Aita Tettauen/Cuarta parte/III
Cuarta parte - Capítulo III
[editar]No hizo Santiuste por evitar la mirada del moro, ni menos trató de escabullirse y poner pies en polvorosa; antes bien afrontó gustoso la presencia de aquel sujeto y se fue a él con donaire y confianza. «Yo soy Juan -le dijo-, no Yahia, como tú me llamas»; y de esta sola frase surgió una larga conversación. Ráfagas de cólera, ráfagas de benevolencia notó el poeta en la cara del moro y en su lenguaje de perfecta entonación castellana. Lo que hablaron se perdió en el bullicio del pueblo que les rodeaba y en el rumor de cornetas que del campo venía. No se maravilló poco Santiuste de ver que el arrogante moro palidecía, que sus miradas inquietas se volvían de la tierra al cielo y del cielo a la tierra, y que de su pecho arrojaba suspiros, en los cuales iba envuelto el sonido de alguna palabra ininteligible. Sin duda sufría grave trastorno moral y físico, enfermedad del cuerpo, o profunda turbación del ánimo. El griterío de dentro de la plaza y el ruido militar de fuera crecían. Entre ambos rumores la puerta permanecía cerrada. ¿Se abría o no se abría la puerta?
En el sitio donde estaban Juan y El Nasiry no se veía la puerta, y sí el torcido callejón que a ella conduce. Junto a ellos, entre las ruinas y un paredón interior de fortaleza, vieron la escalera de gastados peldaños, por donde subían y bajaban moríos de mal pelaje que pretendían ocupar el reducto defensor de la puerta, artillada con dos cañones de figurón... Sin verlo, bien se comprendía que los españoles habían llegado a la puerta, y encontrándola cerrada amenazaban con abrirla de par en par a cañonazos. El altercado entre los cristianos de fuera y los muslimes que por las troneras del reducto asomaban sus famélicos rostros, se oía desde dentro. No teniendo entereza para resistir ni para franquear gallardamente la entrada, los de arriba dijeron: «No podemos abrir... El Kaid se llevó las llaves». Siguió a esto un estruendo de vigorosos golpes dados en la puerta.
España colérica gritaba: «Abrid, miserables, o pegaré fuego a la ciudad». Con enormes piedras y con las culatas de los fusiles, los españoles cascaban las herradas maderas... Vieron entonces Juan y su acompañante que del reducto bajaban despavoridos los bergantes que allí hacían un vil simulacro de defensa. Al verlos huir, El Nasiry, sin abandonar su actitud de abatimiento les dijo: «La voluntad de Allah sea cumplida...». En el mismo instante, la caterva de judíos y de moros pobres se lanzó por el callejón que conduce al interior de la puerta, y ayudó con piedras a romper lo que los españoles querían romper desde fuera. La Blanca Paloma, la virginal doncella Ojos de Manantiales quedó pronto a merced de su conquistador... Tras un silencio de estupefacción, estalló bajo la bóveda de la puerta, como un trueno subterráneo, la marcha real española. Todo aquel viejo armatoste arquitectónico se estremeció, dando piedra con piedra... Los que tocaban la marcha permanecieron un instante quietos; luego se vieron las bayonetas, los fusiles, los hombres que entraban con paso grave... El Nasiry, en el paroxismo de su terror, cogió del brazo a Juan y lo llevó por un callejón que desde la puerta se empinaba entre casuchas gibosas. «No puedo ver esto -le dijo-. Vámonos... escondámonos». Y Yahia: «Déjame, señor, que les vea. Son mis amigos... Ya entran... avanzan ya con paso ligero. Mira cómo les aclama la multitud. Entran con respeto, como hombres de buena educación que delicadamente se acercan a la desposada y le quitan los velos... Al frente viene el General Ríos... también Mackenna...». Estirando toda su estatura para echar una mirada por encima de las cabezas de la multitud, dijo El Nasiry: «Viene con ellos El Gazel, para enseñarles los caminos y guiarles por las calles... Vámonos, Yahia; yo no debo ver esto».
