqueos y, como impulsado por la inspiración y el impulso divinos, a dejarse llevar al encuentro del obispo de Milán, Ambrosio, mientras el Señor «con su mano toda delicadeza y misericordia, tratando y modelando el corazón»[15] obraba de tal manera que, por medio de los eruditos sermones de Ambrosio, fue inducido a creer en la Iglesia católica y en la verdad de los Libros Sagrados; de modo que desde entonces el hijo de Mónica, aunque todavía no libre de los cuidados y halagos de los vicios, estaba ya firmemente convencido de que, por disposición divina, no hay camino a la salud sino en Jesucristo Nuestro Señor y en la Sagrada Escritura, cuya única garantía de la verdad es la autoridad de la Iglesia Católica[16].
¡Pero cuán difícil y atormentada es el cambio total de un hombre engañado durante mucho tiempo! De hecho, continuó sirviendo a la codicia y las pasiones del corazón, sin sentirse lo suficientemente fuerte como para sofocarlas; y lejos de extraer al menos el vigor necesario de la doctrina platónica sobre Dios y las criaturas, habría llevado su miseria al extremo con una miseria mucho peor, es decir, con orgullo, si no hubiera aprendido finalmente de las Epístolas de S. Pablo, que todo aquel que quiera vivir como cristiano debe buscar apoyo en el fundamento de la humildad y en la ayuda de la gracia divina.
Entonces, finalmente, un episodio que nadie puede releer o recordar sin sentirse conmovido hasta las lágrimas, arrepentido de la vida pasada y conmovido por el ejemplo de tantos fieles, que abandonaron todo para ganar lo único necesario, se entregó a sí mismo. a la misericordia divina, que lo apretó suavemente con un asedio, cuando fue golpeado, mientras rezaba, por una voz repentina que le dijo: «Toma y lee», abriendo el libro de las Epístolas que estaba cerca de él, bajo el impulso de la gracia celestial que tan efectivamente lo estimuló, ese pasaje cayó ante sus ojos: «No en la crápula y las borrachera, no en la volubilidad y deshonestidad, no en discordia y envidia, sino revístanse del Señor Jesucristo y no se preocupen de la carne en sus concupiscencias»[17][b]. Todos saben cómo desde ese momento, hasta que entregó su alma a Dios, Agustín vivió ya totalmente consagrado a su Señor.
Pronto se mostró, tales y cuántos eran sus hechos, como una "vasija de elección" el Señor había dispuesto en Agustín. Tan pronto como fue ordenado sacerdote y luego elevado al episcopado de Hipona, comenzó a iluminar con los esplendores de su inmensa doctrina y a beneficiar no solo al África cristiana sino a toda la Iglesia con los beneficios de su apostolado. Meditaba así en las Sagradas Escrituras, elevaba prolongadas y frecuentes oraciones al Señor, cuyos fervientes significados y acentos aún resuenan en sus libros, y estudiaba intensamente las obras de los Padres y Doctores que le habían precedido y a quienes humildemente veneraba, para penetrar y asimilar cada vez mejor las verdades reveladas por Dios. Aunque posterior a aquellos santos personajes que brillaban como las más espléndidas estrellas en el cielo de la Iglesia, como un Clemente de Roma y un Ireneo, un Hilario y un Atanasio, un Cipriano y un Ambrosio, un Basilio, un Gregorio Nacianceno y un Juan Crisóstomo, y aun en su mismo tiempo como Jerónimo, Agustín recibió, sin embargo, la mayor admiración de la humanidad por la agudeza y seriedad de sus pensamientos y por esa maravillosa sabiduría de sus escritos, compuestos y publicados durante un largo período de casi cincuenta años. Si es difícil seguir sus publicaciones tan numerosas y copiosas que, abarcando todas las cuestiones principales de la teología, la exégesis sagrada y la moral, son tales que los comentaristas apenas alcanzan a abrazarlas y comprenderlas todas, será bueno, sin embargo, sacara a luz de una mina tan rica de doctrina aquellas de esas enseñanzas que parecen más oportunas en nuestros tiempos y más útiles para la sociedad cristiana.
Desde el comienzo Agustín trabajó ardiéntemente para hacer que los hombres aprendieran y creyeran con firme persuasión cuál era la meta última y suprema que se les ofrecía, y cuál era el único camino a seguir para alcanzar la verdadera felicidad. Y, ¿quién, nos preguntamos, por ligero y frívolo que sea, pudo oír sin conmoverse ante un hombre, que durante tanto tiempo se dedicó a la voluptuosidad y fue rico en tantos dones como para procurarse las comodidades de esta vida, y que ahora confiesa a Dios, «Nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti?» [18]. Palabras que, si bien nos dan la síntesis de toda filosofía, nos describen vivamente tanto la caridad divina hacia nosotros, y la dignidad singular del hombre, como la condición miserable de quienes viven lejos de su Autor. Ciertamente, sobre todo en nuestro tiempo, cuando se nos manifiestan cada día con mayor claridad las maravillosas propiedades de las cosas creadas, y el hombre con la virtud de su genio reconduce sus prodigiosas fuerzas para aplicarlas a sus propios beneficios, a sus propios intereses, lujos y placeres; hoy en día, digamos, mientras las obras y obras artísticas maestras que la inteligencia o la mecánica del hombre van produciendo, se multiplican cada día, y con increíble rapidez se exportan a todos los lugares de la tierra, lamentablemente sucede que nuestra alma, hundiéndose totalmente en criaturas , olvida al Creador, busca bienes fugaces descuidando los eternos y convierte en daño privado y público, y en su propia ruina, aquellos dones que ha recibido del Dios benigno para expandir el reino de Jesucristo y promover su propia salvación. Pues bien, para no dejarnos absorber por una civilización tan humana, toda atenta a las cosas sensibles y la voluptuosidad, conviene meditar profundamente en los principios de la sabiduría cristiana, tan bien propuestos y aclarados por el obispo de Hipona: «Dios, por tanto, sapientísimo Creador y justísimo ordenador de todas las naturalezas, Él, que constituyó al género humano como el máximo ornamento de todas las cosas terrenales, dio a los hombres algunos bienes adecuados para esta vida, eso es, la paz temporal según el camino de la vida mortal, en la salvación, en la seguridad, y la sociedad del mismo género humano, y las demás cosas que son necesarias para preservar o recuperar esta misma paz, como aquellas que son convenientemente accesibles a los sentidos, la luz, la noche, el aire para respirar, el agua para beber y todo lo que se necesita para alimentar, vestir, curar y embellecer el cuerpo, con la justísima condición de que si el hombre hace un uso correcto de tales bienes proporcionados para la paz de los mortales, los recibirá mayores y mejores, es decir, la misma paz de inmortalidad y la debida gloria, y honor en la vida eterna para disfrutar de Dios y del prójimo en Dios; en cambio, quien abusa de ellos no obtendrá estos bienes y al mismo tiempo perderá los otros»[19].
