Afectos de odio y amor/Jornada I

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​Afectos de odio y amor​ de Pedro Calderón de la Barca
Jornada I

Jornada I

Salen AURISTELA y ARNESTO, viejo.
AURISTELA:

¿Qué hace mi hermano?

ARNESTO:

Ya es
ociosa pregunta esa.

AURISTELA:

¿Cómo?

ARNESTO:

Como ya se sabe
que está...

AURISTELA:

Di.

ARNESTO:

Desta manera.

(Corre una cortina, y véese CASIMIRO sentado, con un pañuelo en los ojos.)
AURISTELA:

Retírate y no hagas más ruido,
que pues que, sin que me sienta,
hasta aquí llegué, he de ver
destos canceles cubierta,
si por dicha o por desdicha
es posible que algo entienda
de sus tristezas, fiando
a sus solas sus tristezas
algún cuidado a los ojos,
o algún descuido a la lengua.

ARNESTO:

Bien podrá ser, pero mucho
lo dudo, según en esta
galería, que del Tanais
sobre la orilla le asienta,
siempre encerrado, ni habla,
ni ve, ni escucha, ni alienta.

(Vase.)
AURISTELA:

Con todo eso he de deber
a mi amor esta experiencia,
y pues entre sí suspira,
quiero escuchar de más cerca.

CASIMIRO:

Quien tiene de qué quejarse,
¿qué mal hace, si se queja?
Porque el delito del llanto
quita el mérito a la pena.
Así yo, porque de mí
celos mi dolor no tenga,
aun al labio he de impedirle
que respirar me consienta,
por más que el volcán del pecho,
(Levántase y paséase.)
por más que del alma el Etna,
al aire de mis suspiros
fuego apague y nieve encienda.
Muera pues... Mas ¿quién aquí
está?

(Llega donde está.)
AURISTELA:

Yo soy.

CASIMIRO:

¿Auristela?
¿Tú en acecho a mis locuras?

AURISTELA:

¿Cuándo, Casimiro, atenta
a la pasión que te aflige,
al dolor que te atormenta,
pendiente no estoy de todas
tus acciones por si fuera
tal vez posible inferirlas,
para procurar ponerlas,
si no medios que las sanen,
alivios que las diviertan?
Y ya que hoy, más declarada
que otras veces, mi fineza
me ha descubierto el acaso
con que a esta parte te acercas,
no he de volverme sin que
mi fe y mi amor te merezcan
alguna breve noticia.
Y para que te convenzas
de mi ruego, o de mi llanto,
he de usar de una cautela,
que es ponerte en el paraje
de mi estado, porque tengas
andado el medio camino,
que no es poca diligencia
a quien perdido se halla
guiarle hasta dar con la senda.

AURISTELA:

Del tercero Casimiro
de Rusia quedaste, en tierna
edad, sucesor, gozando
conmigo en la primavera
de nuestros infantes años,
la más noble, más suprema
provincia del norte, pues
siempre ceñidas las bellas
sienes de laurel y oliva,
es en sus dos academias
el certamen de las almas,
y el batallón de las ciencias;
bien que, de tanto esplendor,
fue pensión la antigua guerra
de aquel heredado odio
que hay entre Rusia y Suevia,
a cuya causa, queriendo
Adolfo, su anciano César,
gozar la ocasión de verte
sin manejo ni experiencia
de militar disciplina,
intentó invadir tus tierras
en tu primer posesión,
cuyos estragos acuerdan
desmanteladas ciudades,
en polvo y ceniza envueltas.

AURISTELA:

En esa edad fue a los dos
ponernos en fuga fuerza,
porque el rencor no acabase
con la sucesión excelsa
de los coronados duques
de Rusia; y así la cuerda
política de los jueces,
que gobernaban en nuestra
pupilar edad, dispuso
que yo, fiada a la inclemencia
del Tanais, pasase a Gocia
a criarme en la tutela
de Gustavo, nuestro tío;
y tú, porque con su ausencia
la lealtad no peligrase,
sin que de vista te pierdas,
te retirases al duro
corazón de las soberbias
entrañas del Merque, cuyas
nunca penetradas breñas
fuesen tu sagrado puesto;
que muro que hizo defensa
contra las fuerzas del tiempo,
¿qué no hará contra otras fuerzas?

AURISTELA:

Dejemos en este estado,
yo entre estremos, tú entre peñas,
tu crianza y mi crianza;
dejemos también con ella
los asedios, los asaltos,
las desdichas, las miserias,
que tras sí arrastra ese horrible
monstruo, esa sañuda fiera,
que de solo vidas de hombres
y caballos se alimenta.
Y vamos a que entre tanto
terror, siendo en tu primera
cuna, tus gorjeos las cajas,
tus arrullos las trompetas,
creciste tan invencible
hijo de Marte, que apenas
pudiste, ocupando el fuste,
tomar el tiento a la rienda,
ni la noticia al estribo,
cuando calzada la espuela,
trenzado el arnés, el asta
blandida, empezaste, en muestra
de que eras rayo oprimido,
a herir con mayor violencia;
bien como el que apasionado
de tupida nube densa,
cuanto más temido tarda,
tanto más veloz revienta.

