Aita Tettauen/Segunda parte/IV
Segunda parte - Capítulo IV
[editar]Aunque era de soldados la tienda de Perico Alarcón, ofrecía dentro de sus paredes de lona refinamientos epicúreos. Dos velas podían lucir colocadas en botellas vacías; había mesa de tijera, como un catre, para comer; dos y hasta tres sillas del mismo sistema de abre y cierra. Las latas que contuvieron sardinas o carne salada de buey hacían veces de vajilla para servir diferentes manjares; las camas de dos dobleces eran muy cómodas, con grupas de cabalgaduras por almohadas y buenas mantas de abrigo. Del mástil que sustentaba todo el artificio de la tienda pendían objetos de puro lujo en campaña: estuche de afeitarse, abrigos impermeables, gorros para dormir, un saquito con castañas y nueces, la máquina de daguerrotipo, un manojo de chorizos y otras cosas de uso común en la vida. En una cesta, cariñosamente colocada entre dos camas, se guardaban botellas de Jerez y algunas de champagne, obsequio del General del Tercer Cuerpo al amigo que ilustraba la guerra con sus admirables narraciones y comentarios.
En el compañerismo más ecualitario descansaban allí vanos soldados y un oficial, a más de Pedro Alarcón. Todo era común, la comida y los avíos domésticos. Apenas entró el oficial, acostose rendido: no era para menos la acción de aquella tarde, después de doce horas en el servicio de trinchera. Se quitó el uniforme, quedándose con la camiseta de tartán rojo y los calzones interiores de lo mismo; se lió a la cabeza un pañuelo de hierbas; se comió un chorizo; luego bebió del café caliente que de la hoguera próxima trajeron los soldados, y tartamudeando las buenas noches se entregó a un sueño profundo. Alarcón y su amigo, decididos a regalarse con una cena opípara, se sentaron junto a la mesa: comieron carne de lata, huevos duros, almendras, pasas, y polvorones de Ceuta. De todo partían con los soldados. A estos les tiraba más la sociedad de sus compañeros que la de personas de superior clase, y se fueron al amor de la hoguera, donde asaron batatas y se regalaron con café y charla sabrosa, hasta que el sueño les llevó a la querencia de sus camastros.
«No sabes, Perico, cuánto me alegro de verte -dijo Santiuste-, ni qué ganas tenía de charlar contigo. Sólo con oírte me siento animado y se me abre un poco esa puerta de la nutrición que llamamos apetito, y se me cierra la de esos desvanes que llamamos melancolías».
-Tú estás enfermo, Juan -contestó el otro-; tienes la malaria de los campamentos, quizás nostalgia de personas y afectos que has dejado allá, en esa Berbería bautizada que llamamos España. La malaria castrense es achaque de los que no tienen costumbre de dormir al raso, o en estos palacios de lona con pavimentos de tierra húmeda. Pero te aclimatarás, y como no te dé el cólera, te harás una naturaleza militar y un temple guerrero. No te creas: más confort hay aquí que en las buhardillas donde tú has vivido... y por mi parte, juro en Dios y en mi ánima que Granada la morisca y Madrid la cortesana han sido para mí más esquivas en la cuestión de bucólica... en ciertas épocas, Juan, en ciertas épocas... más esquivas, digo, que este campamento, donde no sólo comemos gloria, sino longanizas, batatas de Málaga y hasta jamón de Trevélez... como lo oyes... En fin, cuéntame, Juan, cuéntame...