Pero hablando del supremo fin concedido a los hombres, san Agustín se apresura a agregar que el esfuerzo de quienes quieran lograrlo será en vano, si no se someten a la Iglesia católica y no le dan humilde obediencia, ya que la Iglesia solo está divinamente instituida para conferir luz y fuerza a las almas, porque quien carece de esa luz y fuerza necesariamente se desvía del camino correcto y corre fácilmente hacia la ruina eterna. En efecto, Dios, por su bondad, no quiso que los hombres se quedaran como titubeantes y ciegos para buscarlo: «buscad a Dios si alguna vez lo encuentran a tientas»[20]; pero, habiendo despejado las tinieblas de la ignorancia, se dio a conocer a través de la revelación y llamó a los errantes al deber de arrepentirse: y «sobre los tiempos de tal ignorancia, habiendo cerrado Dios sus ojos, ahora ordena a los hombres que todos en todo lugar hagan penitencia»[21]. Así, habiendo guiado a los sagrados escritores con su inspiración, confió las Sagradas Escrituras a la Iglesia, para que las guarde y las interprete con autenticidad, mientras la Iglesia misma mostraba y confirmaba desde el principio el origen divino, con los milagros obrados por Cristo, su fundador: «Sanó a los que languidecían, limpió a los leprosos, devolvió el andar a los cojos, la vista a los ciegos y el oído a los sordos. Los hombres de aquel tiempo vieron el agua convertida en vino, cinco mil personas satisfechas con cinco panes, los mares pasados a pie, los muertos que resucitaron a la vida. Algunas de estas maravillas proporcionaron un beneficio más evidente al cuerpo, otras un prodigio más oculto al alma y todas el testimonio a los hombres de la majestad divina. Entonces, la autoridad de Dios atrajo hacia sí las almas errantes de los mortales»[22]. Si bien la frecuencia de los milagros se redujo algo, nos preguntamos ¿por qué sucedió esto sino porque el testimonio divino se hacía cada día más evidente por la misma maravillosa propagación de la fe y por la mejora que siguió en la sociedad, según la norma de la moral cristiana? Por tanto, dice Agustín a su amigo Honorato al procurar traerlo a la Iglesia, «¿Piensas que se ha derivado poca ventaja para los asuntos humanos del hecho de que no pocas eruditos hayan discutan, y sin embargo los ignorantes, también el vulgo de hombres y mujeres, cree y confiesa que ninguno de los elementos de la tierra o el fuego, en fin, nada que toque los sentidos del cuerpo, podemos adorar en lugar de Dios, y a Dios solo tenemos que llegar por el camino de la inteligencia? ¿Quién profesa la abstinencia hasta el punto de contentarse con un ligero sustento de pan y agua, y practica ayunos que no se observan durante un solo día, sino que se prolongan durante varios días, y la castidad hasta la renuncia al matrimonio y los hijos? ¿Quién se sobrepone a los padecimientos hasta no contar las cruces y el fuego? ¿Quién extiende la liberalidad hasta distribuir la propia riqueza a los pobres?, finalmente, ¿quién desprecia todo este mundo visible, incluso hasta la muerte? Practicar esto es de unos pocos; menor es el número de los que saben hacerlo correctamente; pero mientras tanto, aquí hay una multitud de personas que la aprueban, que la escuchan, que muestran su favor por esto, que finalmente la aman; culpan a su propia debilidad si no llegan tan lejos, pero esto no es sin provecho del espíritu en el camino de Dios, ni sin producir al menos algunas chispas de virtud. La providencia divina condujo a esto con los oráculos de los profetas; con la Encarnación y la enseñanza de Cristo; con los viajes de los Apóstoles; con los insultos, las cruces, la sangre, la muerte de los mártires; con la edificante vida de los santos, y además de todo esto, según la conveniencia de los tiempos, con milagros dignos de tan grandes hechos y virtudes. Por tanto, considerando la intervención de Dios tan evidente, con tan significativo provecho y fruto, podríamos vacilar en reunirnos en el seno de esa Iglesia, que en la Sede Apostólica, por la sucesión de Obispos, ocupa la máxima autoridad, reconocida por el género humano, no importa qué vanidosos herejes andan ladrando, condenados en parte por el juicio del pueblo, en parte por la solemnidad de los concilios y en parte por la majestad de los milagros?»[23]. Estas palabras de Agustín, además de no haber perdido hasta ahora nada de fuerza y autoridad, ciertamente, como todos ven, han sido plenamente confirmadas por el largo espacio de quince siglos, durante los que la Iglesia de Dios, aunque atormentada por tantas tribulaciones y tantos trastornos; aunque desgarrada por tantas herejías y escisiones, afligida por la rebelión y la indignidad de tantos de sus hijos, confiando sin embargo en las promesas de su Fundador, mientras ha visto caer las instituciones humanas una tras otra, no solo se mantiene a salvo y segura, sino que aún en todas las épocas, además de haber estado cada vez más adornada con ejemplos de santidad y sacrificio y de haber encendido y aumentado continuamente la llama de la caridad en numerosos fieles, ha llegado con la obra de sus misioneros y de sus mártires, a la conquista de nuevos pueblos, entre los que florecen y crecen vigorosamente la ilustre prerrogativa de la virginidad y la dignidad del sacerdocio y del episcopado; finalmente, supo inculcar en todos los pueblos su espíritu de caridad y justicia de modo que incluso los hombres que le eran extraños o incluso enemigos sólo podían sino cambiar por ella la madera de hablar y de actuar. Con razón Agustín, después de haber mostrado y opuesto a los donatistas -quienes pretendían contraer y restringir la verdadera Iglesia de Cristo a un rincón de África- la universalidad, o como se dice, la catolicidad de la Iglesia abierta a todos, de modo que podrían ser ayudados y defendidos con los medios propios de la gracia divina, concluía el argumento con estas solemnes palabras: «Seguro que juzga al mundo entero»[24]; cuya lectura, no hace mucho, conmovió tanto el alma de un ilustre y muy noble personaje, que sin larga y seria vacilación resolvió entrar en el único redil de Cristo[25].
Por otra parte, Agustín declaró abiertamente que esta unidad de la Iglesia universal, no menos que la inmunidad de su magisterio ante cualquier error, no sólo procedía de su Cabeza invisible Cristo Jesús, que «gobierna su cuerpo desde el cielo»[26] y habla a través de su Iglesia docente[27], pero también de la cabeza visible en la tierra, el Romano Pontífice, quien, por legítimo derecho de sucesión, se sienta en la Cátedra de Pedro; ya que esta serie de los sucesores de Pedro «es la misma piedra que no puede vencer las orgullosas puertas del infierno»[28], y ciertamente en el seno de la Iglesia «nos guarda, comenzando por el mismo apóstol Pedro, a quien el Señor , después de su resurrección, confió para alimentar a sus ovejas, la sucesión de sacerdotes hasta el presente episcopado»[29].
Por eso, cuando la herejía pelagiana comenzó a extenderse y sus seguidores intentaron, con engaño y astucia, confundir las mentes y almas de los fieles, los Padres del Concilio Milevitano[c] que, además de otros Concilios, se reunieron, por obra y casi bajo la guía de Agustín, ¿acaso no presentaron a Inocencio I las cuestiones que discutieron y los decretos que se hicieron para resolverlas para que él los aprobara? Y el Papa, en respuesta, elogió a esos Obispos por su celo por la religión y por su alma muy devota al Romano Pontífice, «sabiendo ellos - así les dijo - que de la fuente apostólica siempre emanan para los que las piden las respuestas para todas las regiones; sobre todo, cuando se trata de la regla de la fe, que no a otro arbitro deben acudir sino a Pedro, esto por causa de su nombre y honor, todos nuestros hermanos y colaboradores del episcopado, como ahora se ha restablecido vuestra Caridad, lo que puede aprovechar en común para todas las Iglesias de todo el mundo.»[30]. Así, tras ser llevada allí la sentencia del Romano Pontífice contra Pelagio y Celestio[d] Agustín en un discurso al pueblo pronunció estas memorables palabras: «Las sentencias de dos Concilios ya han sido enviadas a la Sede Apostólica por esta causa; las respuestas también se obtuvieron de él. La causa se acabó; Dios quiera que el error también termine de una vez»[31]. Palabras que, de forma un tanto resumida, se han convertido en proverbio: Roma ha hablado, causa concluida[e]. Y en otra parte, después de haber informado de la sentencia del Papa Zósimo que condenó y reprendió a los pelagianos, dondequiera que estuvieran, dijo así: «En estas palabras de la Sede Apostólica, la fe católica, tan antigua y tan segura, suena tan segura y clara que para al cristiano no es legítimo dudarlo»[32]. Pues bien, quien crea a la Iglesia, que de su divino Esposo recibió las riquezas de la gracia celestial para distribuirlas especialmente a través de los sacramentos, siguiendo el ejemplo del Buen Samaritano, pone aceite y vino en las heridas de los hijos de Adán para purificar al culpable de la culpa., para fortalecer al débil y al enfermo, y finalmente para conformar a los buenos al ideal de una vida más perfecta. Y aunque algún ministro de Cristo haya fallado a veces en su deber: ¿acaso por eso la virtud de Cristo habrá quedado ineficaz? «Y yo digo –escuchemos al obispo de Hipona-, y todos decimos que los ministros de tal juez deben ser justos; sean ministros justos, si quieren; sin embargo, si no quieren ser justos que se sienten en la cátedra de Moisés, me tranquilizó mi maestro, de quien su Espíritu dijo: Este es el que bautiza»[33]. ¡Ojalá verdaderamente hubieran escuchado a Agustín, o le oyeran hoy todos aquellos que acostumbran a tomar, como los donatistas, el motivo de la caída de algún sacerdote para rasgar el vestido inconsútil de Cristo, y arrojarse así miserablemente fuera del camino de la salud!
