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Aita Tettauen/Segunda parte/VI

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Segunda parte - Capítulo VI

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Los que vieron partir a los escuadrones para aquel lance de inaudito arrojo, creyeron que no volverían. Volvieron, sí, enteros, trayendo su bandera y la que el cabo Mur arrebató al Imperio marroquí con increíble tirón de una mano de gigante; volvieron con orden, sin dejarse allá ningún prisionero, con los dos comandantes de los primeros escuadrones, Aldama y Fuente Pelayo, gravemente heridos, y pérdida de dos oficiales y unos veinte soldados...

Poco después de la vuelta de los húsares, a quienes todos contaban ya en la eternidad, el pensamiento de O'Donnell era este: «Mantener las posiciones conquistadas fortificándolas convenientemente, y no avanzar ni un paso más hasta que no sepamos qué fuerzas de moros, todavía intactas, se esconden en la encañada del río de los Castillejos y de su afluente, así como en los demás recodos de esas montañas». Esta disposición revelaba al General en Jefe, que, sin perder de vista sus deberes ni su responsabilidad, no quería fatigar a sus tropas, ni lanzarlas a combates duros sin que antes se alimentaran bien... Un ayudante de O'Donnell llevó estas órdenes al General Prim; un ayudante de Prim llevó a O'Donnell este recadito: «Que si me manda un par de batallones y dirige una brigada por la izquierda, me apoderaré hoy del campamento enemigo».

Es fama que don Leopoldo puso mal gesto al oír la petición del General de su Vanguardia. «¿Qué contesto, mi General?» le preguntó Gaminde, ayudante de Prim.

-Dígale usted que allá voy yo.

En un instante de ruidosa confusión, Leoncio perdió de vista a su compañero. Habían seguido los pasos de los batallones del Príncipe; vieron de cerca los diferentes ataques a la bayoneta que Vergara y Luchana dieron a los moros; corrieron luego a ver si volvían o no los húsares que se metieron por la angostura, y en esto, Santiuste desapareció. ¿Había escapado hacia lugar seguro, temeroso de que la curiosidad le costara la vida? Buscándole y llamándole a voces, bajó Leoncio hasta la Casa del Morabito, y a poco de estar allí vio a O'Donnell partir a la carrera con su Estado Mayor hacia el punto en que Prim activaba el atrincheramiento de las posiciones conquistadas. Fue cuando O'Donnell dijo: «allá voy yo».

Echó a correr Leoncio hacia donde la curiosidad y el patriotismo le llamaban; de lejos vio a O'Donnell inspeccionando con Prim los trabajos de fortificación. Sin duda no se pasaría de allí, ni era prudente meterse en mayores aventuras. Avanzaba el día, y las tropas estaban sin comer, rendidas de cansancio. ¿Y quién aseguraba que los malditos muslimes no tenían encajonadas detrás de los montes fuerzas mucho más grandes que las presentadas durante la mañana? Porque ya era evidente que su falta de ciencia militar la suplían con la astucia y el arte de las sorpresas... Esto pensaba Leoncio Ansúrez, minúsculo táctico y estratégico de afición, cuando un rumor venido de la sierra le dejó suspenso y aterrado. Era como el silbo de un huracán que de improviso se desencadenara en las alturas. Por todas las que rodean el valle de los Castillejos aparecían moros formando nube: sus voces desconcertadas, que en nuestra lengua conservan el nombre de algarabía, eran de lejos como el zumbido de infinitas abejas abandonando infinitos colmenares... Todo el Ejército vio con mudo estupor el tempestuoso nublado.

Razón tenía O'Donnell al creer que el enemigo no había presentado en los combates de la mañana más que una parte mínima de sus muchedumbres a pie y a caballo. Contra aquel aluvión se prepararon a luchar los fatigados y hambrientos hombres de Luchana, Vergara y el Príncipe, y los quebrantados Húsares de la Princesa. De su flaqueza sacaban alientos, y de su amor a la bandera el coraje preciso para no permitir que el enemigo se la llevara. En momentos de tanto ardor y peligro, muchos habían de morir, hasta que la suerte decidiera quién salía vencedor. Era forzoso matar todo lo que se cogía por delante, con gran riesgo de la propia pelleja; retroceder era condenarse a muerte segura. Cargó Pieltaín con los del Príncipe, cargaron Vergara y Cuenca. Las posiciones más altas que ocupaban los españoles hubieron de ser abandonadas. En la segunda posición hizo Prim esfuerzos sobrehumanos para sostenerse, y lo consiguió gracias a dos batallones de Córdoba (del Segundo Cuerpo) que llegaron como enviados por la Providencia de los españoles. Pero la Providencia de Mahoma desgajó de los montes nuevas masas de tiradores árabes, con lo que aumentaba su fuerza el enemigo, en proporción mayor de lo que creía la de los nuestros. Las dos Providencias, la musulmana y la cristiana, redoblaban su ira, y los combatientes se enzarzaban con la ferocidad de las guerras primitivas.