-En pocas palabras te lo cuento todo, Perico. Estoy desilusionado de la guerra. Te reirás de mí, acordándote de aquel entusiasmo mío que más parecía locura... Pues sí, en mi espíritu se han marchitado todas aquellas flores que fueron mi encanto... ya sabes... Yo me adornaba con ellas, yo me tragaba su aroma y lo echaba por los ojos, por la boca... Me servían para hacerme pasar por elocuente y para que lloraran oyéndome las mujeres y los chiquillos... Esas flores eran el Cid, Fernán González, Toledo, Granada, Flandes, Ceriñola, Pavía, San Quintín, Otumba... Pues bien, Pedro: de esas flores no queda en mi espíritu más que una hojarasca que huele a cosa rancia y descompuesta... Vine a esta guerra con ilusiones de amor. La guerra era mi novia, y yo el novio compuesto y lleno de esperanzas. Imagínate lo que habré sufrido al ver que mi amada se me vuelve fea y hombruna, que sus azahares apestan tanto como su boca... ¿Casarme yo con esa visión?, ¡quia! En vez de decir sí, he dicho no, y he vuelto la espalda. La guerra, vista en la realidad, se me ha hecho tan odiosa como bella se me representaba cuando de ella me enamoré por las lecturas... ¡Ay!, querido Pedro, ese mundo vivido en los libros, en páginas de verso y prosa, ¡cuán distinto es del mundo real! Es aquel un mundo que parece haber nacido en los libros mismos, por virtud de los caracteres de imprenta. Lo que ahora me parece sueño, ¿fue verdad alguna vez? Voy creyendo que no... ¿Y cómo me explico que siendo para mí tan antipático y repulsivo el ver a hombres matando sin piedad a otros hombres, me hayan encantado las carnicerías de Clavijo, Calatañazor y las Navas de Tolosa? ¡Matar hombre a hombre! ¿Y yo adoré esto, y yo rendí culto a tales brutalidades y las llamé glorias? ¡Glorias! ¿No es verdad, amigo mío, que muchas palabras de constante uso no son más que falsificaciones de las ideas? El lenguaje es el gran encubridor de las corruptelas del sentido moral, que desvían a la humanidad de sus verdaderos fines... ¿Te ríes, Perico? ¿Me tienes por loco?
-¡Con cien mil de a caballo!, como diría Manolo Fernández y González -replicó el granadino-, si no estás loco, lo pareces. Juraría yo que tus facultades están alteradas por el no comer. Si te alimentaras como yo, no padecerías esos desmayos del pensamiento... Come más carne, Juan: tengo otras dos latas... y bebe de este Jerez que limpia los cerebros mohosos... Vamos a cuentas. Cierto que el hombre no debe matar al hombre por el gusto de matarlo... ¿Pero qué harás tú, mi querido Santiuste, si viene alguno contra ti con intenciones de quitarte la vida? ¿Te cruzarás de brazos?... Digan lo que quieran los primitivos legisladores de la humanidad, nos vemos obligados a matar a los que quieren ser nuestros matadores... Muy bonito, muy bonito es eso de no derramar sangre humana. Pero los hombres, por ley natural, se han congregado en familias; las familias en pueblos; los pueblos en naciones, y estas tienen sus territorios, sus intereses... Surge la lucha por los dones de la Naturaleza, la lucha por los caminos de la tierra o del mar, ¿y cómo se han de ver y sentenciar estos pleitos, señor Don Pacífico? ¿Por asambleas de filósofos?... Me maravilla que tú, que das ahora en no creer en la guerra ni en la gloria militar, creas en la Edad de oro. Bueno: pongámonos en la Edad de oro. Figurémonos que no hay tuyo y mío, que comemos bellotas y nos vestimos de verdes lampazos... ¡Muy bonito, señor, muy bonito! Pero un día, en pleno éxtasis paradisíaco, dos hombres de mal genio o dos grupos de hombres se disputan el fruto de una encina o el chorro de una fuente. Pues ya tienes en planta la guerra: o los hombres riñen, o dejan de ser hombres; ya tienes un vencedor y un vencido. Adiós, Edad de oro... El hombre no se contenta con vivir de bellotas: inventa el pan, el vino, el azúcar, y de invención en invención llega hasta el Pavo en galantina con trufas, o el Pastel inglés con pasas de Corinto, ron de Jamaica, canela de Ceilán y nuez moscada de Madagascar. Figúrate tú las guerras y conquistas que hay debajo de estos sabrosos ingredientes alimenticios...
-Ya sabía yo -dijo Santiuste triste, pero comiendo y bebiendo de lo que Perico le ofrecía-, que ibas a tocar esa cuerda... Es la única que los cantores de la guerra tienen en su lira.