Hemos visto como nuestro santo, aun siendo tan sublime en talento, se sometía humildemente a la autoridad de la Iglesia docente, bien persuadido, mientras hiciese, de no desviarse ni un punto de la doctrina católica. Además, habiendo meditado cuidadosamente esa frase: «Si no has creído, no entenderás»[34], había comprendido perfectamente que no sólo aquellos que, más obedientes a las enseñanzas de la fe, meditan en la palabra de Dios con un alma ávida y humilde, son ilustrados por esa luz celestial que se niega a los soberbios; pero también que pertenece al oficio de los sacerdotes -cuyos labios deben custodiar la ciencia[35], estando obligados a explicar y defender debidamente las verdades reveladas, y hacer comprender a los fieles su significado-, meditar profundamente ña verdad divina, en la medida en que por la bondad divina es dado a cada uno. Así, iluminado por la Sabiduría increada, en la oración y meditación de los misterios de las cosas divinas, pudo, con sus escritos, legar a la posteridad un vasto y maravilloso complejo de doctrina sagrada. Venerables Hermanos, quien haya repasado por un poco tiempo su abundante obra no puede ciertamente ignorar cuán agudamente el obispo de Hipona se esforzó por progresar en el conocimiento del mismo Dios. ¡Oh, qué bien supo elevarse de la variedad y armonía de las cosas creadas a su Creador, y con qué eficacia trabajó tanto con sus escritos como con su palabra para que, mediante este trabajo, también el pueblo confiado a su cuidado se elevase también hacia Dios, «la belleza de la tierra - dijo - es casi una voz de la tierra silenciosa! Considerando cuidadosamente su belleza, viendo cuán fecunda es, cuán rica en fuerza, cómo hace germinar las semillas, cómo a menudo produce incluso donde no fue sembrada, uno se siente espontáneamente conducido casi a interrogarla, ya que la misma búsqueda es una interrogación. De las cosas estupendas reveladas por una investigación cuidadosa, viendo tanta potencia, tanta belleza, tanta excelencia de virtud, tu mente se ve llevada a pensar cómo ella, no pudiendo existir por sí misma, debe haber recibido el ser no de sí misma sino del Creador. Y lo que encontraste en ella es el grito de su confesión para que tú alabes al Creador. Y consideradas todas las bellezas de este mundo, ¿acaso no escuchas esa belleza responder como a una voz? ¿No son obra mía sino de Dios?»[36]. Y con tal magnificencia de elocuencia, cuántas veces exaltó la perfección infinita, la belleza, la bondad, la eternidad, la inmutabilidad y el poder de su Creador, sin dejar de considerar cómo Dios puede ser mejor pensado que expresado, cómo es mejor en el ser que en pensamiento[37], y cómo el nombre que le conviene es el mismo que Dios reveló a Moisés cuando lo interrogó para saber quién lo enviaba es más adecuado para el Creador[38]. Sin embargo, no se contentó con investigar la naturaleza divina con las únicas fuerzas de la razón humana, sino que, siguiendo la luz de las Sagradas Escrituras y el Espíritu de Sabiduría, como tantos Padres predecesores suyos, aplicó todo el vigor de su poderoso genio para asomarse a lo más profundo de todos los misterios para defenderlos de los impíos asaltos de los herejes, con una constancia que diríamos sin límites y un ardor maravilloso de espíritu: nos referimos a la adorable Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la unidad de la naturaleza divina. Lleno de luz celestial, razona sobre este primer y fundamental artículo de la fe católica con tal profundidad y sutileza que, de alguna manera, a los doctores que le siguieron les fue suficiente basarse en las reflexiones de Agustín para elevar esos sólidos testimonios de la ciencia divina a la realidad, en el que han sido obstaculizados en todo tiempo los dardos de la depravada razón humana encaminados a combatir este misterio, el más difícil de comprender. Presentemos ahora la doctrina del Obispo de Hipona: «Con propiedad hay que decir que en esta Trinidad pertenece a las personas individuales claramente lo que se dice mutuamente en un sentido relativo, es decir, con respecto a otras Personas, como Padre e Hijo y Espíritu Santo, Don de ambos: porque el Padre no es la Trinidad, el Hijo no es la Trinidad, el Don no es la Trinidad. Y lo que se dice de cada uno en sí mismo, no se dice de los tres en plural, sino de uno solo, la Trinidad misma; como Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo: bueno es el Padre, bueno es el Hijo, bueno es el Espíritu Santo; el Padre es omnipotente, el Hijo es omnipotente, el Espíritu Santo es omnipotente; pero no tres Dioses, ni tres buenos, ni tres omnipotentes, sino un solo Dios, bueno, omnipotente, la misma Trinidad; y todo otra cosa no se dice en relación entre sí, sino de cada uno en sí mismo. En efecto, se dice de ellos como de la Esencia, porque ser aquí es tan válido como ser grande, ser bueno, ser sabio y todo lo demás que se dice de cada persona o de la misma Trinidad»[39]. Presentado este misterio, ciertamente con tanta sutileza y concisión, intenta luego hacerlo entender de alguna manera a través de similitudes apropiadas: así, por ejemplo, cuando ve una imagen de la Trinidad en el alma humana que va camino de la santidad. De hecho, en el mismo acto en que se recuerda a Dios, piensa en él y lo ama: y esto nos muestra de cierta manera cómo el Verbo es engendrado por el Padre, «que todo aquello que tiene substancialmente en sí de coeterno, se dice de cierto modo del Verbo»[40]; y cómo el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, que «nos muestra la caridad común con la que el Padre y el Hijo se aman recíprocamente»[41]. Agustín nos advierte que esta imagen de Dios, que está en nosotros, debemos hacerla más espléndida y más bella cada día hasta el final de la vida; de modo que cuando se llegue ese término, esa imagen divina ya infundida en nosotros «se hará perfecta a través de la misma visión que se disfrutará después del juicio cara a cara, mientras que ahora sólo se contempla por reflejo en enigma»[42]. Nunca se puede admirar suficientemente la declaración que nos hace el Doctor de Hipona sobre el misterio del Unigénito de Dios hecho carne, cuando pide explícitamente (con esas palabras que San León Magno utiliza en la Carta Dogmática a León Augusto) que «debemos reconocer en Cristo una doble sustancia, a saber, la divina, por la que es igual al Padre, y la humana, por la que el Padre es superior. Las dos sustancias unidas no forman dos, sino un solo Cristo; para que Dios no sea una Cuaternidad sino una Trinidad. De hecho, así como el alma racional y la carne forman un solo hombre, así Dios y el hombre forman un solo Cristo»[43]. Sabiamente obró Teodosio el Joven, cuando, con toda muestra de reverencia, ordenó que fuera inducido a participar en el Concilio de Éfeso, que abatió la herejía de Nestorio: pero una muerte inesperada impidió a Agustín unir su voz fuerte y poderosa a la voz de los demás Padres presentes, en la condena del hereje que se había atrevido, por así decirlo, a dividir a Cristo y desafiar la maternidad divina de la Santísima Virgen[44]. No queremos dejar de recordar, aunque apenas lo toquemos ligeramente, que una vez que Agustín puso en clara luz la dignidad real de Cristo, que Nosotros hemos señalado y propuesto para el culto de los fieles en la encíclica «Quas primas»[f], publicada al final del Año Santo: lo que también resulta de las lecciones extraídas de sus escritos, que nos gustó introducir en la liturgia de la fiesta de Nuestra Señora Jesucristo Rey.
Nadie ignore, quizá, cómo él, abrazando la historia del mundo entero de un vistazo, apoyándose en aquellas ayudas que podrían prestarle tanto la lectura asidua de la Biblia como la ciencia humana de aquellos tiempos, en su excelente obra De la ciudad de Dios trató admirablemente del gobierno por parte de Dios de todas las cosas y todos los acontecimientos. Con esa profunda perspicacia suya ve y distingue, en el avance y progreso de la sociedad, dos ciudades, fundadas en «dos amores: es decir, el amor terrenal de uno mismo hasta el desprecio de Dios, y el amor celestial de Dios hasta el desprecio de sí mismo»[45]; la primera, Babilonia; la segunda Jerusalén; que «están ambas mezcladas, y continuarán mezcladas desde el origen del género humano hasta el fin del mundo»[46]; pero no con el mismo resultado, ya que mientras llega el día en el que los ciudadanos de Jerusalén serán llamados a reinar con Dios eternamente, los seguidores de Babilonia tendrán que expiar sus iniquidades por toda la eternidad junto con los demonios. Así, para la mente investigadora de Agustín, la historia de la sociedad humana aparece como un cuadro del incesante efusión de la caridad de Dios en nosotros, que promueve el aumento de la ciudad celestial que él fundó en medio de triunfos y tribulaciones, pero de tal manera que las locuras y los excesos, forjados por la ciudad terrena, tienen que servir a su progreso, según está escrito: «a los amantes de Dios, a los que sólo se les llama santos, todo se vuelve bien»[47]. estúpidos y necios son, por tanto, cuantos consideran el curso de los siglos está dominado por la burla y el juego de la ciega fortuna; como si sólo estuviera dominado por la codicia y la ambición de los poderosos de la tierra, o como un impulso incesante del espíritu para ayudar a las fuerzas humanas, para favorecer el progreso de las artes, para procurar las comodidades de la vida; mientras que, por el contrario, estos sucesos naturales no tienen otro objetivo que servir y secundar al aumento de la Ciudad de Dios, es decir, a la difusión de la verdad evangélica y al logro de la salvación de las almas en conformidad con escondidos pero siempre misericordiosos consejos de Aquel «que atrae con fuerza de un extremo al otro y lo dispone todo con dulzura»[48]. Para insistir un poco en este punto, diremos de nuevo que Agustín señala la nota de ignominia, incluso –más exactamente- el ardiente