Al ángel de mi guarda
Tú que por mi amor trocaste
el empíreo por el suelo,
amoroso, inseparable,
si invisible compañero;
tú que en la débil infancia
me salvaste de mil riesgos,
escucha, celeste hermano,
escucha mi humilde ruego.
Tú la flor de mi inocencia
resguardaste largo tiempo
de la tempestad mundana
y de sus impuros vientos:
entonces te contemplaban
tal vez mis felices sueños
más bello que cuanto nunca
despiertos mis ojos vieron:
tus alas me cobijaban,
me arrullaban tus acentos,
bien como al niño dormido
arrulla el canto materno,
que entonces mi alma inocente
era purísimo espejo
donde tu rostro veías
y te agradabas en verlo;
mas del mundo corrompido
al fin el impuro aliento,
de espejo que tanto amabas
manchó los cristales tersos.
Tú sin embargo piadoso,
con amor más que fraterno,
tus inspiraciones santas
dabas al culpable pecho:
pero yo las desechaba
con ingrato menosprecio,
y en la senda de los vicios
me desbocaba sin freno.
¡Cuántas veces te he obligado
a hollar lugares secretos,
indignos de las miradas
de un habitante del cielo!
¡Y al ver mis torpes delitos,
la faz en grana tiñendo,
a tus castísimos ojos
formaron tus alas velo!
Empero nunca en el crimen
me has consentido sosiego,
y con la voz siempre me hablas
de santo remordimiento.
Tú mi enmienda solicitas:
yo sin cesar la difiero,
y tus esperanzas burlo
y tu amistad desconsuelo.
Tal vez no dista el instante
de mi vida postrimero,
que a comparecer me lleve
ante el tribunal supremo:
ya me parece que triste
y turbado te contemplo,
al ser forzoso testigo
contra tan querido reo:
ya te oigo en mi larga vida
contar apenas, gimiendo,
uno o dos actos virtuosos
entre mil actos perversos.
Y al fulminar la sentencia
el juez airado y tremendo,
que con los lobos me junte
y aparte de los corderos,
tú, forzado a separarte
de tu dulce compañero,
¡le enviarás con las miradas
el último adiós eterno!
¿Y qué será de mí entonces,
cuando te mire con lento
vuelo alejarte, el lloroso
rostro divino volviendo,
y yo arrastrado me sienta
a la morada del fuego
y toque su umbral ardiente
cuando tú el umbral del cielo!...
¡Ah! no, no sea: de Dios
alcance tu pío ruego
que su misteriosa gracia
salve mi postrer momento;
porque en el último día
del transitorio universo,
lleves a tu excelsa patria
a este tu hermano terreno;
y estrechamente enlazando
con mutuo brazo los cuellos,
en sus pórticos fulgentes
paremos el raudo vuelo:
y allí entre tantas venturas,
y allí entre tantos contentos,
no será tu compañía
lo que me deleite menos.
(1868)