AURISTELA:

Cinco campales batallas
lo digan, díganlo, vueltas
a tu primero dominio,
diez ciudades; y si ellas
no bastan, dígalo yo,
que en fe de que tus fronteras
ya resguardadas estaban,
di a sus umbrales la vuelta,
no tanto atenta al cariño
de la patria, cuanto atenta
a no sé qué vanidad
de mi heredada nobleza;
pues muriendo nuestro tío,
no me pareció decencia
de mi decoro durar,
ni huéspeda, ni estranjera,
en poder de Sigismundo,
joven de tan altas prendas
como publica la fama,
llena de plumas y lenguas;
mayormente cuando el vulgo,
monstruo también, que de nuevas
se mantiene, dio en decir
que sería congruencia
de todos casar conmigo,
cuya voz me dio más priesa,
¡ha, tirano!, porque cuando
eso con mi gusto sea,
no se presuma de mí,
que fue mi casamentera
la ocasión, y así previne
qué medios y conveniencias
se traten desde tu casa,
porque si le admito, vean
que es porque me pide y no
porque en su poder me tenga.

AURISTELA:

Pero esto ahora no es del caso,
y así, cobrada la hebra
al hilo de tus vitorias,
a atar el discurso vuelva.
Desde aquella, pues, adusta
edad vencedor, hasta esta
joven edad, continuadas
las generosas empresas
de tu siempre invicto aliento,
llegaste a la más suprema
que pudo ofrecerte el culto
de esa vana deidad ciega;
que sean dichas u desdichas
lo que empieza a dar, aumenta.
Esta última vitoria
(de quien con tantas tristezas
vuelves, debiendo volver
con más generosas muestras
de vencedor que vencido)
lo publique, y pues en ella,
empeñado a solo un trance
todo el resto de ambas fuerzas,
en aplazada batalla
de poder a poder, llegas
a coronarte triunfante
con tan singular proeza,
como que Adolfo a tus manos
muerto en la campaña queda,
todas sus güestes vencidas,
todas sus armas deshechas,
¿qué pasión hay que te postre?
¿Qué dolor hay que te venza?
Y más cuando a Suevia ya
tan poca esperanza resta
para volver sobre sí;
pues tarde o nunca Cristerna,
de Adolfo heredera hija,
podrá...

CASIMIRO:

Suspende la lengua,
no la nombres, calla, calla;
no la acuerdes, cesa, cesa.
¿Pero qué digo? ¿Qué afecto
comunero de mi idea
me amotina el vasallaje
de sentidos y potencias,
obligándoles que rompan
con desmandada obediencia
la ley del silencio? ¡Oh, nunca
traidoramente halgüeña
hubieras, como dijiste,
puesto a un perdido en la senda!,
porque nunca hubiera yo,
complacida tu cautela,
declarádome al mirar
cuanto de mí me enajena,
cuanto tras sí me arrebata
solo el nombre de esa fiera.
¡Mas, ay!, que al de la justicia,
¿qué delincuente no tiembla?

CASIMIRO:

Y ya, ¡ay infeliz!, y ya
que no es posible que pueda
retractar la voz, que tiene
no sé que cosas de piedra,
que disparada una vez
no hay como a cobrar se vuelva;
oye y válgate tu maña;
pero con tal advertencia
que lo que escuche el oído,
no lo ha de saber la lengua.
Después que en contadas marchas,
Adolfo y yo la ribera
ocupamos del Danubio,
frente haciendo de banderas,
él lo intrincado de un monte,
yo lo inculto de una selva;
atentos los dos a un mismo
principio de toda buena
disciplina militar,
estuvimos en suspensa
acción, procurando entrambos
saber por sus centinelas
los movimientos del otro,
en cuya quietud inquieta
solo eran guerra galana
las escaramuzas diestras.

CASIMIRO:

En esta, pues, pausa astuta,
porque hay precepto que enseña
que flemática ha de ser
la cólera de la guerra,
estábamos, cuando supe
de no sé qué espía secreta,
que Cristerna... Pero antes
que llegue a hablarte en Cristerna,
es bien que te la difina,
porque lo que diga della
no haga escándalo, sabiendo
en qué condición te asienta.
Es Cristerna tan altiva
que la sobra la belleza.
¡Mira si la sobra poco
para ser vana y soberbia!
Desde su primer infancia
no hubo en la inculta maleza
de los montes, en la vaga
región de los aires, fiera
ni ave que su piel redima,
ni que su pluma defienda,
sin registrar unas y otras
en el dental de sus puertas,
ya desplumadas las alas,
ya destroncadas las testas.

CASIMIRO:

No solo, pues, de Diana
en la venatoria escuela
dicípula creció; pero,
aunque en la altivez severa
con que de Venus y Amor
el blando yugo desprecia.
No tiene príncipe el norte
que no la idolatre bella,
ni príncipe tiene que
sus esquiveces no sienta,
diciendo que ha de quitar
sin que a sujetarse venga,
del mundo el infame abuso,
de que las mujeres sean
acostumbradas vasallas
del hombre, y que ha de ponerlas
en el absoluto imperio
de las armas y las letras.
Con esta noticia agora
caerá mejor lo que aquella
espía me dijo, y fue
que habiendo movido levas
a un tiempo en todo su Estado,
venía a reclutar con ellas
las tropas de Adolfo, siendo
su capitana ella mesma.

CASIMIRO:

Yo, viendo cuánto preciso
tan último esfuerzo era
ser numeroso, antes que
todo a incorporarse venga,
se prefiere la batalla,
dejando, por la desierta
campaña al frondoso abrigo,
en orden mi gente puesta.
Bien quisiera él no acetarla,
según tibio en la aspereza
del monte esperó a que yo
le embistiese dentro della.
Hícelo así, y de primero
abordo fue tal la fuerza
del ataque, que ganadas
las surtidas que había hechas
en el recinto de algunas
cortaduras y trincheras,
cuya movediza broza
era su entrada encubierta,
en desorden la vanguardia
se puso, y una vez esta
rota, ella misma tras sí
llevó las demás defensas.