estigma del paganismo de griegos y romanos; de cuya religión algunos escritores de nuestro tiempo, ligeros y disolutos, parecen emplearse inútilmente en él, estimándolo como excelente por la belleza, la armonía y el encanto. Él, que conocía bien cómo vivían sus contemporáneos infelizmente ajenos a Dios, recuerda, a menudo con palabras mordaces, a veces con frases desdeñosas, todo lo que violento, insípido, atroz y lujurioso se había infiltrado por la obra de los demonios en las costumbres de los hombres a través del falso culto de los dioses. Además, nadie podría encontrar la salvación en ese falaz ideal de perfección que propone la Ciudad terrena: no hay nadie que pueda restablecerla para sí, y aunque lo lograse, no obtendría más que el sabor de una gloria vana y fugaz. Agustín elogió a los antiguos romanos, ya que «hombres, honestos y educados de acuerdo con las leyes entonces vigentes, pospusieron los intereses privados a los públicos, es decir, a los del Estado, y silenciando su avaricia desdeñaron el erario público y suplieron espontáneamente a las necesidades del país; se valieron de todos estos medios como un medio para alcanzar honores, imperio y gloria; fueron honrados por casi todos los pueblos; y sometieron a muchos pueblos a las leyes del imperio»[49]. Pero, como agrega un poco más tarde, con tantos esfuerzos, ¿qué más lograron «sino esa pompa inútil y vana de gloria humana, a la que se reduce toda la recompensa de tantos que ardieron de codicia y libraron guerras furiosas?»[50]. Sin embargo, no se sigue que los felices éxitos y el imperio mismo, que nuestro Creador usa de acuerdo con el consejo secreto de su providencia, sean un privilegio reservado solo para aquellos que no se preocupan por la Ciudad celestial. Dios, de hecho, «al emperador Constantino, que no invocó demonios sino que adoró al mismo Dios verdadero, lo colmó de tantos dones temporales como nadie se atrevería a desear»[51]; y concedió una próspera fortuna e innumerables triunfos a Teodosio, quien dijo que estaba «más feliz de pertenecer a la Iglesia que al imperio terrenal»[52], y reprendido por Ambrosio para la masacre de Tesalónica «hizo penitencia de tal modo que la gente que rezaba por él derramaba más lágrimas al ver humillada la majestad imperial, que cuando temía el furor de su pecado»[53]. De hecho, aunque los bienes de este mundo se dan indiscriminadamente a todos, buenos y malos, así como las desgracias pueden golpear a todos, honestos y malvados, no se puede dudar que Dios distribuye los bienes y males de esta vida como mejor benefician a la salvación eterna de las almas y por el bien de la ciudad celestial. Por lo tanto, los príncipes y gobernantes, habiendo recibido el poder de Dios para que con su trabajo se esfuercen, cada uno dentro de los límites de su propia autoridad, por llevar a cabo los planes de la divina Providencia, cooperando con ella para procurar el bienestar temporal de los ciudadanos, evidentemente nunca deben perder de vista ese noble objetivo que se propone a todos los hombres; y no solo no deben hacer ni ordenar nada que pueda ir en detrimento de las leyes de la justicia y la caridad cristiana, sino que deben facilitar el camino para que sus súbditos conozcan y obtengan bienes no transitorios. «De hecho -así dice el obispo de Hipona- no llamamos afortunados a algunos emperadores cristianos por haber tenido un reinado largo, por haber muerto pacíficamente, dejar a sus hijos en el trono, por haber domesticado a los enemigos del Estado, por haber podido evitar y vencer a sus súbditos rebeldes. En esta vida turbulenta, de tales dones o comodidades, y aun de otros, han sido dotados algunos que adoraban a los demonios y por tanto no pertenecían, como éstos, al reino de Dios. Y esto, en virtud de la misericordia divina, a fin de que quienes creyeran en Dios no fuesen tras estos bienes, como si fueran los supremos. En cambio, los llamamos felices si mandan con justicia; si, recordando que son hombres, no se dejan embriagar con arrogancia por los lenguajes que los exaltan y por homenajes demasiado serviles; si ponen su autoridad al servicio de la divinidad. majestad, especialmente por la expansión de su culto; si temen, aman y honran a Dios; si aman especialmente aquel reino donde no temen a los rivales; si son lentos para castigar, fáciles de perdonar; si castigan por la necesidad de gobernar y defender la república y no para saciar el odio de las enemistades; si conceden el perdón, no por la impunidad de la culpa, sino por la esperanza de corrección; si, cuando se ven obligados a castigar con dureza, compensan, con la dulzura de la misericordia y con la amplitud de los beneficios; si en ellos suntuosidad es tanto más refrenda en cuanto podría ser más elevada; si prefieren dominar la voraz codicia antes que los pueblos; y si hacen todas estas cosas no por una gloria vana, sino por el amor de la felicidad eterna y no descuidan sacrificar a su Dios verdadero el sacrificio de humildad, misericordia y oración por sus pecados. Tales son los emperadores cristianos que decimos que en tanto se alegran de la esperanza en esta tierra, tanto más se alegrarán cuando llegue la bienaventuranza eterna que aguardamos»[54]. Este es un ideal del príncipe cristiano del que no se puede encontrar otro más noble y más perfecto; pero ciertamente no será aceptado ni abrazado por aquellos que confían en la sabiduría humana, a menudo embotados en sí mismos y más a menudo cegados por pasiones; pero sólo quien, formado en la doctrina del Evangelio, sabe que preside los asuntos públicos en virtud de una disposición divina, y que esto no se puede hacer de la mejor manera y con feliz éxito si no está profundamente arraigado en el sentimiento de justicia, unido a la caridad y la humildad interior: ««Los reyes de los pueblos que gobiernan con imperio y los que los tienen bajo su dominio se autodenominan benefactores. Sin embargo, no así para vosotros, sino que el mayor entre vosotros llegue a ser como el menor, y el que gobierne sea como el que sirva»[55]. Mientras, por tanto, están en gran error todos los que ordenan las condiciones del Estado, independientemente del fin último del hombre, ni del uso regulado de los bienes de esta vida; están igualmente equivocados muchos otros que piensan que las leyes que gobiernan la vida y favorecen el progreso de la humanidad, no pueden ser regulados de la misma manera que los preceptos de Aquel que proclamó: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»[56]; de Cristo Jesús, digamos, que quiso embellecer y fortificar a su Iglesia con una constitución tan magnífica e inmortal, que tantas vicisitudes de las cosas y de los tiempos, tantas persecuciones nunca pudieron en todo el espacio de veinte siglos, ni podrán jamás sacudirla en el futuro o hasta el fin del mundo. ¿Por qué, entonces, cuántos gobernadores de pueblos, preocupados por el bien y la salvación de sus ciudadanos, deben impedir la acción de la Iglesia? ¿No deberían ofrecerse a ayudarla, en la medida en que las circunstancias lo permitan? De hecho, el Estado no tiene por qué temer una invasión de la Iglesia en sus propios fines y derechos; en efecto, los cristianos desde el principio respetaron estos derechos con tal deferencia, según preceptos de su Autor, quien, expuesto al acoso y la muerte, pudo decir justamente «Los príncipes me persiguieron sin razón»[57]. Con ese propósito, con su habitual claridad, Agustín dijo: «¿De qué manera los cristianos han dañado alguna vez los reinos terrenales?" ¿Prohibió su Rey a sus soldados prestar y realizar lo que se les debía a los reyes de la tierra? Pero a los judíos que estaban tramando sobre eso una difamación contra él, ¿no les dijo: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios? ¿Y no pagó él mismo el tributo sacándolo de la boca de un pez? ¿No es cierto que su precursor no les dijo a los soldados de este reino, quienes le preguntaron qué hacer para la salvación eterna: desata el cinturón, tira tus armas, abandona a tu rey, para que seas soldados de Dios; sino que él dijo en cambio: No oprimas a nadie, no difames a nadie, conténtate con tu salario? ¿No proclamó uno de sus soldados, y un compañero muy querido para él, a sus compañeros soldados y, por así decirlo, a los compatriotas de Cristo: Que todo hombre esté sujeto a las mayores autoridades? Y un poco después dijo: da a todos lo que debes: a quien tributo, el tributo; a quien impuesto, el impuesto; a quien temor, el temor; a quien honor, honor; no estés en deuda con nadie, si no fuera por el amor mutuo. Y aún así, ¿no ordenó que la Iglesia también rezara por los mismos reyes? Entonces, ¿qué ofensa les hicieron los cristianos? ¿Qué deuda no cumplieron? ¿Qué orden de reyes terrenales no llevaron a cabo los cristianos? Por tanto, los reyes de la tierra persiguieron sin razón a los cristianos»[58] Ciertamente, se debe exigir a los discípulos de Cristo que obedezcan las leyes justas de su nación, siempre y cuando no quieran mandar o prohibir algo que la ley de Cristo prohíbe o manda, dando lugar a un desacuerdo entre la Iglesia y el Estado. Por tanto, apenas podemos añadir algo -pues Nos parece haber indicado lo suficiente-, que la Iglesia no puede dañar al Estado, sino por el contrario más bien proporcionarle mucha ayuda y utilidad. Sobre este punto no es necesario volver a traer las hermosas palabras del obispo de Hipona, ya recogida en Nuestra última encíclica «De chistiana iuventutis educatione»[g] o las que nuestro predecesor inmediato de feliz recuerdo Benedicto XV recogió igualmente en su Encíclica «Pacem Dei munus»[h], para mostrar más claramente que la Iglesia siempre se esforzó por unir a las naciones por medio del derecho cristiano, e igualmente promovió en todo momento todo lo que pudiera establecer entre los hombres los beneficios de la justicia, la caridad y la paz común, para que pudieran tender "«a una cierta unidad, generando prosperidad y gloria».
