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Aita Tettauen/Primera parte/V

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Primera parte - Capítulo V

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Los niños menores, Pilarita y sus hermanillos Bonifacio y Manolo, contagiados de los gustos del primogénito, despreciaban toda clase de juguetes para consagrarse al militar juego, aprovechando el material de guerra desechado por Vicente: cañones, tropa y oficialidad de cartón o de estaño, banderolas, espadas de palo y morriones de papel. La niña, desmintiendo su sexo apacible, era la más brava en las marchas, en las escaramuzas y refriegas, que algún día le valieron solfas de Lucila en semejante parte. Empezó figurándose cantinera, por algo que había oído a su hermano mayor: aguardiente vendía en un cacharrito de lata, y cigarros de papel torcidos por ella misma. Mas pronto se cansó de estos femeninos menesteres de guerra, y arrollando a sus hermanos pequeños y arrebatándoles espada y casco, se puso al frente de ellos, y les condujo más de una vez a la victoria, o a nuevas solfas de la madre, que no podía resistir tanta batahola y entorpecimientos en las habitaciones y pasillos de la casa. Con sillas armaban plazas fuertes, bajo la dirección técnica de Vicente, y en la última torre de ella se colocaba Pilarita dando voces, atribuyéndose, no sólo entidad militar de plaza sitiada, sino la divina entidad de Virgen del Pilar, y clamaba: «¡Yo no quiero ser francesa... francesa no... Aragoneses, defendisme...!». Adoptaba Bonifacio para embestir la plaza el ariete romano, y Manolo imitaba la artillería con los más fuertes zumbidos que articular podía su gran boca. En el asalto eran tan fieros, que los muros y bastiones se desplomaban, y entre el deshecho montón de sillas caía la Pilarica con chichones en la frente... Inmediatamente venía la zurribanda, y con ella los gritos, ayes, lamentos y otras voces guerreras.

«Por Dios, Vicente, no les azuces a estas diabluras. Ten juicio tú, ya que ellos no pueden tenerlo. Y a esta mocosa la voy a mandar a la escuela, para que allí me la sujeten y me le quiten sus mañas hombrunas...».

Entrado Noviembre, todo Madrid repetía en variedad de formas el juego de guerra de los niños de Halconero. Los señores mayores, las damas de viso, hombres y mujeres de las clases inferiores, procedían y hablaban, poco más o menos, como los chiquillos que esgrimen espadas de caña en medio de la calle y se agrandan la estatura con morriones de papel. Guerra clamaban las verduleras; venganza y guerra los obispos. No había español ni española que no sintiera en su alma el ultraje, y en su propio rostro la bofetada que a España dio la kabila de Anyera, profanando unas piedras y destruyendo nuestras garitas en el campo de Ceuta.

El agravio no era de los que piden reparación de sangre. Fueron los españoles a la guerra porque necesitaban gallear un poquito ante Europa, y dar al sentimiento público, en el interior, un alimento sano y reconstituyente. Demostró el general O'Donnell gran sagacidad política, inventando aquel ingenioso saneamiento de la psicología española. Imitador de Napoleón III, buscaba en la gloria militar un medio de integración de la nacionalidad, un dogmatismo patrio que disciplinara las almas y las hiciera más dóciles a la acción política. Con las victorias de Crimea y de Italia fabricó Napoleón patriotismo más o menos de ley, que hubo de servirle para consolidar su imperio. Francia nos daba las modas del vestir, las modas del pensar y del sentir artístico: nos hacía los ferrocarriles; nos ponía, con mano de niñera ilustrada, en los andadores del progreso; de Francia trajimos también una remesa de imperialismo casero y modestito, que refrescó nuestro ambiente y limpió nuestra sangre viciada por las facciones.

Los partidos de oposición, deslumbrados por el espejismo histórico, cayeron en el artificio. Olózaga y Calvo Asensio cantaron en el Congreso las mismas odas que en sus púlpitos entonaban los obispos... Decía Calvo Asensio que el dedo de Dios nos marcaba el camino que debíamos seguir para aniquilar al agareno. Estas y otras elocuentes pamplinas arrebataban al auditorio y encendían más la hoguera patriótica. Un representante de la nobleza, ofreciendo al Trono el concurso de sus iguales, decía, mutatis mutandis, lo mismo que la ínfima plebe en tabernas y mercados. Contra el pobre agareno iba el furor de pobres y ricos, de Clero y Nobleza, de niños pequeños y niños grandes. La Reina, al despedir a O'Donnell con frases de sincera emoción, le echaba al cuello medallitas que tenía por milagrosas. Sentía Isabel no ser hombre para coger un arma y acudir a tan santa guerra; y era verdad lo que expresaba, pues nadie como ella sintió el intenso amor de las aventuras españolas, mezcla de fe religiosa, de locura caballeresca y de gallarda superstición. El efecto de unanimidad y de embriaguez sintética estaba conseguido. Gran triunfo del irlandés, de intención honrada y vista penetrante.