No sabiendo Prim de dónde sacar más fuerzas con que contener la creciente avalancha, echó mano de la artillería de a pie, mandándola desplegar en orden abierto, táctica bien distinta de la de su arma. Los artilleros fueron a donde se les mandaba, batiéndose como la infantería ligera. Mas no haciendo nada de provecho, tuvieron que retroceder, buscando maquinalmente el orden cerrado para el cual se les había instruido. Su Coronel, Berroeta, viéndose obligado a perder terreno, maldecía la hora en que nació... En tanto, Prim poníase al frente de un batallón de Córdoba, Gaminde al frente del otro, y mandando a los soldados que soltaran las mochilas para ir más ligeros, avanzaron con terrible decisión en busca de la muerte o la victoria. Ronco estaba Prim de las voces que les daba, inflamando su patriotismo con el nombre mágico de la Reina cien veces pronunciado. Pero no había nombres de Reinas ni invocaciones patrióticas que multiplicaran a los hombres, y sólo multiplicándose y convirtiéndose cada uno en seis, podían romper los apretados haces de moros ensoberbecidos, rugientes, feroces. Un momento más sin que se efectuara el milagro de la multiplicación de hombres, y todo se perdía sin remedio.

El suelo estaba lleno de cadáveres, el aire de un alarido en que las dos lenguas, árabe y española, juntaban sus maldiciones y los acentos de la fiereza humana, lenguaje animal anterior al de los hombres. Retrocedían los de Córdoba, empujados por los moros, y casi tocaban ya al sitio en que habían soltado sus mochilas... Ya no había más salida de aquel laberinto, ni más remedio del desastre, que no prodigio del Cielo, o de los hombres por divina inspiración. Prim, lívido, vibrando de pies a cabeza, imagen de la desesperación altanera que no admite la derrota y borra la idea de muerte del espacio mental en que se pintan las ideas, arengó por milésima vez a su gente. Gaminde había desenfundado la bandera de Córdoba, para que, desplegada, fueran sus vivos colores como latigazo en la retina de los soldados, casi ciegos ya del humo, atontados por la fatiga, y a punto de sentir apurada y nula su brutal fiereza. Prim empuñó el mástil de la bandera; al viento dio la tela, y con la tela unas palabras roncas, ásperas, como si las soltara con un desgarrón de su laringe... Más por la expresión que por el sonido las entendieron los que le rodeaban... Coger la bandera, echar la tremenda invocación, hincar espuelas al caballo y saltar este sobre el tropel de moros, fue todo un instante...

Del lado allá de este instante, que era como vértice en los órdenes del tiempo, estaba el milagro. El milagro fue que los hombres se multiplicaron. Ya no se vio más que el cruzarse de bayonetas y yataganes, el brillar de los ojos como brasas, el hervor de un mar en que sobresalían miles de brazos agitando las armas. La masa española se incrustó en la mora. El fiero caballo del General, aunque herido, descargaba sus patas delanteras sobre cuantos cráneos a su alcance cogía. Las bayonetas segaban los haces enemigos. Morazos de tremenda estatura caían hacia atrás, elevando al cielo los remos inferiores como si fueran brazos; españoles caían también, de bruces, heridos de muerte, agujereados vientre y pecho. Otros pasaban sobre ellos... seguían creciendo y multiplicándose, a cada momento más esforzados, con mayor desprecio de la vida... El General, siempre delante, echando rayos de su boca, a todos deslumbraba con su locura increíble.