Por otra parte, después de haber descrito las notas propias del gobierno divino, desarrollando brevemente puntos que le parecían tocar a la Iglesia y al Estado, Agustín no se detiene, sino que pasa a investigar con perspicacia muy sutil y a contemplar cómo la gracia de Dios, de un manera completamente interno y misterioso, mueve el intelecto y la voluntad del hombre. Y cuánto poder tiene esta gracia de Dios en el alma, él mismo lo había experimentado cuando, transformado maravillosamente en un momento en Milán, advirtió que toda la oscuridad de la duda se desvanecía. «¡Qué dulce - decía - se me hizo de repente perder la satisfacción de las bagatela! si antes tenía miedo de perderlas, ahora disfrutaba dejándolas. Tú los alejaste de mí, Tú, verdadera y suprema dulzura, los alejaste y entraste en su lugar, más dulce que cualquier placer, pero no dulce para la carne y la sangre; más clara que cualquier luz, pero más íntima que cualquier secreto; más alto que cualquier honor, pero no para los altivos»[59]. Mientras tanto, el obispo de Hipona mantuvo la Sagrada Escritura como su maestra y guía y especialmente las cartas del Apóstol Pablo, que del mismo modo maravilloso había sido una vez llevado a seguir a Cristo, conforme a la doctrina tradicional transmitida por el pueblo santísimo, y al sentimiento católico de los fieles; y con un celo cada vez más ardiente se levantó contra los pelagianos, que vociferaban arrogantemente que la redención humana de Jesucristo carecía de toda eficacia; finalmente, iluminado por el espíritu divino, durante varios años estuvo investigando la ruina de la humanidad, tras la caída de los antepasados, las relaciones entre la gracia de Dios y el libre albedrío y los asuntos que llamamos predestinación. Y con tal sutileza y acierto investigó, que posteriormente, llamado y considerado como «el Doctor de Gracia», ayudó, inspirándolos, a todos los demás escritores católicos de épocas posteriores, y al mismo tiempo les impidió errar en tan difícil cuestiones o por uno u otro extremo de estos dos puntos: es decir, no se debe enseñar, o que en el hombre caído de la prístina integridad el libre albedrío es una palabra sin realidad, como gustó a los primeros innovadores y jansenistas; o que la gracia divina no se concede gratuitamente y no puede hacer todo, como soñaron los pelagianos. Pero para traer aquí algunas consideraciones prácticas que son oportunas para ser meditadas con gran fruto por los hombres de nuestro tiempo, es muy claro que los lectores de Agustín no serán arrastrados al error más pernicioso que se popularizó en el siglo XVIII, a saber, que las inclinaciones naturales de la voluntad nunca deben ser temidas ni reprimidas, porque todas son buenas. De este falso principio se originaron ambos métodos de educación, reprobados no hace mucho en Nuestra Encíclica «De christiana iuventutis educatione»[g]; métodos que llegan a tales extremos que, una vez eliminada toda separación de sexos, no emplea ninguna precaución contra las nacientes pasiones de niños y jóvenes; tanto esa licencia para escribir y leer, para procurarse y asistir a espectáculos, en los que se preparan insidiosos peligros para la inocencia y el pudor, y, lo que es peor, ruinosas caídas; como también esa forma deshonesta de vestir, que las mujeres cristianas nunca podrán esforzare suficientemente para desarraigarla, Pues enseña nuestro Doctor que el hombre, después del pecado de sus antepasados, ya no se encuentra en la integridad en la que fue creado, y desde la que, mientras la disfrutaba, fue fácil y rápidamente conducido a actuar rectamente; pero que, en cambio, en la presente condición de vida mortal, es necesario que domine las malas y opuestas pasiones, por las que es atraído y seducido, según el dicho del Apóstol: «En mis miembros veo otra ley, que se opone a la ley de mi mente y me hace esclavo de la ley del pecado, que está en mis miembros»[60]. Admirablemente comentó Agustín este punto a su pueblo: «Hermanos, mientras vivamos aquí, así será: también para nosotros que somos viejos en esta batalla, tenemos menos enemigos, pero sin embargo los tenemos. En cierto modo nuestros enemigos están cansados incluso por la edad, pero aún así no dejan de perturbar la quietud de la vejez con todo tipo de malos movimientos. La batalla de los jóvenes es más encarnizada; lo sabemos; por ella hemos pasado … Pues, mientras llevéis el cuerpo mortal, el pecado lucha contra vosotros: pero, no domina. ¿Qué significa no domina? Esto es, para obedecer sus deseos. Si comienzas a obedecer, domina. ¿Y qué significa obedecer, sino prestar tus miembros al pecado como instrumentos de iniquidad? No prestes tus miembros al pecado como instrumentos de iniquidad. Dios te dio el poder de refrenar a tus miembros con su Espíritu. Se rebela la libido; refrena tus miembros; ¿Qué hará esta rebelión? Tú refrena a los miembros; no prestes tus miembros a instrumentos de iniquidad para pecar, no armes a tu adversario contra ti. Contén tus pies para que no se dirijan a cosas ilícitas. La libido surge: refrena tus miembros; aparta tus manos de todo crimen; contén tus ojos para que no vean el mal, contén tus oídos para que no escuchen voluntariamente palabras lujuriosas; domina lo más elevado, y lo más bajo ¿Qué hace la libido? Sabe cómo rebelarse, pero no sabe cómo vencer. Levantándose a menudo en vano, también aprende a no levantarse»[61]. Si para tal batalla utilizamos las armas de la salvación, después de haber comenzado a abstenernos del pecado, calmado gradualmente el ímpetu de los enemigos y desconcertado su fuerza, finalmente volaremos a ese reino de paz, donde triunfaremos con infinita alegría. Si hemos ganado entre tantos obstáculos y batallas, habrá que atribuirlo a la gracia de Dios, que internamente ilumina la mente y fuerza la voluntad; a la gracia de Dios que, habiéndonos creado, todavía puede inflamar nuestras almas con la caridad con los tesoros de su sabiduría y poder y llenarlo por completo. Con razón, pues, la Iglesia, que a través de los sacramentos difunde la gracia en nosotros, se llama santa, porque no sólo hace que innumerables hombres se unan a Dios en un estrecho vínculo de amistad y perseveren en él en todos los tiempos, sino que entre estos conduce y eleva a muchos a una invencible grandeza de alma, a la perfecta santidad de vida, a hazañas heroicas. Pues, ¿acaso no aumenta cada año el número de mártires, vírgenes y confesores que propone a la admiración e imitación de sus hijos? ¿No son hermosas flores de virtud heroica, de castidad y caridad, estas que la gracia de Dios trasplanta de la tierra al cielo? Sólo aquellos que resisten las inspiraciones divinas y no hacen un uso adecuado de su libertad permanecen y languidecen miserablemente en la primera debilidad. La gracia de Dios no nos permite desesperar por la salvación de nadie mientras viva, y de hecho esperamos un mayor aumento en la caridad cada día. En su gracia se pone el fundamento de la humildad, ya que cuanto más perfecto es uno, más debe recordar esas palabras: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué jactarte como si no lo hubieras recibido?»[62]; y no puede dejar de mostrarse agradecido con quien «reservó para los débiles esta fuerza de ser, con su ayuda, invencible en querer lo bueno, e invencible en no querer abandonarlo»[63]. El benignísimo Jesucristo nos urge a pedir los dones de su gracia: «Pedid y se os dará; Buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. De hecho, todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; ya los que al que llama se le abrirá»[64]. El mismo don de la perseverancia «se puede ganar con la súplica»[65]. Así es que en los lugares sagrados no cesa la oración privada y pública: «Pues, ¿cuándo no se rezó en la Iglesia por los infieles y por sus enemigos, para que crean? ¿Cuándo tuvo un fiel un amigo, un pariente, un cónyuge infiel sin pedirle al Señor una disposición de ánimo dócil a la fe cristiana? ¿Quién no pidió nunca para sí mismo perseverar en el Señor?»[66]. Por eso, Venerables Hermanos, manteneos suplicando, y suplique con vosotros el clero y vuestro pueblo - recomienda el Doctor de la Gracia-, especialmente por aquellos que carecen de la fe católica o se apartan del camino correcto; procurad, además, procurad aquellos que se muestren aptos y llamados al sacerdocio sean educados de manera santa, pues ellos llegarán a ser, cada uno de acuerdo con su oficio, dispensadores de la divina gracia.