En cada mesa de cada café funcionaba un consejo de grandes tácticos y peritos estrategas. Eran, por lo común, empleados de mediano sueldo, retirados del ejército, o cesantes que llevaban su abnegación hasta el punto de alabar al Gobierno, de posponer su hambre a las altas miras de la patria y a la gloria del ejército. Allí se vio la grande generosidad de este pueblo, que olvidaba sus miserias, resignándose a comer entusiasmo y glorias, mal aderezadas con pan seco. Las madres ofrecían todos sus hijos, y los viejos querían alargar su vida para presenciar tantas victorias; los curas tocaban el clarín, y salpicaban de agua bendita los roses de los soldados, incitándoles a no volver sin dejar destruido el islamismo, arrasadas las mezquitas, y clavada la cruz en todos los alcázares agarenos. Gentes había mal nutridas, que lloraban oyendo hablar del próximo embarque de tropas, y darían su última pitanza por que nada faltase a nuestros valientes soldados. Nunca habían visto los nacidos un movimiento de opinión tan poderoso y unánime... De este sentimiento y convicciones salían tantos planes de guerra como bocas había en cada círculo de café. «Es indudable que nosotros desembarcaremos en Malabatah, cerca de Tánger... Tomamos Tánger, no sin pérdidas, y en seguida vamos a ocupar el monte de las Monas...».

Esto decía Leovigildo Rodríguez. Le cortaba la palabra Federico Nieto (alias don Frenético), diciendo con airadas voces: «Cállese usted y no extravíe la opinión. Tánger no puede ser el objetivo... Mi primo Joaquín, que ha estado en Ceuta y conoce aquello palmo a palmo, me ha dicho que todo lo que no sea tomar tierra en aquella plaza y subir derechitos a lo que llaman Sierra Bullones, es andarse por las ramas...».

-¡Oh, eso no puede ser! -aseguró Agustín Fajardo, pasando su dedo por la mesa como por un plano imaginario-. Fijarse bien, señores. Aquí está Tánger... aquí está Ceuta... aquí Tetuán... Unamos por tres líneas estos tres puntos. Resulta un triángulo de lados desiguales... ¿El lado más corto cuál es? El que une a Tetuán con Ceuta... Pues mi teoría es esta: Otras naciones irán a su objetivo por el camino más largo. España debe ir siempre por el más corto. Si no lo hiciera, no sería España... Esta es mi teoría, señores; es mi teoría.

Con estos desatinos fantásticos iba la gente alimentando la pasión patriótica, que a todos sostenía en un cierto estado de iluminismo alegre. Nadie dudaba del triunfo: el esplendor de nuestras armas traería después bienes sin cuento, que cada cual se imaginaba conforme a sus gustos y necesidades. El buen Halconero, que en patriótico fanatismo daba quince y raya a todos los españoles, pensaba que después de la guerra los laureles nos abrumarían. Probablemente, tras la campaña en África vendrían otras marimorenas con diferentes naciones europeas o asiáticas, y de este continuo pelear resultaría mucha, muchísima gloria y poco dinero, porque los brazos abandonaban la cosecha del trigo por la de laureles. ¿Pero qué importaba? Con tal de ver a España tosiendo fuerte, escupiendo por el colmillo en el ruedo de las naciones europeas, nos allanaríamos a sustentarnos con piruétanos y tagarninas.

Obligado el insigne paquidermo don Bruno Carrasco a tocar su pito en la orquesta patriótica conforme a la tregua concedida por el Progreso, no podía saciarse de política, su comidilla sabrosa y constante. Los temas desde la subida de O'Donnell hasta el Otoño del 59 habían pasado a la Historia. Ya Carrasco no podía poner en su púlpito más que el paño de gala para cantar himnos al Ejército y al Dios de las Batallas. Era ya fiambre manido el asunto de los Cargos de piedra, y la acusación y proceso contra Esteban Collantes, farsa de justicia que encubría el propósito de inutilizar a los moderados por la difamación. No era culpable el ex-ministro de Fomento en el Gabinete Sartorius: la culpa venía de arriba y de peticiones de dinero que el Gobierno no podía desatender. Fue verdad que el valor de los ciento treinta mil cargos de piedra se aplicó a objeto distinto de la reparación de carreteras; cierto que la cantidad fue sustituida por otra igual dada por Salamanca; indudable que don Agustín Esteban Collantes, días antes de la caída de San Luis, ordenó que el milloncejo se reintegrase a su primitivo destino; verdad fue que en el camino hacia la casilla del presupuesto, se perdieron los cuartos, y que la responsabilidad de tal extravío recaía exclusivamente sobre el Director General de Obras Públicas, y que este trasladó a Londres su residencia. Ruidoso escándalo trajo la grave acusación, una de las mayores torpezas de la Unión Liberal, porque en el proceso salieron a relucir infinidad de suciedades de nuestra administración, y nadie a la postre fue castigado. El ex-ministro se defendió con maestría y sutileza grandes. Inmensa labor fue, para el que se sentía inocente, demostrarlo sin dirigir un solo golpe al punto delicado de donde procedía la infracción de ley...

