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Aita Tettauen/Tercera parte/VIII

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Tercera parte - Capítulo VIII

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¡Bendito Allah, confunde a los injustos, que no creen en tus signos! ¡El ángel Malek, encargado de tus castigos, les dé a beber el agua hirviente!... ¡Horrible espectáculo se presentó a nuestros ojos en el Zoco y puerta del Mellah! La canalla que en las angustias de la ciudad hallaba ocasión para sus tropelías entró a media noche, cebándose en los pobres hebreos. Buscaba el dinero escondido, y no hallándolo, apaleaba a los hijos de Israel, sin respetar mujeres ni ancianos. Cuando yo llegué, algunos de aquellos desalmados habían huido ya, llevándose ropas y cuanto encontraban de fácil transporte; otros trataban de pegar fuego a las casas hacinando paja y la madera vieja y las astillas de los tenduchos destrozados. En el barullo perdí de vista a mis compañeros; pero la suerte me deparó a Ibrahim: él y yo acudimos con palos a dispersar a la chusma, que las armas no eran del caso contra malhechores cobardes que huían a cualquier intimación de hombres decididos... Quiso Allah que de súbito se nos unieran tres fornidos moros de buen porte que llegaban de la Alcazaba, y entre todos pudimos dar su merecido a los que avivaban la hoguera y metían haces encendidos dentro de las casuchas pobres... De pronto, de lo más recóndito del Mellah nos llamaron voces de angustia... Corrimos allá. Una cuadrilla de montañeses audaces y bárbaros, indómita plebe del Riff, sacaba de una de las casas más escondidas del barrio (a la derecha conforme entramos) a una pobre mujer, que si no salía ya muerta, poco le faltaba. A rastras la traían, vociferando. La pobre víctima, magullada en rostro y brazos, y teñida de sangre, no podía ya ni soltar el aliento para pedir socorro. Otras mujeres hebreas clamaban tras ella, y ningún hombre de su raza sabía salir gallardamente a su socorro...

Te confieso, Señor, que me quedé espantado al reconocer en la tan cruelmente arrastrada mujer a la hechicera Mazaltob. El espíritu de caridad surgió en mí con irresistible fuerza, y sin acordarme de que la impostora me había ofendido, ni reparar en su raza usurera ni en su religión condenada, me fui contra los verdugos, y a uno le di un tajo en la cabeza, a otro tiré al suelo, y me harté de patearle mientras mis compañeros arremetían contra los demás y les ponían en rápida dispersión. Con mano generosa levanté del suelo a la embaidora diciéndole: «No por tu maldad ha de negarte el buen musulmán auxilio piadoso, que mi Profeta me ordena perdonar las ofensas y dar socorro al enemigo acosado de ladrones». Lleváronla adentro, y en las pestíferas estancias la metieron mujeres compasivas, a las que recomendé que le aplicaran a los cardenales y magulladuras paños con vinagre... Y si vinagre no tenían, que fueran a buscarlo a mi casa, donde en abundancia lo hay. ¿Verdad, señor y amigo mío, que obré como buen musulmán y fiel seguidor de las máximas divinas? No fue mi conducta inspirada de la jactancia ni de la ostentación, que esto habría sido como echar simiente en pelada roca, sino de la compasiva piedad, que es como sembrar en terreno blando y fértil... «Los que no tengan piedad del débil, se nos ha dicho, aunque este débil sea idólatra o desconozca los signos de Dios, no entrarán en los jardines refrescados por corrientes de agua y embalsamados por un aire que lleva en sus átomos todas las delicias».

Los tres moros venidos de la Alcazaba, Ibrahim y yo, formábamos ya un núcleo de fuerza y autoridad que podría dominar la situación, si otros moros se nos agregaban. Les propuse que en unión de los dos compañeros que habían salido conmigo de la casa de Abeir nos constituyéramos en fuerza pública para mantener el orden al uso europeo, en nombre de nuestro Señor el Sultán. Antes de escribir aquí su respuesta, debo decirte que dos eran negros del Sus, el otro kaid-et-Tabyia (jefe de artilleros), y a mi parecer (perdóneme Allah) entendía tanto de manejar cañones como yo de afeitar ranas... Pues a mi propuesta de subir a la Alcazaba respondieron que ya el Bajá y los demás hombres que en la fortaleza servían se habían retirado, saliendo por Puerta de Fez, o permaneciendo en la ciudad en espera de los acontecimientos.

