Al hombre por la palabra
Estando a lo que dice un abultado manuscrito que con el título de Dudas legales existe en la Biblioteca de Lima, era doña Ana de Aguilar, allá por los buenos tiempos del virrey príncipe de Esquilache, una viuda bien laminada, con unos ojos que, por lo matadores, merecían ir a presidio, y que cargaba con mucha frescura la edad de Cristo nuestro bien.
Ganosa vivía doña Ana de cambiar tocas y cenojil de luto por las galas de novia, y reemplazar el recuerdo del difunto con una realidad de carne y hueso. Pero era el caso que, aunque muchos mirlos la cantaban a la oreja, ninguno dejaba vislumbrar propósito de ir con el canticio al cura de la parroquia. Con enamorados tales, que la creían susceptible de liviandad, mostrábase doña Ana un tanto arisca y zahareña, que ella hacía ascos a amorcillos de contrabando y aspiraba a varón con el cual, sin mengua para la honra, pudiera vivir tan unida como las dos hojas de un pliego de papel sellado.
Era el día del cumpleaños de la viuda, y con tal motivo deudos, amigas y galantes fueron a felicitarla. Demás está decir que hubo gaudeamus y mantel largo.
Parece que el vinillo calentó de cascos a don Cristóbal Núñez Romero, que era uno de los que codiciaban los favores de la dama, porque parándose delante de un cuadro que representaba a la Verónica, exclamó en tono que lo oyeron todos los convidados:
-Juro y rejuro que otra no será mi mujer sino doña Ana de Aguilar.
El compilador de las Dudas legales se hace aquí el de la manga ancha, y no cuenta que a doña Ana se le convirtió tan en substancia el juramento pronunciado ante la Verónica, como si él hubiera sido las palabras del ritual por ante el cura. Agregan maldicientes lenguaraces que don Cristóbal Núñez Romero tomó quieta y pacífica posesión de la hasta entonces inexpugnable fortaleza;
que es amor una araña
que, con cautela,
en un rincón del alma
forma su tela.
Corrió un mes, y el galán pensaba hasta en los niños del limbo, pero no en abocarse con la gente de la curia, hasta que doña Ana, atropellando por todo recato, le exigió el cumplimiento de lo ofrecido.
-Y en mis trece estoy -contestó impávido el mancebo-, que así Dios no me ayude si a mi juramento falto.
Pero volaban los meses, el entusiasmo del amante era álcali volátil, y barruntando la viuda que así pensaba don Cristóbal en matrimonio como en ahorcarse, fue ante el Provisor con la querella y entabló pleito en toda regla. Veinte testigos, libres de tacha, declararon sin discrepar sílaba que el caballero había dicho delante de la imagen de la Verónica: «Juro y rejuro que otra no será mi mujer sino doña Ana de Aguilar».
-Exacto de toda exactitud, señor Provisor -contestaba el sujeto-. Ésas fueron mis palabras, y de ellas no me retracto. Y pues hablamos castellano, y no argelino ni yunga, convendrá vuesa merced en que mi juramento sólo me obliga a casarme con doña Ana, y no con otra, el día en que me ocurra pensar en casorio; pero como hasta ahora me va a pedir de boca con la soltería, no es llegado el lance de que me atrape esa señora. Que tenga paciencia y espere a que me tiente el diablo por ser marido, que para entonces juro y rejuro que es ella y no otra quien buen derecho tiene para apechugar con este prójimo.
El Provisor dijo que él no era Academia de la Lengua (institución que por entonces aún no existía) para fallar sobre propiedad de locuciones; que a su ministerio sólo incumbía la cuestión de moralidad, y bajo pena de excomunión mayor lo sentenció a casarse con la viuda y fundar un romeral de chicos.
El don Cristóbal era tantas muelas y entabló recurso de fuerza. Sí, señores, como ustedes lo oyen, recurso de fuerza.
El pleito hizo más ruido en Lima que un temblor3.
Al cabo la Real Audiencia falló... en favor de la lengua de Cervantes y en contra de doña Ana y del Provisor.
¡Ya se ve! Como que el virrey era poeta, y purista por añadidura.
Y doña Ana siguió vistiendo tocas de viuda; y don Cristóbal Núñez Romero, que era de la misma levadura de los mocitos que se jactan de ser filósofos prematuros u hombres desencantados de la carne y sus peligros, no faltó a su juramento, porque no se casó con otra. Murió de una indigestión de soltería.