Avanzaron algo más callejón arriba. En una rinconada donde asomaban, por entre construcciones humildes, algunas peñas del cerro en cuya cúspide está la Alcazaba, El Nasiry no pudo ya mantener en tensión las fuerzas del alma que sostenían su disimulo. Dejando correr un raudal de lágrimas, sin cubrirse el rostro ni alterar su voz plañidera, habló de este modo: «La turbación que siento es de las que pueden matarle a uno si se descuida... Asístame Dios... Pues adivinaste tú quién soy, poco será lo que yo tenga que decirte... Esas músicas, esa gente que entra en Tetuán con alegría de victoria, no me dicen cosas olvidadas. Lo que veo y lo que oigo es mío, tan mío como mi propio aliento... No digas a nadie lo que has visto en mí, ni repitas mis palabras. Yo debo alejarme de esta pompa y fingir que me entristece lo que me regocija... Tengo aquí un nombre, tengo una posición, tengo un estado, que gané a fuerza de trabajo y de astucia inteligente. No puedo renegar de mi estado, Yahia; no puedo arrojarlo a la calle por un melindre de patriotismo... Guárdame el secreto, y adelante... Sigamos, observemos y disimulemos. El traje que vistes te obliga, como a mí, a ser cauto y prudente».
Desde el sitio en que se hallaban, vieron que entraba el raudal de tropas; los haces de bayonetas brillaban al revolver de la marcha en las angostas calles; el color pardo de los ponchos se iba extendiendo y llenando calles y plazuelas, como sangre inyectada en las venas vacías de la ciudad. La virginal Ojos de Manantiales estaba ya hinchada de españoles, y pletórica de aquel rico elemento vital que se difundía por todo su cuerpo... Las azoteas, coronadas de gente, coronaban también de vagas aclamaciones el estruendo de las músicas que invadían las calles... «Acerquémonos ahora -dijo El Nasiry-, y veamos si entra también O'Donnell». No por donde habían subido, sino por otro callejón que iba a desembocar a la plazuela llamada Garsa El Kibira, fueron ambos a satisfacer la curiosidad y la emoción, el insaciable sentimiento que nunca se hartaba. A distancia, por un largo y recto pasadizo cubierto, que era como anteojo, vieron pasar soldados, recorriendo una vía de relativa anchura. Así estuvieron mediano rato: «Mira, mira -gritó de improviso Santiuste-: ese que ahora pasa es O'Donnell... Ya pasó, ya no lo ves...». «Le vi -replicó El Nasiry-, y le conocí por su grandeza, que a mi parecer superaba a la de las casas». Detrás del General en Jefe siguieron entrando secciones de todos los Cuerpos con sus músicas correspondientes, las cuales tocaban la marcha de la ópera Macbeth, muy del gusto de O'Donnell por su marcial aliento.
«En el corazón -dijo El Nasiry retrocediendo con su amigo-, se me queda pegada esa música, y creo que la estaré oyendo mientas viva...». Empujada la puerta más próxima, penetró en una casa de apariencia humilde. Era una de las tres de su propiedad que alquiladas tenía. El pobre viejo que moraba en ella, almuédano a sus horas, a ratos escribiente de un Kadí, había salido a ver las tropas. En el patio, una mora vieja y demacrada recibió al casero: este y su acompañante, descansando en un poyo revestido de azulejos, continuaron su interesante coloquio. Reiteró El Nasiry a Santiuste la recomendación de guardar secreto sobre cuanto le dijese, movido del irresistible impulso de abrir su pecho, en tan grave ocasión, a un individuo de su raza y de su tierra. A las innumerables preguntas que hizo acerca de España y de la familia de Ansúrez, pidiendo detalladas noticias de su padre y hermanos, contestó Juan con interés minucioso, apurando su memoria para que nada se le quedase por decir. Con esto acabó el buen Yahia de ganar la confianza del que tenía por poderoso señor musulmán, o renegado de alta escuela, al estilo de Alí Bey... De veras admiró Juan el prodigio de una metamorfosis bastante perfecta para cautivar en confiada ilusión a todo un pueblo.