«Según eso -dije yo-, podremos subir a la Alcazaba y tomar posesión de ella».

-No es cosa fácil -respondió uno de los negrazos del Sus, tan grande como algunas casas del Mellah-, porque en cuanto desocupamos nosotros la Alcazaba, cual bandada de ratones se metieron en ella los montañeses libres, de estos que no reconocen ley, de estos que aquí roban y hacen maldades muchas. Metidos en la Alcazaba, ¿quién sino ellos dominará la ciudad?

-Y qué quieren: ¿rendición?

-No rendición quieren, porque los españoles cortarían sus cabezas.

-¡Y vosotros y yo y otros amigos que encontraremos, no somos capaces de cortar las de ellos! -exclamé indignado ante la flema de aquellos hombres sin sentido de la patria, ni del orden ni de nada-. ¿Qué hacemos entonces? ¿Dejar que esa canalla robe y asesine?... ¿Estáis vosotros decididos a permanecer aquí conmigo, con Abeir y otros hasta que entren los españoles?

-No: nosotros nos retiraremos esta noche, porque no queremos rendición. Ni rendir nosotros, ni ver a Tettauen entregada al cristiano... Dejamos el caso en manos de Allah. La voluntad del Excelso decidirá.

-Pero Allah, ya ves que está dormido. No hace nada por su pueblo; dice a su pueblo: «Gobiérnate solo, y endereza tus destinos como puedas». Allah se duerme.

Al oír esto, aquel negro de mirada candorosa, de estatura colosal que a la mía, no pequeña por cierto, sobrepujaba en el tamaño de una cabeza o de cabeza y media, me puso la mano en el pecho, y con grave tono me dijo: «El Nasiry, tú no eres creyente. Decir que Allah dormita es la mayor blasfemia, porque Allah es el Vivo, el Vigilante, es El que no duerme nunca, y con estos nombres debemos adorarle ahora». Dejome aterrado y mudo con estas solemnes expresiones, cuya verdad reconocí al instante. Sí: Allah no duerme; los ojos de Allah velan con mirada profunda sobre todo el Universo. Dejemos que los hechos corran y que la solución venga de lo alto. No imitemos la insana inquietud de los cristianos y europeos, que se arrogan las facultades de Dios, interviniendo en los sucesos humanos y enmendando la obra del tiempo, como los chicos sin juicio que con el dedo adelantan o atrasan los relojes sometiendo las horas a su pueril deseo.

Ya salíamos del Mellah cuando me encontré a Riomesta, de tal modo alterada su faz por el miedo y la consternación, que a primera vista no le conocí. Para desfigurarse más, traía pañuelo azul por la cabeza, atado debajo de la barba a estilo de mujer, ordinario empaque de los judíos pobres. Llegose a mí antes que yo a él, y posando en mi mano las dos suyas, me dijo con dolorido acento: «¡Oh, El Nasiry, ventura mía es toparte agora! Tú fuerte, tú señor, yo miserable... soy asemejado a pájaro solitario sobre techo... Ceniza de pan comí, y se acabaron cual humo mis días». Comprendí que algún grave accidente lloraba: su voz era como la del profeta hebreo llorante cabe las ruinas. ¿Le habían incendiado su casa, le habían robado el dinero? A mis preguntas sobre la causa de su tribulación, respondió con mayor duelo: «Hanme robado con ultrajaciones; mas no es esa la causa de mi lloro, El Nasiry. ¿No sabes que mi hija Yohar huyó de mí, como hembra liviana, culposa y aviciada de perversión? ¿No sabes que contra su padre pecó, ladrona y escapadiza, llevándose llaves de mis arcas soterradas, y joyas pulidas de esmeralda y aljófar?...». Ninguna noticia tenía yo de que la blanca Yohar hubiese abandonado el hogar paterno. ¿Cómo fue? ¿Quién la indujo a tan horrendo delito?