CASIMIRO:

Con que mezclada mi gente
ya con la suya, en la esfera
del cuerpo de la batalla,
adonde estaban las tiendas,
corte de Adolfo, me hallé
casi apoderado dellas,
si el batallón de su guarda,
según las heroicas señas
de los grabados arneses,
plumas y bandas, no hiciera,
con desesperado empeño,
la última resistencia.
Disputábase el relance,
cuando vimos en la sierra,
de infantes y de caballos
coronarse la eminencia.
Reconoce su socorro
su gente, sin que la nuestra
por eso el tesón dejase
el alcance, de manera
que a un mismo tiempo unas tropas
con la oposición se alientan;
otras, con las auxiliares
armas que miran tan cerca,
se reparan, y otras, viendo
a cuán buena ocasión llegan,
aceleradas avanzan;
entre cuyas tres violencias
quiso, no sé si mi dicha
o mi desdicha, que hubiera
puesto los ojos en un
caballero, por las señas
que de particular daba,
coronada la cimera,
sobre un peñasco de acero,
de plumas blancas y negras.

CASIMIRO:

Él, no sé si con el mesmo
deseo, mas con la mesma
acción, a mí se adelanta,
y echadas ambas viseras
cala el can, y calo el can,
y al torno de media vuelta,
con dos preguntas de fuego
habló el plomo en dos respuestas.
Fue más dichosa la mía,
pues repitió el eco della:
«¡ay de mí!», desamparando
borrén, fuste, estribo y rienda.
Parecerate que estás
oyendo alguna novela,
y más si dijese agora
que Adolfo, por las caderas
del caballo, vino a dar
casi a los pies de Cristerna,
que entonces llegaba; pues
no hermana te lo parezca,
porque tal vez hay verdades
que parece que se inventan.
Reconoce las divisas,
y sañudamente fiera,
por pasar a la venganza,
no se embaraza en la ofensa.

CASIMIRO:

¡Oh, quién supiera pintarla!
Mas será impropriedad necia
detenerme ahora en decir
que (o porque no la afligiera
la sobrevista, o vencer
con la ventaja más cierta
de dejarse ver) traía
sobre las doradas trenzas
sola una media celada,
a la borgoñota puesta,
una hungarina, o casaca,
en dos mitades abierta,
de acero el pecho vestido
mostraban, de cuya tela
un tonelete, que no
pasaba de media pierna,
dejaba libre el vestido
de la bota y de la espuela.
Esta, pues, nueva Tomiris,
esta, pues, Floripes nueva,
desempeñara el acaso
de la pasada tragedia,
si al avance de su gente,
y opósito de la nuestra,
no se interpusiera obscura
la enmarañada tiniebla
de la noche, en cuyo espacio,
aprovechada la tregua,
pareció a sus generales,
que a Fusa, primera fuerza
defensible de su Estado,
se retirase, y con ella
el real cadáver de Adolfo,
en cuyas aras funestas
la jurasen reina, antes
que sin jurarla pudiera
el trance de una batalla
aventurar la obediencia;
mayormente en reino donde
tan poco ha que fue depuesta
la Salia ley, que dejaba
desheredadas las hembras.

CASIMIRO:

Dejose vencer forzada,
de suerte que, cuando tierna
la aurora, en fe del estrago,
sobre la teñida yerba
salió llorando a otro día
granates, en vez de perlas,
hallé la campaña franca,
de mil despojos cubierta,
con que canté la vitoria;
mas con tan gran diferencia,
como cantarla llorando,
según vivamente impresa
en mi ofuscada memoria
quedó la imagen de aquella,
ni sé si Venus, ni Palas,
mas Palas y Venus era,
tomando de una la ira
y de otra la belleza.

CASIMIRO:

Si me persuado a que puedo
olvidar, la acción es necia,
loca acción si me persuado
a que puedo merecerla;
de suerte que yo rendido
y ella ofendida, no queda
otro medio a mi esperanza
que morir de mi tristeza,
supuesto que en dos estremos,
de odio y amor, llanto y queja,
rencor y agrado, venganza
y piedad, dolor y ofensa,
siendo fuerza que yo adore
y fuerza que ella aborrezca,
no es tratable a mis desdichas,
ni olvidarla, ni quererla.

AURISTELA:

Aunque tan estraños son
los sucesos que me cuentas,
yo no he de rendirme a que
mis esperanzas no tengan,
por cuanto pudiera ser,
que esos afectos abrieran
el paso a una universal
paz hoy del norte.

CASIMIRO:

Aunque sea
forzado consuelo, basta
pensar que consuelo sea,
para que el alma le estime.

(Sale ROBERTO.)
ROBERTO:

Un soldado, por las señas
deste anillo, dice que
le des de hablarte licencia.

CASIMIRO:

Dile que entre. Este soldado
es el espía, Auristela,
de quien sé cuanto allá pasa.

ROBERTO:

No alabes la diligencia,
que tampoco falta aquí
quien dé allá de todo cuenta.
Tomad y llegad, soldado.

(Sale TURÍN, y vase ROBERTO.)
TURÍN:

Dame tus pies.

CASIMIRO:

Con bien vengas.
Llega a mis brazos.