Ponderó El Nasiry las ventajas de vivir en Marruecos en calidad de moro, disfrazándose para ello de lenguaje, de costumbres y de religión, y ensalzó el beneficio grande que resulta de existir allí muy pocas leyes, simplificación legislativa que compensaba el bárbaro despotismo del Sultán. Este no era tan intolerable para el hombre flexible y astuto que supiera adaptarse al suelo, y hacer sus pulmones al ambiente de un país sin gobierno excesivo, tiranía ciega y caprichosa. Era cuestión de marrullería, de estudio de los hombres y de conocimiento de la fundamental ciencia del Mogreb, que es la Gramática Parda. Él había estudiado más que cien bachilleres de Salamanca para llegar a la cabal asimilación del Islamismo por el lado religioso, por el civil y moral, y podía decir, aparte toda modestia, que pocos picaron tan alto en la sutileza de la conquista. «La llamo así -prosiguió-, porque conquista personal es lo que yo he realizado, y no hay otra manera de penetrar en esta salvaje familia. Los españoles no imitarán en conjunto mi obra, y por no imitarme, no serán nunca dueños de Marruecos, a pesar de estas guerras y de estas batallitas vistosas... sí, muy vistosas y con música, hijo mío, pero nada más... Y por fin, si tu intención es quedarte aquí, tómame por maestro, y no des un paso ni respires sin consultarme previamente. Prepárate a una labor dura, y trae a tu entendimiento todas las luces que andan por esos mundos, y alguna más que tú inventes, pues la sabiduría y picardía labradas por los demás no son bastantes, y hacen falta picardía y saber nuevos que cada cual debe sacar de donde pueda».
Tocole después a Santiuste explicar el rapto de Yohar, y en verdad que lo hizo con perfecta honradez histórica, refiriendo los antecedentes del caso y el caso mismo sin jactancia ni floreos sentimentales. Frunció el ceño El Nasiry a la conclusión de la historia, y dijo: «Bien, Yahia: empuje grande de ilusión hubo, según veo, por una parte y otra, y no mediaron más que los engaños propios de amor. Ordena la Naturaleza que se le rinda homenaje, y no hay forma de desobedecerla... Es una tirana que manda en la juventud... ¡Como que ella es siempre joven, y está engendrando sin cesar!... Bien, hijo: lo que no me parece acertado es tu pretensión de que Yohar abrace el Cristianismo. Si logras catequizarla, despídete de las riquezas de su padre, que son cuantiosas, hijo. Conozco a Riomesta; sé que no sólo es el más rico, sino el primer rezador del Mellah, apegado fanáticamente a su Ley rancia y a los ritos hebraicos. No, no cederá... Tienes que largarte a España con la moza, si es que quiere seguirte... Hoy, como está enamorada, te dirá que sí, que será cristiana, que quiere el agua del bautismo... Pero no te fíes, hijo, no te fíes, ni creas que esas lindas coces de Yohar que me has contado han de ser siempre blandas y amorosas... Ya coceará de otro modo... Deja que se enfríe un poco el amor, pues no hay cosa caliente que el tiempo no enfríe, y verás cómo la borrica tira al pesebre paterno... Dime otra cosa: ¿tienes tú con qué mantenerla?, ¿piensas que se resignará a la pobreza? Yohar gusta de los ricos vestidos, de las joyas... Sin duda esa víbora de Mazaltob le ha hecho creer que eres tú algún magnate disfrazado de pobre... Sigue mi consejo: haz paces con Riomesta; pídele su borriquita blanca; dile, o hazle creer, que por poseerla en forma de ley entrarás por el aro judiego y te hincarás delante de Adonai».
Como Santiuste declarara enérgicamente que no haría jamás abjuración verdadera ni fingida de su fe cristiana, El Nasiry, luengo de marrullería, astuto y nada corto de explicaderas, le dio palmadas en el hombro diciéndole: «Hijo, vete pronto a España, vete a cualquier país civilizado, que en África no tienes más carrera que la de mendigo si no estudias todas las artes del fingimiento. El cristiano que acá venga y no sepa fingir, o muere o tiene que salir pitando. Se hace aquí fortuna más o menos grande según el grado de simulación que cada uno se traiga para poder vivir entre esta plebe... En mí tienes ejemplo vivo del arte de figurar lo que no es... Después de tanto tiempo y de aprendizaje tan largo, ya vencedor en la lucha, todavía me veo precisado a representar más papeles, según las ocasiones que se van presentando... Y para que lo comprendas mejor, te pondré un ejemplo mío, un ejemplo reciente, de estos días, de hoy... Verás, Yahia... atiende un poco».