«Sabrás -dijo Riomesta mezclando el furor con las lágrimas- que Yohar se envoluntó con ese profeta cristiano que responde por Yahia, y que vino so color de predicar paces entre los hombres; pero a lo que vino fue a meter víboras venenosas en el corazón de mi Perla, y dañar su mente con vicio... ¡Oh, El Nasiry!, a mi soledad no hay consolación. Abandonado soy de Adonai. Polvo soy en mis vidas, cuanto más en mi muerte... En instante maldito salió viva Yohar del vientre de su madre. Engendrada fue con luenga hondura de pecados... La que antes me alegró, ogaño me ha trocado en vasija de vergüenza y deshonra». Lastimado del infortunio de mi amigo, y sintiéndome además lastimadísimo en mi amor propio, como si tuviese por mía la belleza y blancura de Yohar, monté en cólera y dije a Riomesta que si en alguna parte de la ciudad me topaba con el mentiroso profeta Yahia, le cortaría la cabeza.

«Acabo de saber -dijo sin aliento el afligido padre- que has salvado la vida a Mazaltob. ¡Oh, qué mala piedad la tuya, El Nasiry! Esa perversa es culpable de la huida de mi Yohar; ella envoluntó al Yahia, enguapeciéndole como a barragán español; ella le encendió con hechizos; ella trastornó los pensirios de mi Yohar; por ella moraron Yahia y mi hija luengas horas en su casa y en la de Simi, la destiladora de perfumes. Entre las dos han percudido el alma de Perla, llenando la mía de pena y cordojo. ¿Para qué has librado a la bestia Mazaltob del fuego eterno? Ya la tenía Belceboth clavada en su tenedor de tres puntas para meterla en la paila de aceite hirviendo, cuando has venido a quitarla de los hombres que hacían justedades... Eres torpe, El Nasiry... Mas si quieres estar entre los buenos, búscame a Yahia, el de la pacificación, y tráeme su cabeza en un plato, ansí como trujo Salomé la del otro Yahia, falso y engañador profeta al igual de este...».

No pude detenerme más, porque los compañeros que iban conmigo, fatigados ya del lamentar angustioso del hebreo, me daban prisa para salir del Mellah. Dejé al pobre Riomesta en gran desesperación, tirándose de las barbas y rasgando el pañuelo azul que con airado gesto se quitó de la cabeza. Al separarme de él, fueron tras mí en corto trecho sus últimas exclamaciones, que eran plegarias de su rito: «Dio piadoso, luengo de furores, cata a mí, y apiádame... ¿Por qué me alzaste y me echaste? ¿Por qué maldeciste mi simiente?... Mis días son sombra declinada... Se pegó mi hueso a mi carne... Soy asemejado a cernícalo del desierto... En día de mi angustia te llamo que me respondas...».

Los dos cumplidos hombrachones del Sus y el jefe de artilleros no veían la hora de escapar, más que por miedo, por zafarse del desdoro que pudiese caberles en la rendición de Tettauen. No podían defenderla ni entregarla. Dejaban el suceso a la voluntad de Allah, manera muy cómoda de salir del paso. Les acompañé un rato, y despedidos con toda cortesanía, me volví a casa de Abeir. La Junta o Asamblea de Ancianos y Principales continuaba reunida: ya sabían el cambio de gente por gentuza en la Alcazaba. Como no teníamos fuerza para impedir los atropellos, se acordó fiarnos también en la divina voluntad, y esperar el día, hasta que nuestra embajada fuese a O'Donnell y volviese con la respuesta del Gran Español.