TURÍN:

No creo.

CASIMIRO:

¿Qué?

TURÍN:

Que merecen las nuevas
que traigo ese porte.

CASIMIRO:

¿Pues
qué hay? ¿Qué dudas? ¿Qué recelas?
Habla, que mi hermana puede
oír cuanto decir quieras.

TURÍN:

Yo lo agradezco, porque
también le toca a su alteza
mucha parte en mis noticias.

AURISTELA:

¿A mí?

TURÍN:

Sí.

AURISTELA:

¿Cómo?

TURÍN:

Oye atenta.
Después que a Fusa, señor,
retiró el campo Cristerna,
y que al cadáver de Adolfo
se hicieron reales exequias,
mezclando a un tiempo el Estado
dos acciones tan diversas,
como fúnebre y festivo,
allí la juró por reina.
Apenas miró en su frente
la corona, cuando puesta
en pie, la mano en la espada,
dijo en voz desta manera:
«Yo, Cristerna, a quien leal
admite y jura Suevia,
como a legítima hija
de Adolfo, acepto la herencia,
no tanto del reino, cuanto
del dolor de su tragedia;
y así hago pleito homenaje
sobre estas aras sangrientas,
de no darle sepultura
hasta que vengada vea
lavar su sangre con sangre
del agresor de su ofensa.
Y aunque nunca al matrimonio
di plática, porque vea
el mundo cuánto tras ti
esta esperanza me lleva,
mi mano le ofrezco al noble
que le mate o que le prenda,
y al no noble cuantos puestos,
mercedes y honras pretenda.

TURÍN:

Y porque otras veces vieron
los teatros de la guerra
ser el delincuente mismo
el que se entregue a cautela
de ser él el perdonado,
para que esto no acontezca,
a Casimiro de Rusia,
duque, excepto porque sepa
que no le valdrá, cerrando
a lo ya visto la puerta.»
Hasta aquí, señor, contigo
mi noticia habló, y ahora entra
lo que a Auristela le toca,
y es que a este tiempo en la iglesia
de Sigismundo de Gocia,
entró en busca de Cristerna
un embajador, pidiendo
de paz paso por sus tierras,
que ya se ve que está en medio
de Gocia y Rusia, Suevia,
para venir en persona
a casar con Auristela,
y llevarla por su Estado,
a que respondió soberbia
que se fuese, que no había
de venir en conveniencia
ninguna de Rusia; y él
prosiguió, al verla resuelta,
que supiese que traía
orden, si el paso le niegan,
para intimar, que las armas
tomarían la licencia
que ella negase; con que
otra vez en arma puesta
queda Cristerna en campaña,
al ver que ya sus fronteras
va ocupando Sigismundo.

AURISTELA:

Famosa ocasión es esta
para acabar de una vez
los dos con toda Süevia,
divirtiendo por estotra
parte tú.

CASIMIRO:

Bien me aconsejas
a la razón de mi estado,
no a la razón de mi pena,
porque, ¿cómo puedo yo,
si de mi afecto te acuerdas,
añadir contra mi afecto
ceño a ceño, queja a queja,
ira a ira, agravio a agravio,
daño a daño y fuerza a fuerza?

AURISTELA:

Viendo...

CASIMIRO:

¿Qué?

AURISTELA:

... que una pasión
no ha de abandonar la eterna
fama de un heroico pecho,
y más cuando el que se arriesga
es por honrarse consigo.
¿Pero cómo hablo yo en esta
persuasión? Tú eres quien eres,
y harás, como el serlo acuerdes,
siempre lo mejor.
(Aparte.)
El cielo
te guarde, que a mí, en mis quejas
me basta que Sigismundo
tan fino a buscarme venga.

(Vase.)
CASIMIRO:

En fin, Turín, ¿que la blanca
mano de esa hermosa fiera
es la talla de mi vida?

TURÍN:

Ahí verás lo que te precia;
pues es su reina y su mano
el premio de tu cabeza.

CASIMIRO:

Y en fin, ¿porque yo no valga
lo que yo valgo, me excepta
a mí de mí?

TURÍN:

Fue forzoso.

CASIMIRO:

¿Cómo?

TURÍN:

Como si no hiciera
esto, en un instante estaba
acabada la comedia,
y yo me holgara por ver
una deste autor pequeña.

CASIMIRO:

Pues por Dios, que he [de] ver yo,
ya que ese paso me cierran,
si sé abrir otro a mis ansias.
Ven, Turín, conmigo. Ciega
imaginación de un loco,
si sales con lo que piensas,
prevén al grande teatro
del mundo, que cuando vea
la más rara, más estraña,
más caprichosa, más nueva
locura de amor, que pudo
ganar nombre de fineza,
no la censura, porque
si novedades no hubiera,
la admiración se quedara
inútil al mundo, fuera
de que no es gran novedad
que un desdichado pretenda
ganar una alma por armas,
ya que por armas la pierda.

(Cajas y trompetas, y salgan las mujeres que puedan, todas con plumas y espadas, y detrás CRISTERNA, con bengala.)
CRISTERNA:

En tanto que enamorado,
Sigismundo, a romper llega
paso, que en mi estado niega
la misma razón de Estado,
por haber considerado
que no me puede estar bien
que Rusia y Gocia se den
la mano, y más penetrando
mis plazas, viendo y notando
de qué calidad estén.
Quiero empezar a mostrar
si tiene o no la mujer
ingenio para aprender,
juicio para gobernar
y valor para lidiar;
y así, porque no presuma
Suevia que ciencia tan suma
quien la publica la ignora,
me ha de ver tomando ahora
la espada, y ahora la pluma.
Veme pues, Lesbia, leyendo,
mientras no se acerquen más
las tropas, que estoy detrás
de aquella montaña viendo
esas leyes que pretendo
poner en mi monarquía;
que si de noche escribía
César lo que de día obraba,
yo, mientras el día no acaba,
aún no he de perder el día.

