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Al doctor don Celso B***

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Al doctor don Celso B***
de Clemente Althaus


Si abarca fácil tu preclara mente
científicas verdades, ¿por qué, ciega
a la verdad, de las verdades fuente,
a Dios no mira, y los fulgores niega
de ese sol de las almas refulgente?
No es hijo tal error de tu deseo,
ni el vicio te arrastró, pues considera,
dolido de tu insano devaneo,
en ti hoy el mundo por la vez primera
resplandecer virtud en el ateo.
Alma perversa, más que mente oscura,
borrar logra la fe en el Infinito;
y siempre del ateo la locura
fue a la par desventura y fue delito;
pero en ti solo ha sido desventura.
¿Y a ver, oh dulce amigo, a Aquel no alcanzas
a quien canta una esfera y otra esfera
en reverentes armoniosas danzas,
y de quien no es la creación entera
sino un cántico vivo de alabanzas?
Todo en la vasta creación le nombra:
¿No oyes, dime, cantar a las estrellas:
«Nosotras somos en azul alfombra
»de sus pisadas las lucientes huellas»,
y al sol: «yo soy su deslumbrante sombra»?
El monte excelso que de huella humana
su virgen cima hasta los cielos sube:
«soy, dice, de su planta la peana»;
y «yo su carro soy», dice la nube,
«que le llevo a la estrella más lejana».
«Soy su tremenda voz» retumba el trueno
«y yo» responde el rayo «soy su espada»;
«voy», ruge el Austro «de sus iras lleno»;
«soy de su alcázar la imperial portada»
proclama el arco de la paz sereno.
Y desde el astro que la frente en oro
y llamas ciñe hasta la flor del valle,
en la ancha creación, templo sonoro,
no hay criatura que su nombre calle
y voz no sea del inmenso coro.
Y este inmortal acento no aprendido,
y estas voces de todos escuchadas,
y este idioma de todos entendido,
¿será que no hablen sólo a tus miradas,
que tan sólo no suenen en tu oído?
Mas, aunque el mundo con eterno grito
no me pregone tan augusto nombre,
esa voz exterior no necesito,
que en el amante corazón del hombre
con hondos caracteres le hallo escrito.
Grabole él mismo con su santa diestra;
y esa profunda aspiración y vaga
que enciende sin cesar el alma nuestra,
sin que nada la alivie y satisfaga
en la tierra jamás, a Dios demuestra.
Dios es Aquello que nuestra alma anhela,
mal contenta de todo lo terreno;
el blanco eterno a que, cual dardo, vuela;
el infinito mar en cuyo seno
perder ansiara su ambiciosa vela.
Sí, Dios es todo: es la verdad secreta
que busca el sabio con tenaz porfía,
de toda ciencia cual postrera meta;
y es Dios lo que la ardiente fantasía
y el corazón persigue del poeta:
lo que busca el amante en los amores,
lo que busca el artista en la belleza,
y busca el ambicioso en los honores,
y el avariento busca en la riqueza,
y en el claro laurel los triunfadores:
lo que en la orgía buscan los beodos,
y en el torpe deleite el libertino;
que aún por indignos insensatos modos
van los humanos ese bien divino
con insaciable sed buscando todos.
¡Siempre, do quiera Dios! la humana gente
desde su origen y remota cuna
dobló a sus aras la sumisa frente,
y todas las edades una a una
a él inclinan su vuelo reverente.
Bárbaro pueblo, en el desierto oculto,
si áureos palacios le levanta Roma,
en toscas aras le consagra culto;
y al par le nombra que el más rico idioma
el idioma más áspero e inculto.
Sin ese ser tan grande y tan perfecto,
de nadie el universo comprendido
fuera alcázar real sin arquitecto,
libro fuera de frases sin sentido,
fuera sin causa solitario efecto.
Mas de Dios clara prueba eres tú mismo:
tu ingenio, tu alma generosa y pía,
tu honradez, tu romano patriotismo,
y ese instinto feliz que al bien te guía,
vencedor de tu estéril ateísmo.
¡Quién palpable a tu mente hacer pudiera
que sólo la terrestre vestidura
muere de la divina pasajera,
y que la tenebrosa sepultura
es del hombre la cuna verdadera!
¡Dichosos dogmas! ¡esperanzas ciertas!
¡Anticipado Tártaro sería
nuestra vida misérrima, si abiertas
no esperase nuestra última agonía
de la profunda Eternidad las puertas!
Di, ¿cómo puedes disfrutar de calma,
di, cómo algo en la vida te recrea,
di, cómo aspiras a gloriosa palma,
si abrigas, Celso, la terrible idea
de que fenece con el cuerpo el alma?
Cuando partir para la eterna ausencia
ves a persona que te fue querida,
y a quien, postrada por mortal dolencia,
no pudo dilatar la dulce vida
todo el esfuerzo de tu vasta ciencia;
¿Qué alivio entonces quedará a tu duelo,
al pensar que al que acaba de dejarte
no volverás a ver ni aún en el cielo,
cuando la fe de que el que muere parte
es en tal trance el único consuelo?
¿Y tú mismo podrás, en la fijada
hora infalible de ese trance fuerte,
sostener con intrépida mirada
el aspecto terrible de la Muerte
y el más terrible de la eterna Nada?
¿Y podrás en tu lecho, moribundo,
recibir los adioses de la esposa
que te amó con cariño sin segundo,
sin la dulce esperanza religiosa
de volverla a encontrar en otro mundo?
¿Y ver podrás el doloroso llanto
que por ti viertan sus pupilas claras,
y oirás sus gemidos sin espanto,
si piensas que por siempre te separas
de quien tanto te amó y amaste tanto?
Si fue tan dolorosa la partida
que os impuso una ausencia pasajera,
¿cuál será la postrera despedida?
¿Cuál será la partida que no espera
dulce regreso en la segunda vida?
¡Serán qué tristes los supremos vales,
si del mundo en que dices que termina
todo a la vez, sin la esperanza sales
que tu amor y el amor de Carolina
traspongan del sepulcro los umbrales!
¡Ni que reúna un día Dios clemente
en su dorado alcázar luminoso,
con nuevo lazo que su amor aumente,
la esposa amada y el amante esposo,
para no separarse eternamente!


(1865)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)