Sin duda, la figura de Prim, arrojándose a la muerte y ofreciéndose con cierta voluptuosidad de sacrificio heroico a las cuchillas y a las balas enemigas, debió de producir en el ánimo de los moros una fascinación inaudita... Sobrecogidos los que recibieron terribles golpes; desalentados los que veían la inutilidad de su bravura, corrieron todos en querencia de lugares seguros... Les llamaba el interior plácido de su país... Iban a sus aduares, a sus casas, a sus mezquitas, bien como los animales acosados que siempre buscan la orientación de sus viviendas. En bandadas huyeron. Las posiciones quedaron rescatadas; el suelo limpio de moros vivos, no de muertos, pues tantos eran que daba horror ver el campo. No pocos españoles yacían entre los despojos de tan horrible matanza. Las dos patrias, las dos religiones, semejantes, en aquel empeño de honor, a las antiguas divinidades iracundas que no se aplacaban sino con holocaustos de sangre, ya podían estar satisfechas. Y los muertos, el sin fin de hombres sacrificados en el ara sacrosanta, ¿qué pensarían de aquel furor con que los degollaban como carneros para que desarrugase el ceño la diosa implacable?... ¿Será verdad que la diosa, cuando bebe mucha sangre, se pone muy contenta, y en su seno acoge con amor a las innumerables víctimas de la guerra? Así por lo menos se dice en todas las odas que consagran los poetas a cantar batallas...

Y así pensaba el buen Santiuste cuando echó la vista al terreno de las victoriosas cargas, iniciadas por Prim. Sintió escalofrío ante el espectáculo de tantos muertos caídos en trágicas posturas, y aunque por un momento le movió la curiosidad de ver si estaban en aquellos montones sus amigos Leoncio, Vallabriga, o el galleguito Pepe Ferrer, no se atrevió a meterse entre los cadáveres: el miedo de encontrar a sus amigos le sobrecogía más que le interesaba el deseo de saber su suerte. En lastimoso estado de cuerpo y espíritu, tomó la dirección de la Casa del Morabito, adonde iban todos los que no quedaban en el cuidado y defensa de las trincheras. El molimiento de sus huesos era tal, que andar no podía con el garbo propio del uniforme. Todo había sido contratiempos y desdichas para el pobre trovador desde que la casualidad le separó de su amigo Leoncio. Por dos veces fue atropellado por los soldados del Príncipe y Vergara cuando les hizo retroceder a sus posiciones el empuje de los moros. Cara le costó su curiosidad al buen poeta de la Paz, porque en la segunda de aquellas caídas, centenares, a su parecer millares de pies, pasaron por encima de su asendereado cuerpo. ¡Cómo quedarían los huesos, y sobre los huesos la piel, y sobre la piel el uniforme, con estos pisotones y carreras! El poncho y ros quedaron manchados de fango revuelto con sangre. Cuando le vieron levantarse del suelo, alguien creyó que era un cadáver que resucitaba para espanto de los vivos.

A estos desperfectos exteriores se unieron, para mayor suplicio de Santiuste, el hambre que demacraba su rostro y el frío que mantenía sus manos en continuo temblor... Concluía de anonadarle el no encontrar entre tanta gente un rostro conocido, y su desairado vagar por el campo, donde no se batía ni prestaba ningún servicio...

Anochecía. Las sombras nocturnas, indiferentes a los actos heroicos de aquel día, se dejaban caer amorosas sobre los despojos trágicos de las batallas... Camino del Morabito iba Santiuste, cuando vio una fila de soldados conductores de camillas. La procesión de heridos no tenía fin, y avanzaba con esa prisa lúgubre de los entierros que llegan tarde al camposanto. Quiso Juan ser útil, y se brindó a relevar a uno de los hombres que llevaban camillas. Pero su oferta no fue admitida... Más adelante vio que un camillero, rendido de inanición y cansancio, no podía con su cuerpo y menos con el del herido. Al punto acudió Juan a sustituirle, y echando mano a las parihuelas, arreó camino abajo gozoso del humanitario servicio que prestaba. No había andado veinte pasos, cuando el herido que transportaba se incorporó en la camilla, y con una varita que esgrimía en la mano derecha, tocó a Juan en el hombro diciéndole: «Arrea, bruto; arrea pronto, que me estoy desangrando». Sin para volviose Santiuste a ver quién hablaba, y reconoció a Leoncio Ansúrez.