-También te digo que en principio, fíjate bien, en principio, creo que la guerra es un mal, y que sería muy bueno que llegáramos a la paz universal y perpetua... Pero hay que esperar un poco, Juan. Cántame esa canción de la paz dentro de veinticuatro siglos, y me tendrás resueltamente a tu lado... dentro de veinticuatro siglos; que no ha de pasar menos tiempo de aquí a que los pueblos y las razas ventilen sus diferencias en consejo de ancianos o en cátedras de filósofos... La Humanidad es joven. ¿Qué te crees tú?, ¿que es vieja? Está casi en la infancia todavía... Para verla en la mayor edad y en estado de plena razón y juicio sereno, hemos de esperar hasta el siglo Cuarenta y tres, que es, como quien dice, pasado mañana por la tarde.
-Pues en el Siglo nuestro, Perico, y sin necesidad de dar un brinco hasta el Cuarenta y tres, yo sostengo que la guerra es un juego estúpido, contrario a la ley de Dios y a la misma Naturaleza. Yo te aseguro que al ver en estos días el sinnúmero de muertos destrozados por las balas, no he sentido más lástima de los españoles que de los moros. Mi piedad borra las nacionalidades y el abolengo, que no son más que artificios. Igual lástima he sentido de los españoles que de los africanos, y si pudiera devolverles la vida, lo haría sin distinguir de castas ni de nombres... Y más te digo... Creo que has sentido tú lo mismo que yo: creo que en el moro muerto has visto el prójimo, el hermano. Sin quererlo, tu piedad ingénita ha reconocido el gran principio humanitario y la ley soberana que dice: «no matar».
-Cierto, Juan, que llevamos dentro el principio; y que este principio asoma la cabeza cuando menos lo pensamos, no lo puedo negar; pero luego salen los hechos, la historia, el concepto de patria y de nación, y aquel principio vuelve a meterse para dentro y se agazapa en el fondo del alma, donde vivirá, esperando que pasen los veinticuatro siglos... Te confieso ingenuamente que ante los cadáveres moros veo la Humanidad; pero ante los moros vivos, que brincando y aullando vienen contra nosotros, veo las naciones, veo las razas, el Cristianismo y Mahoma frente a frente... Celebro, pues, con toda el alma que nuestros soldados les maten, único medio de impedir que ellos nos maten a nosotros... Ahora tomemos café, Juan, y luego te voy a dar un cigarro habano, que ha de saberte a gloria...
-Eres aquí el poeta de la guerra. España trae artilleros para los cañones, y poetas que conviertan en estrofas sonoras los hechos militares, para fascinar al pueblo... Porque en el fondo de todo esto no hay más que un plan político: dar sonoridad, empaque y fuerza al partido de O'Donnell. Yo respeto esa idea; pero digo y repito que no amo la guerra, que me es odiosa, y me planto en el principio de no matar. Ya sé que voy contra el pensar y el sentir de mi país... ya sé que me gano el desprecio o el desvío de cuantos me conocen. Perderé mis amistades; seré un solitario, un extravagante, un loco... Mi destino lo quiere así. De dentro de mi alma ha salido este movimiento, que al modo de terremoto ha trabucado mis ideas, poniendo arriba las que estaban debajo. Me siento hombre distinto del hombre que yo era. ¿Debo entristecerme o alegrarme?
-Ahora fumemos... Pues te diré, querido Juan. No sé si tu cataclismo debe alegrarte o entristecerte. Eso el tiempo te lo dirá. En ti veo una cosa, y es que, a mi parecer, en este quiebro repentino que das ahora, vas para San Francisco de Asís. Tienes mucho talento, Juan, y un alma que quiere elevarse a las alturas. Antes de ahora te he dicho: «Juan, en ti hay algo extraordinario que no sé lo que es. Ya veremos por dónde sales». Como tu maestro Castelar, tienes dentro un pedazo muy grande de la divinidad. En Castelar esa divinidad es la elocuencia, un poder de palabra que sube por encima de toda realidad y se mece en los serenos espacios ideales... Pues ahora veo que tú también te remontas, y tengo que decirte lo mismo que al otro amigo del alma. «Emilio -le he dicho, no una vez, sino cien-; Emilio, tú debes hacerte cura. Serías un apóstol, un conquistador de pueblos y el catequizador más grande que ha visto el mundo. Tu palabra, ineficaz para la política por demasiado grandilocuente, sería el rayo del Evangelio...». Pues lo mismo te digo a ti: «Juan, hazte sacerdote... serás el apóstol de la paz y de los más bellos ideales humanos...».