(Toma LESBIA un libro.)
LESBIA:

(Lee.)
«Nuevas leyes que Cristerna,
reina de Süevia, manda
promulgar en sus Estados.»

CRISTERNA:

Di, por si hallo en qué enmendarlas.

LESBIA:

«Primeramente, aunque hoy
en Süevia no se guarda
la Salia ley, que dispuso
con las mujeres, tirana,
que las mujeres no hereden
reinos, aunque únicas
con todo eso, porque nunca
recurso en su Estado haya
de que en ningún tiempo pudo
ni admitirla, ni guardarla,
manda, no solo se borre
de sus libros y sus tablas,
pero que a voz de pregón
y a son de trompas y cajas,
se dé por traidor a toda
la naturaleza humana,
al primer legislador
que aborreció las entrañas
tanto en que anduvo, que quiso
del mayor honor privarlas.»

CRISTERNA:

Digno castigo a un ingrato
dar su doctrina por falsa;
que ser ingrato y ser justo,
son dos cosas muy contrarias.
Di, adelante.

LESBIA:

(Lee.)
«Y porque vean
los hombres que si se atrasan
las mujeres en valor
y ingenio, ellos son la causa,
pues ellos son quien las quita
de miedo libros y espadas,
dispone que la mujer
que se aplicare inclinada
al estudio de las letras,
o al manejo de las armas,
sea admitida a los puestos
públicos, siendo en su patria
capaces del honor que en guerra
y paz más al hombre ensalzan.»

CRISTERNA:

Si el mérito debe dar
los premios, y este se halla
en la mujer, ¿por qué el serlo
el mérito ha de quitarla?
¿No vio Roma en sus estrados,
no vio Grecia en sus campañas
mujeres alegar leyes,
mujeres vencer batallas?,
pues lidien y estudien, que
ser valientes y ser sabias
es acción del alma, y no es
hombre, ni mujer el alma.

LESBIA:

«Y en tanto que esta experiencia
en su favor se declara,
manda también que se borren
duelos que notan de infamia
al marido que sin culpa
desdichado es por desgracia.»

CRISTERNA:

Esta es la más justa ley
que previno mi alabanza.
Hombre, si por ser inútil
la mujer, no la fías nada,
¿cómo todo se lo fías,
puesto que el amor la encargas?
¿Bueno es que quieras que no
tenga ingenio o valor para
darte honra por sí, y por sí
los tenga para quitarla,
o pueda darla, o no pueda
perderla? Di.

LESBIA:

«Ítem declara,
porque no en todo parezca
que a la mujer adelanta,
que la que desigualmente
se casare enamorada,
en desdoro de su sangre,
lustre, honor, crédito y fama,
sea comprehendida en pena
capital, sin que la valga
de amor la necia disculpa.»

CRISTERNA:

En bronce esta ley estampa;
que han de saber que el amor
no es disculpa para nada;
porque, ¿este amor es más
que una ciega ilusión vana,
que vence, porque yo quiero
que venza? Di... Pero aguarda
(Ruido dentro.)
¿Qué caballero es aquel
que de una albanesa alfana
a nuestra vista se apea?

LESBIA:

Como huéspeda en mi patria
ha tan pocos días que vivo
de tu piedad amparada,
a nadie conozco en ella;
mas él, pues que ya se aparta
de la bien lucida tropa,
que de convoy le acompaña,
dirá quién es.

(Sale FEDERICO.)
FEDERICO:

Sí merece,
no digo besar tus plantas,
mas de la tierra que pisan
la menos impresa estampa,
un nuevo soldado tuyo.
Permítele que en las varias
flores que tu pie guarnece[n],
a cuenta de las que aja,
poner los labios merezca.

CRISTERNA:

Del suelo, joven, levanta,
y sepa quién eres, no
pueda nunca la ignorancia
aventurarme el estilo.

(Hácense reverencias y cúbrense.)
FEDERICO:

Federico soy, de Albania
príncipe heredero; habiendo
oído que alista la fama
gente en tu servicio, no
solo en favor de la saña,
que con Casimiro engendró
aquella infeliz desgracia,
sino contra la invasión
de Sigismundo, en demanda
de hacerle paso en tu Estado,
vengo auxiliar a tus armas,
a servirte aventurero,
con naves y con escuadras,
que verá Gocia en sus puertos,
verá Rusia en sus campañas
el día que tu licencia
tengan, dignamente vanas
de militar a tu orden,
sin que el conducirlas haga
consecuencia para que
puesto más que confianza
de que vengo a merecer
tanto triunfo, dicha tanta
como tu mano promete
al que logre tu venganza;
porque solo a servir vengo,
sin que el sagrado me valga
de que a vista del peligro,
no es grosera la esperanza.

CRISTERNA:

Dos veces agradecida,
príncipe, a vuestra bizarra
acción, una en el socorro
y otra en la desconfianza
con que le ofrecéis, no sé
a cuál primero obligada
deba responder primero;
y ya que no puedo a entrambas,
a la menos sospechosa
que agora responda, basta.
Vós seáis muy bien venido,
y pues es justo que añada
yo al sueldo de aventurero
alguna noble ventaja
digna de vós, esta es,
Federico, la bengala
de general de mis tropas.