Díjeles yo: «Mañana es domingo, día santo para los secuaces del Hijo de María. Los cañones de sitio estarán callados, y el Ejército de O'Donnell no hará más que rezar y oír misas. Pero el lunes, de fijo, veremos caer sobre nosotros espantosa lluvia de bombas y granadas». Soñolientos ya, entregados al fatalismo inherente a la raza, no se mostraron inquietos por mis presunciones y anuncios alarmantes, ni por los hechos positivos de que al poco rato tuvimos conocimiento. Había yo dado a Ibrahim órdenes de recorrer toda la ciudad y buscarme a los dos compañeros que se nos habían perdido en el bullicio del Zoco, poco después del susto del asno hambriento. Llegó mi criado a decirme que Ben Zuleim y Abdalá Núñez habían encontrado al Bajá que descendía de la fortaleza, dejándola en poder de los malos: el Bajá les habló y con él abandonaron la ciudad, como buenos musulmanes que ponen en manos de Dios los conflictos que no saben resolver. Abandonados de aquellos amigos, a cada instante éramos menos, y a medida que se achicaba nuestro poder, las dificultades crecían de un modo aterrador. Apuré yo mi fácil labia para señalar con los peligros los deberes a que nos obligaban las circunstancias. Debíamos penetrarnos de que constituíamos un pequeño Majzen, o institución de Gobierno, por poderes tácitos del Sultán. Éramos la autoridad, el Estado, en una palabra, y en nuestras manos estaba la suerte de una de las más bellas ciudades del Mogreb... ¡Allah me asista! Fuera de Ahmed Abeir, que ponía vaga atención en mi discursillo, la Junta de Principales no me comprendía, ni se hacía cargo de que éramos un Majzen más o menos chico. Hartos de tomar tazas de té, los junteros se obsequiaban recíprocamente con estruendosos eructos, o descabezaban un sueño sobre las blandas alfombras y mullidos cojines. A una orden de Abeir, los esclavos nos trajeron raciones amplias de elquefthá (carne asada en pinchitos), hojaldre, huevos cocidos y pastelillos dulces. Yo no tomé más que un huevo y un pastel; alguno de los Principales no fue parco en el devorar, y casi todos se tumbaron luego en las colchonetas, y con sus ronquidos ásperos me recordaban los estruendos de la batalla de aquel día. ¡Allah les conserve frescas sus asaduras!

Quise dormir: pensaba en la blanca Yohar y en el moreno Yahia, que debía de ser pájaro de cuenta, como aquel falso profeta de la familia de los koreichitas, de quien dijo el Santo: «Con sus pérfidas ficciones de inspiración celeste, difundió la idolatría y arrastró a las gentes al vicio». Ya le sentaría yo las costuras al tal Yahia, si le encontraba... Comprenderás, Señor, que con tales pensamientos y la inquietud en que me tuvieron las frecuentes noticias de nuevos desmanes, era imposible mi reposo... Hasta que aclaró el día no pude dormir; pero fue tan profundo el hoyo de sueño en que cayó mi cansancio, que no sentí salir a los cinco compañeros que iban de embajada al Cuartel General de O'Donnell.

Pasó más de una hora desde que me desperté, y estábamos Abeir y yo engolfados en nuestros devotos rezos, cuando volvieron los de la embajada. La curiosidad, unida al patriotismo, nos movió a dejar para otra hora las devociones, y oímos de boca de El Gazel la relación de la solemnísima entrevista con O'Donnell. Al llegar al campo español, supieron que el Generalísimo había salido a caballo a reconocer las inmediaciones de la ciudad por aquella parte. En tanto, la oficialidad y tropa recibió a los comisionados moros con simpatía y afecto... Aguardaron mirando las tremendas baterías que armaban a toda prisa para hacernos polvo, y en esto, y en hablar alguna cortés palabrita con los oficiales, se dio tiempo a que volviera de su paseo el Gran Español. Este les recibió con exquisita urbanidad; entró en su tienda, suplicándoles que le siguieran. Tomaron todos asiento, y... Para abreviar: antes que nuestra embajada llegase, ya había dispuesto el Irlandés otra que a Tettauen subiría con el siguiente recado escrito en un papel. El Gazel leyó la comunicación, de la que copio aquí los párrafos de más substancia: «Entregad la plaza, para lo que obtendréis condiciones razonables, entre las que estarán el respeto de las personas, de vuestras mujeres, de vuestras propiedades y leyes, y de vuestras costumbres... Os doy veinticuatro horas de tiempo para resolver: después de ellas, no esperéis otras condiciones que las que imponen la fuerza y la victoria». Con esto tuvo bastante la embajada, y no necesitaba prolongar la conferencia. Al despedirlos sonriente, O'Donnell les dijo: «Mañana a las diez se disparará el primer cañonazo, si no recibo contestación satisfactoria».