-No es eso, no es eso -dijo Santiuste dando golpes en la mesa, mientras su boca chupaba con deleite el puro-. No me llama el sacerdocio... y si me llamara, no podría ir a él, por una circunstancia... ¡Pero si lo sabes, Perico; te lo he dicho mil veces! Es que me aterra el celibato, no entro por el celibato... Es cuestión de temperamento, de sangre, y contra esto nada podemos... Conoces muy bien mis arrebatos y los terribles incendios que levanta en mí el fuego de amor... Mis pasiones son exaltadas, delirantes. Divinizo a la mujer amada, y llego a creer que solos ella y yo existimos en el Universo. Cuando estuve enamorado de la Villaescusa, mi vida era un torbellino en que alternaban los goces celestiales con los suplicios del Infierno... En fin, ya te lo conté... lo sabes todo...
-Pero aquello pasó.
-Pasó, es cierto... Pero ¡ay Pedro Antonio!, después... he vuelto a enamorarme.
-¿Cuándo, Juan?
-No hace mucho. Otra vez ese estado de locura y candor, de pasión ardiente, que anhela en un punto la gloria y el sacrificio.
-¡Vaya con Juan! ¿Y es, como Teresa, mujer de cabeza ligera?
-Todo lo contrario: cabeza bien firme.
-¿Casada?
-Casada... digo, no... es viuda... Enviudó horas antes de salir yo de Madrid.
-¿Hermosa?
-Su imagen entiendo yo que es única en el mundo.
-¡Con quinientos mil de a caballo, Juan!, eres el hombre de la suerte si esa dama te corresponde.
-Entiendo que sí.
-¿Pero no lo sabes de seguro?...
-Perico, nada más puedo decirte por hoy... Dime tú ahora si tiene sentido común que me recomiendes el sacerdocio, siendo yo como soy el eterno enamorado... Por mucho tiempo pensé que a ninguna mujer podría yo amar como a Teresa... y después... aquí me tienes loco otra vez... Y algún día, ¡quién sabe!, si esta muere o me retira su cariño, yo... seguiré amando, enloqueciendo... Mi ternura es un filón inagotable. Ya ves que estoy incapacitado para la vida religiosa que me recomiendas.
-No, no -gritó Alarcón con súbita idea conciliadora-. No hay la incompatibilidad que crees, Santiuste. Eres místico, místico a nativitate... Amor y misticismo van de la mano en el espíritu del hombre. Yo veo en ti el apóstol que comienza su predicación elocuente condenando el celibato, y estableciendo el amor de Dios... el amor divino sobre la base...
-¿Del casamiento de los curas?
-No te rías, Juan. ¡Si estoy cansado de decírselo a Emilio!... «Emilio, tus discursos no son humanos; tu oratoria es el lenguaje de los ángeles y el aliento del espíritu divino. Predica la fe, predica la paz, el amor y la igualdad, y te llevarás detrás de ti a todas las gentes. Todo el mundo americano será tuyo. Predica el nuevo verbo, que es la Democracia, según Cristo, y la Democracia según Cristo no puede privar al sacerdote de las dulzuras del amor humano...». Con que ya ves, Juan, si te resuelvo el problema. Cierto que serías un sacerdote revolucionario; pero para eso has nacido tú, para las ideas que se desbordan del vaso común en que todos bebemos, para las empresas difíciles, no intentadas de otro alguno... Apóstol de la paz, tu camino es bien claro: fe, igualdad, amor.