FEDERICO:

Otra vez beso tus plantas,
y otra y mil veces en ellas
acepto merced tan alta,
por lo que fío de mí
que sabré desempeñarla
con el alma y con la vida.

(Dentro, un clarín.)
CRISTERNA:

Quien de vós... ¿Mas, qué bastarda
trompa es aquella?

FLORA:

Un trompeta,
que de las góticas armas
de Sigismundo guarnece
la banderola y casaca,
llamada de paz ha hecho.

(Otro clarín.)
CRISTERNA:

Responded a la llamada,
que escusar al enemigo
siempre ha sido de importancia.

NISE:

Ya con el seguro, un joven
que vino en su retaguardia
se apea, y hacia aquí viene.

LESBIA:

Antes que llegue...

CRISTERNA:

¿Qué tratas?

LESBIA:

Óyeme aparte: Ya sabes
que mi padre, en la embajada
de Gocia murió, y que yo
sirviendo quedé de dama
a Auristela, que a este tiempo
en Gocia huéspeda estaba,
de cuya corte mis deudos
me trujeron a tu casa.

CRISTERNA:

Sí, ¿mas qué importa eso agora?

LESBIA:

Que sepas, si no me engaña
la vista, que el gentil hombre
que llega, en fe de la salva
del seguro que le has dado,
es...

CRISTERNA:

¿Quién?

LESBIA:

Segismundo.

CRISTERNA:

Calla,
y pues no puedo prenderle,
hecha ya la salvaguardia,
no te des por entendida.

LESBIA:

No haré, y antes retirada
escusaré que me vea,
por no despertar la rabia
de sus pasados desprecios.

(Vase, y sale SIGISMUNDO.)
SIGISMUNDO:

Pues divinamente humana
permites que tus pies bese,
no liberalmente escasa,
a quien ya logró esta dicha,
la mano niegues.

CRISTERNA:

Levanta,
y la ocasión que te trae
di, y no más.

SIGISMUNDO:

Oye, y sabrasla.
Sigismundo, señora,
que humilde el eco de tu nombre adora,
romper contigo siente
la paz que inmemorial guardó prudente
su vecindad en amigable trato;
y porque nunca baldonar de ingrato
puedas su estilo, el fin de lo que intenta,
segunda vez por mí te representa.
Dice, pues, que su prima
Auristela, deidad que amante estima,
fue, desde su primera
edad, el punto, el término, la esfera
de toda su esperanza,
tan desde su crïanza
niño Amor, que hasta hoy no se ha acordado
haber vivido, sin haber amado.
A este primer empeño
añade que juzgándose ya dueño
de igual correspondencia,
la posesión la malogró la ausencia:
la causa de otros visos han estado
(porque no quiero recatarte nada),
le dice (que pretende
satisfacer, que tu amistad no ofende)
no fue, como sin duda habrás oído,
querer su pundonor desvanecido
casar desde su casa,
sino querer, si a otro sentido pasa,
castigar no sé qué vanos recelos,
que a no ser suyos, los llamara celos,
con que turbó la paz en que vivía
una traidora fe que la servía,
fingiendo (bien se deja su cuidado
adivinar) que de ella enamorado,
(mas ¿qué no hará quejosa una hermosura?),
su favor pretendía, ¡qué locura!

SIGISMUNDO:

Con este sentimiento,
sin bastar nada a disuadir su intento,
dejó a otra luz burlada su fineza;
mas ¿qué no hará querida una belleza?
¡Oh mujer, siempre hechizo de la vida,
o amada estés, o estés aborrecida!
Esto me da licencia de decirte,
como público ya, por persuadirte
a que atiendas que vive en un estado,
que ella celosa y él enamorado,
no hay otro medio de satisfacella,
que vea que en persona va por ella.
Y siendo así que no hay quilla que hoy corte
los helados carámbanos del norte,
ni tropa que se acerque
al erizado leño con que el Merque,
más que el Tanais helado,
le impiden el rodeo, pues cerrado
uno y otro horizonte,
peñasco el golfo es, piélago el monte,
te pide que a su amor compadecida
(pues no es su amor quien te dejó ofendida,
y entre iguales señores
suelen lidiar corteses los rencores,
que una cosa es la saña,
y otra la urbanidad de la campaña)
o que pasar le dejes,
con su familia sola, o no te quejes,
si amante...

CRISTERNA:

No prosigas,
que más me ofendes cuanto más me obligas;
pues cuando mi rencor, mi ira no fuera
tal, que también a él le comprehendiera,
y más oyendo agora
cuánto la sangre que aborrezco adora,
solo por ser, como es, su intención rara
trance de amor, el paso le negara.
Demás que ya su gente
a mi vista, otorgar no me es decente
lo que negué primero;
que a la tez del acero
asentar su color la cortesía,
no es más que una afectada cobardía;
y así, dile que intente
pasar, porque en mi espíritu valiente
nunca ha de hallar más conveniencia que esta.

SIGISMUNDO:

Pésame de llevarle esta respuesta,
que sé la ha de sentir, por ser contigo
la guerra, que si fuera otro enemigo,
que una dama no fuera,
ni aun esta salva pienso yo que hiciera.