Possidio[i], el primero que escribió sobre la vida de Agustín, ya entonces afirmaba que mucho más que los lectores de sus obras, «quienes pudieron oírle hablar y verle presente en la Iglesia y que en particular no desconocían su comportamiento entre los hombres, pudieron sacar provecho de él. Porque no sólo fue un escriba, erudito en el reino de los cielos, que saca cosas nuevas y viejas de su tesoro; o un comerciante que, habiendo encontrado la perla preciosa, la compró vendiendo todas sus pertenencias; sino también uno de aquellos de quienes está escrito: Así habla y así hace; y de quien dice el Salvador: Cualquiera que haga esto y así enseñe a los hombres, será llamado grande en el reino de los cielos»[67]. Por tanto, partiendo de la primera de todas las virtudes, la caridad de Dios, nuestro Agustín, renunciando a todo lo demás, de tal modo lo deseaba y buscaba, que con igual constancia lo incrementó en sí mismo, y que con razón se representa con un corazón ardiente en la mano. ¿Y quién ha leído las "Confesiones" aunque sea una vez, podrá olvidará jamás aquella conversación que mantuvo el hijo con su madre en la ventana de la casa de Ostia? ¿No es la descripción de esa escena tan vívida y tan tierna que parece que vemos a Agustín y a Mónica fijos en la contemplación de las cosas celestiales? «Pues dulcemente conversábamos a solas – así escribe- y olvidando el pasado, mirando hacia adelante, buscábamos entre nosotros la presencia de la Verdad, que eres tú, lo que debe ser la vida eterna de los santos, que ojo nunca vio, ni oído oyó, ni la mente del hombre comprendió. Pero aplicábamos la boca del corazón a las celestiales aguas de tu fuente, una fuente que está junto a ti, para que, rociados por ella, según nuestra capacidad pudiéramos de alguna manera captar con el pensamiento algo tan grande… Y, mientras hablábamos y lo anhelábamos, alcanzábamos a tocar lo moderadamente con todo el ímpetu del corazón, y suspiramos y, como prisioneros, dejamos ahí las primicias del espíritu y regresamos al sonido de nuestra voz donde la palabra comienza y termina. Pero, ¿qué se parece a tu Palabra, nuestro Señor, que subsiste en sí misma y nunca envejece y renueva todo?»[68]. No puede decirse que tales éxtasis de mente y corazón fuesen inusuales en su vida. Así Ya que en cada instante del tiempo libre de los deberes y labores cotidianos, meditaba en las Sagradas Escrituras, tan conocidas por él, para captar el deleite y la luz de la verdad; con pensamiento y cariño se elevó en sublime vuelo desde las obras de Dios y de los misterios de su infinito amor hacia nosotros, paso a paso, hasta las perfecciones divinas y casi se sumergió en ellas, en cuanto le era dado por la abundancia de gracia sobrenatural. «Y a menudo vuelvo a hacer esto –parece comunicarnos como un misterio- esto me deleita y, cuando puedo relajarme de las ocupaciones necesarias, me refugio en este deleite. Tampoco en todas las cosas que recorro consultándote encuentro un lugar seguro para mi alma si no en ti, donde se juntan mis cosas dispersas y nada de mí se aparta de ti. Y a veces me haces entrar en un cariño muy insólito, dentro de un no sé qué de dulzura, que si llegara a su punto máximo en mí, no sé qué sería, pero seguro que no sería ya esta vida»[69][69]. Por eso exclamó: «¡Tarde te amé, o belleza tan antigua y tan nueva!, tarde te amé»[70]. Con qué cariño contemplaba la vida de Cristo, cuya semejanza cada día más perfecta trataba de imprimir en sí mismo, compensando el amor con amor, no de otra forma que él mismo inculcaba a las vírgenes con su consejo: «A vosotras se une con todo su corazón, quien por vosotras está clavado en la cruz!»[71]. Ciertamente ardía con este este amor de Dios, cada día más vivo, progresó increíblemente en todas las demás virtudes. Tampoco podemos dejar de admirar cómo un hombre así -que por su extraordinaria excelencia de ingenio y santidad fue venerado, exaltado, consultado y escuchado por todos-, sin embargo, en sus escritos destinados al público y en sus cartas, intentaba sobre todo que la alabanza que se le atribuía fuera para el autor de todo bien, es decir, aquel a quien solamente se le debía, y que animase a los demás y, salvando la verdad, los elogiaba. Además, empleaba el máximo respeto hacia sus colegas en el episcopado, especialmente hacia los más insignes que le habían precedido, como Cipriano y Gregorio Nacianceno, Hilario y Juan Crisóstomo, como Ambrosio, su maestro en la fe, a quien veneraba como un padre y de quien solía recordar sus enseñanzas y ejemplos. Pero sobre todo en él resplandecía, como inseparable del amor de Dios, la caridad hacia e las almas, especialmente de aquellas que estaban encomendadas a su oficio pastoral.
De hecho, desde que, por inspiración divina, por la confianza del obispo Valerio y la elección del pueblo, fue iniciado en el sacerdocio y luego elevado a la cátedra de Hipona puso todo su empeño en llevar al rebaño a la felicidad celestial, tanto alimentándolo de la sana doctrina como protegiéndolo de los asaltos de los lobos. Por eso, uniendo la fortaleza con la caridad hacia los equivocados, combatió las herejías, advirtió al pueblo contra los engaños que usaban en ese momento los maniqueos, los donatistas, los pelagianos, los arrianos; y a ellos mismos los refutó de tal manera que no solo detuvo la difusión de falsas doctrinas y recuperó las almas que extraviaban, sino que también los convirtió a la fe católica. Por tanto, siempre estaba dispuesto para discutir, incluso en público, confiando plenamente en la ayuda divina, en la fuerza y virtud inherentes a la verdad, y en la firmeza del pueblo; y si le llegaban escritos de herejes, sin demora los refutaba uno tras otro, sin dejarse molestar ni disuadir por la locura de las opiniones, ni por las sutilezas, ni por la obstinación e insultos de sus adversarios. Sin embargo, aunque luchó tanto por la verdad, nunca dejó de implorar a Dios la enmienda de estos enemigos, a quienes trataba con benevolencia y caridad cristiana; y en sus propios escritos se puede ver con qué modestia de mente y vigor de persuasión les habló: «Contra vosotros se enfurecen aquellos que no saben con qué esfuerzo se descubre la verdad y con cuánta dificultad se evitan los errores. Contra vosotros se enfurecen los que no saben lo raro y difícil que es elevarse por encima de las fantasías de la carne con la serenidad de una mente piadosa ... En fin, se enfurecen contra vosotros incluso los que nunca han sido seducidos por un error como el que ven que os sedujo. Yo, en cambio, que después de un prolongado esfuerzo finalmente pude llegar a saber cuál es esa pura verdad que se percibe sin la mezcla de vanas fábulas, que después de todas aquellas fantasías, que durante mucho tiempo habitualmente os tenían enredados y aferrados, busqué con esmero, escuché con atención, creí a la ligera y con ardor, y persuadí de modo apremiante a quienes pude, y a los demás los defendí con tenacidad y ánimo: no puedo en absoluto enfurecerme contra vosotros, pero debo soportaros ahora, como entonces me soportaba a mí mismo, y trataros con tanta paciencia como mis allegados usaban conmigo en aquel tiempo en que estaba enojado y ciego andaba errado tras vuestros dogmas»[72]. Por esto, al Obispo de Hipona, con su empeño por la religión, con su asidua laboriosidad y bondad de ánimo, ¿cómo le hubiera podido faltar la esperanza o los frutos? Y así, los maniqueos fueron arrastrados al redil de Cristo, la disensión o cisma de Donato llegó a su fin, y los pelagianos fueron completamente vencidos, de modo que, cuando Agustín murió Possidio[i] pudo escribir sobre él: «Y aquel hombre memorable, miembro privilegiado del cuerpo del Señor, siempre solícito y vigilante por el bien de la Iglesia universal. Le fue concedido por Dios que se mostrase fruto de su labor y gozar de él, también en esta vida, primero ciertamente por la unión y perfecta paz en la Iglesia y la región de Hipona, que él presidía; después en otras de África donde, por su propio cuidado o por otros sacerdotes a los que las había confiado, se comprobaba que Iglesia del Señor florecía y se multiplicaba, y los maniqueos, donatistas y pelagianos y paganos lo habían dejado, y unido con gozo a la Iglesia de Dio. Estaba feliz y exultante por los progresos y el fervor de todos los buenos; toleraba con santa y piadosa compasión las faltas disciplinarias de sus hermanos y gemía por las iniquidades de los malvados, tanto de los que estaban dentro de la Iglesia como de los que estaban fuera; disfrutando siempre, como dije, de las ganancias del Señor, y doliéndose por los daños[73]. Si al tratar los grandes asuntos de África y también de la Iglesia universal era fuerte e invencible, hacia su rebaño se presentó siempre como un padre tan celoso y bondadoso como el que más. Acostumbraba predicar con mucha frecuencia al pueblo, generalmente con textos tomados de los Salmos, del Evangelio de San Juan, de las Cartas de San Pablo, explicándolos de un modo acomodado a la comprensión de los hombres más humildes y sencillos, o reprendiendo con un feliz desenlace los abusos y vicios que se habían insinuado entre los ciudadanos de Hipona; en esto trabajó mucho durante todo el tiempo, no solo para reconciliar a los pecadores con Dios, para ayudar a los pobres e interceder por los culpables, sino también – aunque se lamentaba porque esto le distraía y disipaba el ánimo- para resolver las litigios y las disputas que se producía entre los fieles en cosas profanas; poniendo por delante, por supuesto, el ejercicio de la caridad episcopal al disgusto por las cosas del siglo. Esta caridad brilló con la máxima grandeza de ánimo en el momento decisivo, cuando, asolando