Pues sobre este embrollo y sobre los incidentes del dramático proceso, habló don Bruno tres meses, sin descanso de su lengua ni agotamiento de su saliva. Él lo sabía todo: la inocencia de Collantes, la dudosa conducta de Mora, el origen palatino de aquella irregularidad. Las relaciones entre los partidos de gobierno quedaron rotas y envenenado el ambiente político. Si no inventa O'Donnell la guerra de África, sabe Dios lo que habría pasado. Fue la guerra un colosal sahumerio... Casi tanto como los Cargos de piedra, sacó de quicio a don Bruno la intentona republicana que estalló y fue sofocada en el curso del estío. En aquella locura pereció el más loco de nuestros demócratas, Sixto Cámara, joven, apuesto, de rostro interesante y algo místico. Trató de sublevar a la guarnición de Olivenza: no pudo conseguirlo; huyó, y perseguido por la Guardia Civil en los campos extremeños, murió de calor y de sed. Místico fue el martirio de aquel visionario que padeció la generosa demencia de querer implantar la República con tres republicanos.

En los claros que dejaban estos asuntos de real importancia, subía don Bruno a su púlpito para condenar los resellamientos y pasar revista a los nuevos periódicos, La Discusión, inspirado por Rivero; El Estado, dirigido por el poeta Campoamor; El Horizonte, hechura de don Luis González Bravo, papel impulsivo y un tanto burlesco con remembranzas de El Guirigay... De El Contemporáneo, el periódico elegante, órgano de la fracción más europeizada del moderantismo, hablaba pestes el buen don Bruno; odiaba con toda su alma a los caballeros del guante blanco, que derramaban sus luces en aquel diario, dándole la nota de la distinción y del saborete inglés, a los que llamaban Sincretismo a la Unión Liberal, y a cada momento empleaban términos tan estrambóticos como el Self-government y el Habeas Corpus... ¡Qué tendría que ver con la política el Santísimo Corpus Christi!

Una mañana de Noviembre, hallándose don Bruno y Halconero en casa de este charlando de la movilización de tropas, entró jadeante Juanito Santiuste con la noticia de que él, también él, ¡feliz mortal!, iría... «¿A dónde, hijo mío?». ¡A la guerra! Por el Marqués de Beramendi, su amigo, había conseguido una plaza en la Sección Volante de la Imprenta de Campaña. Ya tenía preparado su equipaje, que era de los más exiguos, y aquella misma tarde... ¡Cielo santo, Juanico a la guerra! ¡Y él también sería héroe, y a más de ser héroe, tendría la gloria de ver tantas grandezas...! Y andando el tiempo, dentro de un siglo, sus inocentes biznietos dirían: «Mi abuelo estuvo en la más alta acción, etcétera...». Fuese porque aquel día estuviera don Vicente amagado de un nuevo ataque de su mal, fuese porque la noticia de la partida del trovador colmara su exaltación, ello es que el hombre rompió en llanto. Su trabada lengua decía: «Tú vas, Juan, y yo no... Yo inútil, yo... trasto viejo... tú gloria, yo estropajo... Abrázame... te quiero... ¡Viva España...! Hijos míos... Lucila, venid... ¡Que me traigan a Donnell... que me traigan a Prim!». Dichos estos y otros desatinos, salió disparado por el pasillo, los brazos en alto, el andar tan inseguro que daba encontronazos en los tabiques, rebotando de uno en otro. Seguíanle todos asustados de aquel delirio. Al volver a la sala, su rostro amoratado indicaba fuerte congestión; su voz, ya ronca y casi ininteligible, repetía: «¡Prim... ejército... march...!». Para mayor duelo, los chicos menores, que aquel día tuvieron la humorada de disfrazarse de moros, se habían ennegrecido la cara con tizne de la cocina, y haciendo pucheros marchaban detrás de su padre, dando al cuadro, con la mayor inocencia, un tono de trágica burla. Halconero, girando sobre la pierna derecha que de improviso se le quedó como si fuera de palo, cayó al suelo sin que Lucila ni los demás pudieran contener la caída. Pesaba mucho: la palabra escapaba mugiendo de su boca torcida, como escapan los habitantes de una casa que se desploma. Con gran dificultad, entre Lucila, don Bruno y Santiuste, levantaron en vilo el pesado cuerpo, y lo tendieron en la cama.