Al crucifijo de mi mesa
A mi hijo Manuel Honorato
A tus pies ha dormido mi pluma,
y, al reír el alba,
soñolienta empezó su faena,
besando tus plantas,
al trabajo, a la lid cada día
se va solitaria,
y, aunque triste regrese las tardes,
no vuelve manchada.
¡Cuántas veces, teñida en mi sangre,
cayó en tu peana,
y se irguió como un dardo, pidiendo
un blanco a mi saña!
Ya no vi tu cabeza sangrienta,
tus manos clavadas;
vi mi afrenta, buscó al enemigo
mi ciega venganza.
Y, al hallarle, tendido ya el arco,
vi en su frente pálida
de tu sangre una gota, Dios mío,
envuelta en tus lágrimas.
«Te perdono, mi hermano, en la sangre
que a los dos nos baña,
ahoguemos en ella tú el odio
y yo la venganza».
Así dije, caí de rodillas,
y arrojé a tus plantas
ese dardo que cae en tu sangre,
si busca la humana.
Con los brazos abiertos presides
mi labor diaria;
de Ti brota mi idea, y se torna
incienso en tus aras.
Por tu cuerpo y tu cruz se desliza,
desde la ventana,
suave luz que, el papel en que escribo,
con tu sombra esmalta.
Y así, alterna entre el sol y tu sombra,
mi pluma trabaja,
bien sonrían mis labios, bien mojen
el papel mis lágrimas.
Habrá un día: ese día mi pluma,
yacerá arrojada
en mi mesa revuelta, buscando,
en vano, tus plantas.
Ni Tú entonces serás en mi mesa;
mis manos cruzadas
te tendrán recostado en mi pecho
sobre una mortaja...
Desde ahora, yo pido a los míos
Te besen con su alma,
y, enredada en tus brazos mi pluma,
con mi pluma me entierren... sin lágrimas.