África los vándalos, no se respetó la dignidad de los sacerdotes ni los lugares sagrados. Dudando algunos obispos y sacerdotes sobre la conducta que debían tomar entre tantas y tan graves calamidades, el santo anciano, interrogado por uno de ellos, respondió claramente que ningún sacerdote podía desertar del lugar, fuera lo que fuera lo que viniera, ya que los fieles no podían quedar desprovistos del sagrado ministerio: «Cómo no pensar - dijo - cuando se llega a esta extrema gravedad de los peligros, ni hay ninguna posibilidad huir, cuántos de uno y otro sexo y de todas las edades, suelen correr hacia la Iglesia; unos pidiendo el bautismo; otros la reconciliación, otros también la aplicación de la penitencia, todos el consuelo y la celebración y administración de los Sacramentos? Si carecen de los ministros sagrados, ¡qué inmensa pérdida sigue para los que parten de este siglo o no se regeneran o no son absueltos! ¡qué profundo duelo por sus familiares y amigos que no los tendrán con ellos en la paz de la vida eterna! ¡Cuántos gemidos de todos, y de algunos qué blasfemias se levantarían por la ausencia de ministros y ministerios! ¡Ved lo que hace el miedo a los males temporales y qué adquisición se hace con esto de los males eternos! Por otro lado, cuando los ministros están en su lugar, se ayuda a todos con la fuerza que Dios les concede; los bautizados, los reconciliados, nadie está privado de la comunión del Cuerpo de Cristo; todos son consolados, edificados, exhortados a orar a Dios, que puede apartar todos los males que se temen; y todos están preparados para cualquier acontecimiento, de modo que si este cáliz no puede pasar, hágase la voluntad del que no puede querer nada malo»[74]. Y concluía así: «Quien huye entonces, aunque falte a la grey el alimento del que vive espiritualmente, es un mercenario que ve venir al lobo y huye porque no le importan las ovejas»[75]. Advertencias, que por lo demás, confirmó con el ejemplo; pues Pastor magnánimo, en la ciudad sede de su encargo asediada por los bárbaros, permaneció con su pueblo y entregó su alma a Dios Y ahora, para añadir lo que todavía parece exigir una alabanza más completa a Agustín, diremos, como atestigua la historia, que el Santo Doctor de la Iglesia, que en Milán había visto «fuera de las murallas de la ciudad, sostenido y alimentado por Ambrosio un albergue de santos»[76], y poco después de la muerte de su madre, «había conocido en Roma varios monasterios ... no sólo de hombres, sino también de mujeres»[77], tan pronto como arribó a las costas de África, concibió el pensamiento de comenzar a promover almas a la perfección y la santidad de la vida en el estado religioso, y erigió un monasterio en una de sus fincas, donde «después de haberse quitado todas las preocupaciones del siglo, residió allí casi tres años, viendo, junto a los que se le unieron, para Dios con ayunos, oraciones y buenas obras, meditando día y noche en la ley de Dios»[78]. Luego ascendido al sacerdocio, inmediatamente fundó otro monasterio en Hipona cerca de la iglesia «y comenzó a convivir con los siervos de Dios según la manera y la regla establecida bajo los santos Apóstoles: sobre todo nadie debía poseer nada propio en esa comunidad, sino que todo era común y se repartía a cada uno según sus necesidades»[79]. Elevado a la dignidad de obispo, no queriendo quedar privado de los beneficios de la vida en común y por otro lado queriendo dejar el monasterio abierto a todos los visitantes e invitados del obispo de Hipona, estableció un monasterio de clérigos en la misma casa episcopal, con esta regla, que habiendo renunciado a los bienes familiares, vivían en comunidades -alejadas de las seducciones del mundo y de todos sus lujos pero con un nivel de vida no demasiado austero ni severo- cumpliendo al mismo tiempo las deberes de caridad para con Dios y el prójimo. A las monjas que, gobernadas por su hermana, vivían no muy lejos, les dio una regla maravillosa, llena de sabiduría y moderación, según la cual hoy gobiernan muchas familias religiosas de ambos sexos, y no solo las que se llaman agustinas, sino también otras que han recibido la misma regla completada con constituciones particulares de su propio Fundador. Ciertamente estos institutos de vida perfecta conforme a los consejos evangélicos, con la semilla lanzada por él, se benefició no solo el África cristiana, sino de toda la Iglesia, pues de este modo se dispuso de una tal milicia que, a lo largo de los años e incluso hoy, acrecentó en utilidad e desarrollo. Así, viviendo todavía San Agustín ya se habían obtenido frutos muy consoladores de esta insigne obra. Possidio[i] narra que con su permiso, como Padre y legislador a quien le pedían de todas partes, un gran número de religiosos habían salido a todas partes, como llamada tomada del fuego, para fundar nuevos monasterios y ayudar a las iglesias de África con la doctrina y el ejemplo de la santidad. Bien pudo alegrarse San Agustín de este magnífico florecimiento de la vida religiosa, que correspondía tan plenamente a sus deseos, como cuando escribió: «Yo, que escribo estas cosas, he amado ardientemente esa perfección de la que habla el Señor cuando dice al joven rico: Ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; ven y sígueme; tan ardientemente lo amé, y no por mi fuerza, sino por la ayuda de su gracia, así lo he hecho. No porque no fuese rico, esto me dará menos mérito; porque los mismos apóstoles que primero hicieron esto no eran ricos; el que deja lo que tiene y lo que desea, deja el mundo entero. Cuánto me he beneficiado de este camino de perfección, lo sé más que cualquier otro hombre, pero cuanto más lo sabe Dios de yo. Y con el mismo propósito de vida, con todas las fuerzas que puedo, exhorto a los demás, y en el nombre del Señor tengo compañeros a los que allí han sido inducidos para mi ministerio»[80]. Así quisiéramos hoy que en cada rincón de la tierra surgieran muchos, a semejanza del santo Doctor, "sembradores del casto consejo", que también con prudencia, pero con fuerza y perseverancia, se convirtieron en promotores de la vida religiosa y sacerdotal, abrazados, por supuesto, por vocación divina, de modo que se impida más eficazmente que el espíritu cristiano se debilite y que la integridad de la moral perezca gradualmente.
Hemos mencionado, Venerables Hermanos, las hazañas y los méritos de un Santo que, en virtud de un agudo ingenio, por abundancia y altura de la ciencia, por tan sublime santidad, por la invencible defensa de la verdad católica, no encuentra casi ningún otro, o ciertamente muy pocos, de cuántos han florecido hasta ahora desde el comienzo de la humanidad, que puedan parangonarse con él. Ya arriba hemos citado varios de sus elogios; pero con qué cordialidad y qué bien le escribió San Jerónimo como contemporáneo y muy familiar: «Estoy resuelto a amarte, a darte la bienvenida, a honrarte, admirarte y defender tus dichos como si fueran míos»[81]. De nuevo otra vez: «Adelante, ánimo, eres celebrado en el mundo; los católicos te veneran y honran como restaurador de la antigua fe y, lo que es signo de mayor gloria, todos los herejes te detestan, y con igual odio te abominan también, como para matar con deseo los que no pueden con la espada»[82]. Por eso, Venerables Hermanos, es de suma importancia para nosotros que en este decimoquinto centenario de la muerte del santo, que se cumplirá próximamente, como Nosotros mismos hemos recordado con mucho gusto en esta encíclica, también vosotros lo recordéis en medio de vuestro pueblo, de modo que todos le hagan honor, que todos se esfuercen por imitarlo, que todos den gracias a Dios por los beneficios que a través de tan gran Doctor llegó a la Iglesia. Bien sabemos cómo su insigne descendencia seguirá -como es justo- su ejemplo mientras gozan conservando religiosamente en Pavía, en la iglesia de San Pietro in Ciel d'Oro, las cenizas de su Padre y Legislador, restituidas a ellos por la bondad de nuestro predecesor, León XIII, de feliz recuerdo. Esperamos que lleguen muchos fieles de todas partes para venerar su sagrado cuerpo y obtener la indulgencia que le otorgamos. Pero aquí no podemos pasar en silencio con cuánta confianza esperamos en nuestro corazón que el Congreso Eucarístico Internacional, que pronto se celebrará en Cartago[j], además de honrar a Cristo, escondido bajo las especies eucarísticas, redunde también en honor a Agustín. De hecho, como el Congreso se realiza en aquella ciudad, en la que en otro tiempo nuestro santo Doctor derrotó a los herejes y fortaleció a los cristianos en la fe; en esa África latina cuyas antiguas glorias nunca podrán ser olvidadas en ninguna época, y mucho menos la gloria de haber dado a la Iglesia esta espléndida luz de sabiduría; no lejos de Hipona, que tuvo la feliz suerte de disfrutar durante tanto tiempo de su ejemplo de virtud y cuidado pastoral, ciertamente no puede suceder que la memoria del santo Doctor y su doctrina en torno al augusto Sacramento del Altar -que hemos omitido aquí por ser ya bien conocido por muchos en la liturgia de la Iglesia- no estén presentes tano en la mente como, de hecho, ante los ojos de todos los congresistas. Por último, exhortamos a todos los fieles cristianos, y principalmente a los que se reunirán en Cartago, a invocar la intercesión de Agustín con bondad divina, para que conceda días más felices a la Iglesia en el futuro, y que los que viven en aquellas inmensas regiones de África, indígenas y extranjeros o aún privados de la verdad católica o disidentes de Nosotros, acojan la luz de la doctrina evangélica que les traen nuestros misioneros, y se apresuren a refugiarse en el seno de la Iglesia, Madre amorosa.