FEDERICO:

Pues porque ese consuelo
no es bien que falte a tan amante duelo,
dirasle de mi parte
que, dejando lo Adonis por lo Marte,
podrá intentar tan generoso afecto,
absolviendo el escrúpulo al respecto,
pues ya Cristerna bella
no mantiene el rencor de su querella,
sino un soldado aventurero suyo.

SIGISMUNDO:

Huélgome de saberlo, y si es que arguyo
que eres tú quien a tanto te prefieres,
¿quién le diré que eres?

FEDERICO:

Porque sé que el empeño
crece a sombra del nombre de su dueño,
Federico de Albania soy.

SIGISMUNDO:

Estimo
(Hácele reverencia.)
el conocerte, y porque veas que animo
de parte de mi rey el generoso
valor, con que enemigo tan glorioso
más aplaudido hará su vencimiento,
desde luego a los dos...

LOS DOS:

Di.

SIGISMUNDO:

Os represento,
por el puesto que aquí suplo [en] su ausencia,
a ti la lid, a ti esta reverencia,
como en albricias que a esas nuevas debo.
Y porque sepan qué respuesta llevo
antes que llegue, y que la guerra acepta
quien Cristerna no es, toca trompera,
en vez de salva, ya con voz más clara,
la botasela, el monta y la tarara.

(Vase con el clarín.)
FEDERICO:

En la lid nos veremos.

CRISTERNA:

Yo también, que corteses tus estremos
no han de atajar mi brío;
y pues mis armas a tu acuerdo fío,
ve a poner el ejército en batalla,
que batiendo la estrada, a aseguralla
yo con la guarda voy. Dadme un caballo.
 (Vase.)

FEDERICO:

Amor, ¡en buenos dos empeños me hallo!;
uno el de aquel bosquejo, aquel dibujo,
que con Cristerna a merecer me trujo,
en fe de la esperanza,
de que pueda ser mía su venganza;
y otro del cargo en que este honor me ha puesto.
Pero ¿qué duda el que, a cumplir dispuesto
su obligación, dentro del pecho encierra
amor y honor?

(Las cajas y trompetas.)
(Dentro todos.)
[VOCES]:

¡Arma, arma! ¡Guerra, guerra!

FEDERICO:

Y pues apenas el campo
de Sigismundo oyó el eco
de toques de guerra, cuando
desciende, en buen orden puesto,
y ella, batiendo la estrada
marcha ya, en su seguimiento
iré. Amor, pues que te precias
de amante y soldado, siendo
hijo de Venus y Marte,
mira qué dice este acento...

(Dentro.)
[VOCES]:

¡Arma, arma! ¡Guerra, guerra!

FEDERICO:

Pon a tu cuenta mi riesgo.

(Vase y fíngese dentro la batalla.)
UNOS:

¡Viva Sigismundo, viva!

OTROS:

¡Viva Cristerna!

(Sale CASIMIRO, vestido de soldado pobre, y TURÍN.)
CASIMIRO:

A buen tiempo
hemos llegado.

TURÍN:

¿Qué llamas
buen tiempo, señor, si vemos
llover en nubes de humo
granizo de plomo el cierzo?

CASIMIRO:

Pues, ¿a qué mejor, si es esa
la pretensión con que vengo?

UNOS:

¡Viva Sigismundo!

(Caja.)
OTROS:

¡Viva
Cristerna!

TURÍN:

Advierte, te ruego,
si hallarte con Sigismundo
en esta acción es tu intento,
que no vas bien, porque está
de Cristerna el campo en medio.

CASIMIRO:

¡Ay, Turín, cuán al contrario
has discurrido! Que ciego
vengo a servir a Cristerna,
contra Sigismundo.

TURÍN:

Presto
empiezas a ser cuñado.
¿Qué dices?

CASIMIRO:

Que ver deseo
si es verdad que la fortuna
ayuda al atrevimiento.
¡Vive Dios, o sea locura,
o capricho, o devaneo,
que he de ver si valgo yo
con ella más que yo mesmo!
Y pues en fe de que sabes
lengua y país, te prefiero
a tantos nobles vasallos,
no hay que encargarte el secreto
de quién soy, puesto que en traje
pobre, humilde y estranjero,
nadie habrá que me conozca.

TURÍN:

Y allá, en echándote menos,
¿qué han de pensar que te hiciste?

CASIMIRO:

Eso ha de decir el tiempo.
(Caja.)
Y ahora, pues ves que ya empiezan
a disputarse los puestos,
pues que ya los batidores
han atacado el encuentro,
pasemos a la vanguardia,
que hoy, si amor me ayuda, pienso
señalarme tanto que
o quede triunfante, o muerto.

TURÍN:

Aténgome a lo segundo.

(Dentro CRISTERNA.)
[CRISTERNA]:

¡Ay de mí, infeliz!

(La caja, y un ruido grande dentro.)
CASIMIRO:

¿Qué es esto?

TURÍN:

Que herido el caballo viene
de aquel ribazo cayendo
una mujer.

CASIMIRO:

Y tras ella
volante escuadrón pequeño
de infantería, o matarla
o prenderla intenta.

TURÍN:

¿Y eso
qué te importa a ti?

CASIMIRO:

¿No basta
ser mujer?

TURÍN:

Advierte...

(Sale CRISTERNA, cayendo algunos soldados tras ella y después SIGISMUNDO.)
CRISTERNA:

¡Cielos,
dadme favor!

SOLDADO:

A prisión
te da.

SIGISMUNDO:

Apartaos, deteneos,
que reales personas solo
las rinden los rendimientos.
Vuestra majestad...