Limpió su gaznate El Nasiry con ligeras toses, y bien preparado de ideas y razones, prosiguió así: «Tengo yo un amigo llamado El Zebdy, residente en Fez, buen hombre, intachable musulmán, rezador y creyente a macha-martillo, rico y de no escasa influencia cerca del Sultán. Su bondad y humanidad no tienen más límite que la línea del fanatismo; cuando traspasa esta línea, es El Zebdy tan bárbaro y cruel como cualquier otro de su raza, y aún más que tantos y tantos que se ven por ahí. Pues bien: este amigo me suplicó que le contara por escrito todas las ocurrencias de la guerra, desde la llegada de los españoles al valle del Río Martín, hasta que quedaran deshechos ante los muros de Tetuán... No era de mi gusto escribir historias; pero no podía negarme a la pretensión de El Zebdy, porque este señor me ha protegido con largueza; me salvó una vez la vida; por él tengo aún esta mi cabeza sobre los hombros; me ha dado dinero y crédito para mis negocios; consiguió que el Sultán me cediera gratis el terreno donde he construido tres casas; y más, más favores le debo. ¿Qué podía yo hacer, Juan? Ponte en mi lugar. Pues Señor... agarro mi pluma y ¡zas!: todas las acciones se las he contado, y sólo me falta la de Tetuán y las trapisondas en la ciudad, tarea que tengo dispuesta para esta tarde, si Dios me da tranquilidad y tiempo...».
-Linda historia será -dijo Santiuste-, escrita sobre el terreno, interpretando la realidad honradamente.
-Quítate allá. ¿Crees tú que es historia lo que escribo para El Zebdy? No, hijo, no es nada de eso, porque he tenido que escribirlo al gusto musulmán, retorciendo los hechos para que siempre resulten favorables a los moríos. Y cuando no me ha sido posible desfigurar el rostro de la verdad, hele puesto mil mentirosos adornos y afeites para que no lo conozca ni la madre que lo parió. En cada párrafo he metido exclamaciones del Korán y gran porción de esas pamplinas con que aquí se alimenta el fanatismo. Allah y la variedad infinita de sus nombres no se me caían de la pluma. Así queda el amigo muy contento y al leer dice: «¡Qué buen creyente es El Nasiry! ¡El Benigno le alargue sus años!». Cierto que si el fárrago de mis cartas cayera en manos de un español listo y versado en letras, vería que por los huecos de aquella balumba de citas koránicas y de adulaciones al Mogreb y a sus bárbaras tropas, asoman las ideas cristianas, todo el saber que se trae uno al mundo desde que le ponen en la frente la sal del bautismo. Claro que el bestia de El Zebdy no verá más que la superficie de lo escrito; en el fondo no penetrará, porque su entender romo es incapaz de penetración, como el de todo muslim que no ha salido de estas ciudades apestosas; se holgará mucho de mis falsas historias, y las mostrará a sus amigos. No quiera Dios que ojos cristianos las lean, pues entonces saltará de los renglones el engaño que en ellos se oculta, y adiós fingimiento mío... Allah me guarde siempre... o Dios, si tú lo quieres... y en confundirlos no hay pecado, que de estrellas arriba el que manda es quien es, y no se cura de que aquí le demos este nombre o el otro. Entiéndelo, hijo».
Calló El Nasiry, quedando un ratito en meditación. Juan, metido también en sí, no echaba en saco roto la lección de fingimiento. La pausa terminó con un suspiro del caballero moro, y con decir este a su amigo: «Creo, Juan, que es hora de que vuelvas a casa. Yohar la blanquísima estará inquieta porque tardas... Yo me quedo aquí: mi inquilino, que como amanuense del Kadí es hombre de letras, me tendrá preparados los trastos de escribir. Aquí enjareto mi carta al gaznápiro de El Zebdy, y hago tiempo hasta que llegue la noche, pues de día no verán mi rostro las calles de Tetuán. Cuando obscurezca iré a mi casa, que ahora es tuya, y te visitaré a ti y a toda la caterva que allí se me ha metido. Procuraré recoger a Ibrahim y a Maimuna, que amedrentados huyeron de vosotros, teniéndoos por diablos... Entre todos me cuidaréis la casa, que ha venido a ser refugio maternal de moros, cristianos y judíos... Anda, hijo, no te detengas... Allah y la Virgen te acompañen... Dios y la Virgen digo. Todo es lo mismo... Dios hizo al hombre, y el hombre ha hecho los nombres de Dios... Abur».