Dado en Roma junto a San Pedro, el día 20 de abril, fiesta de la Pascua de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, el año 1930, noveno de Nuestro Pontificado.
Notas
[editar]- ↑ Aurelio, Alipio de Tagaste, Evodio y Possidio de Calama.
- ↑ Aunque el original de la encíclica cita las Confesiones de San Agustín, el texto recoge Ro 13, 13-14.
- ↑ Concilio celebrado en Milevo, en la provincia Romana de Numidia, hoy en Argelia.
- ↑ Caelestio (Roma, c. 375 – Costantinopla, 431), italiano, fue el principal seguidor de Pelagio.
- ↑ En latín: Roma locuta est, causa finita est’’
- ↑ Pío XI, publico la encíclica Quam primas el 11 de diciembre de 1925
- ↑ 7,0 7,1 El papa se refiere a su encíclica Divini illius Magristi, del 31 de diciembre de 1920; pero no la identifica mediante su incipit, sino por el tema de que trata, tal como se enuncia en su publicación en la Acta Apostolicae Sedis: "De la educación cristina de la juventud".
- ↑ Benedicto XV publicó la encíclica Pacem, dei munus, el 23 de mayo de 1920, en ella trata sobre la restauración de la paz tras la Primera Guerra Mundial.
- ↑ 9,0 9,1 9,2 San Possidio de Calame (murió hacia 437), fue miembro de la comunidad monástica de San Agustín, en Hipona, Hacia el año 397 era obispo de Calame en Numidia (actual Guelma en Argelia. Cfr. Bacchus, F.J. (1911). St. Possidius. In The Catholic Encyclopedia. New York: Robert Appleton Company. Retrieved May 26, 2021 from New Advent
- ↑ El XXX Congreso Eucarístico Internacional se celebró en Cartago, del 7 al 11 de mayo de 1930.
Referencias
[editar]- ↑ Innocentius Aurelio, Alypio, Augustino, Evodio et Possidio episcopis: epist. 184 inter augustinianas.
- ↑ Innocentius Aurelio, Alypio, Augustino, Evodio et Possidio episcopis: epist. 183, n. 1 inter augustinianas.
- ↑ Caelestinus Venerio, Marino, Leontio, Auxonio, Arcadio, Filtanio et ceteris Galliarum episcopis: epist. 21, c. 2, n. 3
- ↑ Gelasius universis episcopis per Picenum, circa fin.
- ↑ Hormisdas, epist. 70, ad Possessorem episcopum.
- ↑ Juan II, epist. olim 3, ad quosdam Senatores..
- ↑ Registrum epistolarum, lib. X, epist. 37, ad Innocentium Africae praefectum.
- ↑ Adriano I, epist. 83, episcopis per universam Spaniam commorantibus; cf. epist. ad Carolum regem de imaginibus, passim.
- ↑ Encíclica Aeterni Patris
- ↑ Sal 47, 36.
- ↑ San Agustín, Confesiones, lib. III, c. 4, n. 8.
- ↑ San Agustín, Confesiones, lib. II, c. 2, n. 4.
- ↑ San Agustín, Confesiones, lib. III, c. 12, n. 21.
- ↑ San Agustín, De dono perseverantiae, c. 20, n. 53.
- ↑ San Agustín, Confesiones, lib. VI, c. 5, n. 7.
- ↑ San Agustín, Confesiones, lib. VII, c. 7, n. 1
- ↑ San Agustín, Confesiones, lib. VIII, c. 12, n. 29.
- ↑ san Agustín, Confesiones, lib. I, c. 1, n. 1.
- ↑ San Agustín, La ciudad de Dios, lib. XIX, c. 13, n. 2.
- ↑ Hch XVII, 27.
- ↑ Hch XVII, 30.
- ↑ San Agustín, De Utilitate credendi ad Honoratum, c. 16, n. 34.
- ↑ San Agustín, De Utilitate credendi ad Honoratum, c. 17, n. 35.
- ↑ San Agustín, Contra epistola Parmeniani, lib. III, n. 24.
- ↑ Henry Newman, Apologia, Edit. Londin. 1890, pp. 116-117.
- ↑ San Agustín, Enarrationes in Psalmos. 56, n. 1.
- ↑ san Agustín, Enarrationes in psalmis, 56, n. 1.
- ↑ San Agustín, Psalmus contra Partem Donati.
- ↑ San Agustín, Contra Epistolam Manichaei quam vocant Fundamenti, c. 4, n. 5.
- ↑ Innocentius Silvano, Valentino et ceteris qui in Milevitana synodo interfuerunt, epist. 182, n. 2 inter augustinianas
- ↑ San Agustín, Sermón 131, c. 10, n. 10.
- ↑ San Agustín, Epistolae 190, ad Optatum, c. 6, n. 23.
- ↑ San Agustín, In Iohannis evangelio, tract. 5, n. 15.
- ↑ Is, VII, 9 (sec. LXX).
- ↑ Mal, II, 7.
- ↑ San Agustín, Enarrationes in Psalmos 144, n. 13.
- ↑ San Agustín, De Trinitate, lib. VII, c. 4, n. 7..
- ↑ San Agustín, Enarrationes in Psalmos 101, n. 10.
- ↑ San Agustín, De Trinitate, lib. VIII, proem., n. 1
- ↑ San Agustín, De Trinitate, lib. XV, c. 21, n. 40.
- ↑ San Agustín, De Trinitate, lib. XV, c. 17, n. 27.
- ↑ San Agustín, De Trinitate, lib. XIV, c. 19, n. 25.
- ↑ San Agustín, In Evangelium Iohannis tractatus, 78, n. 3. Cf. S. Leonis epist. 165, Testimonia, c. 6.
- ↑ San Agustín, In Evangelium Iohannis tractatus, 78, n. 3.; cf. Breviarium causae Nestorianorum et Eutychianorum, c. 5.
- ↑ San Agustín, De civitate Dei, lib. XIV, c. 28.
- ↑ San Agustín, Enarrationes in Psalmos. 64, n. 2.
- ↑ Ro VIII, 28.
- ↑ Sb VIII, 1.
- ↑ San Agustín, La ciudad de Dios, lib. V, c. 15.
- ↑ San Agustín, La ciudad de Dios, lib. V, c. 17, n. 2.
- ↑ San Agustín, La ciudad de Dios, lib. V, c. 25
- ↑ San Agustín, La ciudad de Dios, lib. V, c. 26.
- ↑ San Agustín, La ciudad de Dios, lib. XV, c. 26.
- ↑ San Agustín, De civitate Dei, lib. V, c. 24.
- ↑ Lc XXII, 25-26
- ↑ Lc XXI, 33.
- ↑ Sal CXVI, v. 161.
- ↑ San Agustín, Enarrationes in psalmos 118, sermo 31, n. 1
- ↑ San Agustín, Confesiones, lib. IX, c. 1, n. 1.
- ↑ Ro VII, 23.
- ↑ San Agustín, Sermones 128, c. 9-10, n. 11-12.
- ↑ 1 Co, IV, 7.
- ↑ San Agustín, De correptione et gratia, c. 12, n. 38.
- ↑ Mt VII, 7-8.
- ↑ San Agustín, De dono perseverantiae, c. 6, n. 10.
- ↑ San Agustín, De dono perseverantiae, c. 23, n. 63.
- ↑ Possidius, Vita Sancti Augustini, c. 31.
- ↑ San Agustín, Confesiones, lib. IX, c. 10, nn. 23-24.
- ↑ San Agustín, Confesiones, lib. X, c. 40, n. 65.
- ↑ San Agustñin, Confesiones, lib. X, c. 27, n. 38.
- ↑ San Agustín, De sancta virginitate, c. 55, n. 56.
- ↑ San Agustín, Contra epist. Manichaei quam vocant fundamenti, c. 2-3, nn. 2-3
- ↑ Possidius, Vita Sancti Augustini, c. 18.
- ↑ San Agustín, Epistolae 228, n. 8.
- ↑ San Agustín, Epistolae 228, n. 8.
- ↑ San Agustín, Epistolae 228, n. 14.
- ↑ San Agustín, De Moribus Ecclesiae Catholicae et de Moribus Manichaeorum, lib. I, c. 33, n. 70.
- ↑ Possidius, Vita Sancti Augustini, c. 3.
- ↑ Possidius, Vita Sancti Augustini, c. 5.
- ↑ San Agustín, Epistolae 157, c. 4, n. 39.
- ↑ San Agustín, Epistolae, 172, n. 1 inter augustinianas.
- ↑ San Agustín, Epistolae, 195, inter augustinianas.