CASIMIRO:

¿Qué escucho?

SIGISMUNDO:

Ya que Sigismundo puedo
hablar, y no embajador,
vuelto a la vaina el acero,
se dé a prisión; pues ya ve
que son iguales sucesos
trances de guerra y fortuna.

CRISTERNA:

Preciso es obedecerlos;
y pues son fortuna y guerra
monstruos mantenidos desto,
muere a su horror.

CASIMIRO:

Eso no,
sin que yo muera primero.
Cobra un caballo, entre tanto
que yo tu vida defiendo,

SIGISMUNDO:

Loco, contra tantos, ¿cómo
posible es?

CASIMIRO:

Como mi intento
solo es de morir matando.

CRISTERNA:

Y el mío también.

FEDERICO:

(Dentro.)
Llegad presto,
que está en peligro su vida.

SOLDADO:

Cargando con todo el grueso,
señor, su ejército avanza
sobre nosotros, a tiempo
que apartado de tu gente
te hallas.

SIGISMUNDO:

¿Qué soldado, cielos,
es este, que ha embarazado
el más glorioso trofeo?

TURÍN:

¡Quién le pudiera decir
que un cuñado antes de serlo!

(Sale FEDERICO y soldados. Hácele la batalla, retirándose.)
FEDERICO:

¡Muera Sigismundo y viva
Cristerna!

TURÍN:

Aquí entro yo. ¡A ellos!

SOLDADO:

Forzoso es que te retires
hasta llegar a los nuestros.

SIGISMUNDO:

Notable ocasión perdí.

(Vase.)
CASIMIRO:

Pues aún yo no estoy contento;
mas adelante, Fortuna,
pase tu valor, si es cierto
que dar uno es deber a otro.

(Vase.)
FEDERICO:

Ya que llegué a tan buen tiempo,
mientras un caballo cobras,
dime, señora: ¿qué es esto?

(La caja siempre y trompetas.)
CRISTERNA:

Después lo sabréis, agora
socorred, socorred presto
aquel soldado, a quien vida,
honor y libertad debo,
aquel de la roja banda
que, desesperado, en medio
de todos lidia, hasta que
cara a cara y cuerpo a cuerpo,
con Sigismundo a los brazos
llega. Pero ¿qué os aliento
en su socorro, ¡ay de mí!,
si en su misma sangre envuelto
con él despeñarse deja
del monte?

(Dentro CASIMIRO y SIGISMUNDO.)
LOS DOS:

¡Valedme, cielos!

TODOS:

¡Viva Cristerna!

TURÍN:

Vitoria
por los más.

(Ahora salen cayendo, y CASIMIRO ensangrentado.)
CRISTERNA:

¿Qué es esto?

CASIMIRO:

Esto
es ser persona que hago,
y persona que padezco.
A tus plantas, ¡ay de mí!,
casi en el último aliento
de mi vida, la persona
de Segismundo te ofrezco,
con la vitoria de ver,
cuando con él me despeño,
que ha desmayado su gente,
y la tuya en seguimiento
suyo..., si... Mas cuando yo...
Proseguir ni alentar puedo.
Felice quien dio la vida
en tu servicio.
 (Cayendo.)

CRISTERNA:

Pues estos
trances de guerra y fortuna
son en la vaina el acero,
que a reales personas solo
las rinden los rendimientos,
os dad a prisión, pues veis
que a vista de igual suceso
se retira vuestro campo,
desbaratado y deshecho.

TURÍN:

[Aparte.]
¿No fuera bueno ponerme
yo ahora a su lado, diciendo:
«Huye, mientras yo te amparo»?
Mas ¿quién me mete a mí en eso?

SIGISMUNDO:

Muy descortés mi desdicha
fuera en mostrar sentimiento,
ya que prisionero soy
en serlo, señora, vuestro.

CRISTERNA:

Mío no, de Federico
sí, que es de mis armas dueño.
Llevadle vós donde tenga
digna prisión, mientras yendo
a la Corte, lo es la torre
del homenaje.

FEDERICO:

En mi mesmo
alojamiento tendréis
quien os sirva.

SIGISMUNDO:

¿Quién vio, cielos,
de la dicha a la desdicha
pasar a nadie tan presto?

(Vanse los dos.)
CRISTERNA:

Si ha muerto, mirad vosotros,
ese soldado.

TURÍN:

Aún no ha muerto,
que con más vidas que un gato
está vivo como un perro.
[Aparte.]
Calle quién es, y quién soy.

CRISTERNA:

Pues retiradle, advirtiendo
(ya que en siguiendo el alcance
volver a la Corte intento)
que en mi tienda de campaña
(Levántanle los soldados.)
se cure, con los remedios
que si fueran para mí,
porque más su vida precio,
que prisionero y vitoria.

CASIMIRO:

Pues con razones no puedo
tan grande favor, señora,
con el alma os agradezco.

CRISTERNA:

Id, cuidad de vuestra vida,
que en vós, si vivís, espero
vengarme de Casimiro.

CASIMIRO:

Yo de mi parte os lo ofrezco.

CRISTERNA:

Yo lo acepto de mi parte.

TURÍN:

Mucho hay que decir en eso.
¡Válgate Dios por novela!
¿En qué ha de parar tu enredo?

CASIMIRO:

¡Válgate Dios, por ventura,
que poco gozarte pienso!

CRISTERNA:

¡Válgate Dios por soldado,
en qué obligación me has puesto!