Al maestro, cuchillada
Apariencia
Allá en tiempos pasados salieron desterrados de la Grecia los dioses inmortales. Un asilo buscaban, cuando en nuestro hemisferio se fundaban diversas religiosas monacales, y entre ellas, por gozar la vita bona, se refugió el dios Príapo en persona. De tal deidad potente el atributo con que hace cunda el genitario fruto, es que todo varón que esté en su vista siempre tenga la porra tiesa y lista. Con que de esta excelencia sintiendo la influencia, en todos los conventos donde estaba el vigor de los frailes se aumentaba de modo que las tapias eran pocas para tener a raya sus bicocas. Furibundos salieron y atacaron a roso y a velloso; pero, aunque más metieron y sacaron, el efecto rijoso no por eso cedía y cada miembro un roble parecía. El dios Príapo al momento vio que este monacal levantamiento sus fuerzas desairaba, pues más que él cualquier fraile trabajaba, y por miedo a los rudos empujones de tales campeones, abandonarlos luego pensó, tomando las de Villadiego. Fuese, por no pasar el tiempo en vano, a un convento de monjas de hortelano; pero cuando las madres recogidas sintieron de tal dios las embestidas, crecieron sus deseos a par de los continuos regodeos, tanto que al huésped molestando andaban y a puto el postre daban y tomaban. Entre ellas el potente fornicario todavía estuviera si un caso extraordinario por su influjo viril no sucediera; y fue que, como siempre en los conventos hay algunos jumentos, en éste dos las monjas mantenían que los trabajos de la huerta hacían; ítem más, un berraco había en ella, de gordura hecho pella, y su choto ya mancebo que para procrear tenía cebo; por desdicha los pobres animales sintieron los impulsos naturales del dios que los cuidaba, y al tiempo que en la huerta paseaba la femenil comunidad en tropa, oliendo que eran hembras en la ropa, el cerdo con gruñidos, el choto con balidos, y los asnos a dúo rebuznando y sus virotes a lucir sacando, tras de las monjas daban y, aunque corriesen, bien las alcanzaban; pero como enfilarlas no podían, en el suelo caían, donde el polvo, esperma y otras cosas las dejaban molidas y asquerosas. Entonces protección al hortelano pedían, pero en vano, porque a los animales su presencia aumentaba la gana y la potencia. Así que esto las madres conocieron, por el maligno a Príapo tuvieron, que, después de gozarlas, enviaba el Señor a castigarlas; con que, dando al olvido los méritos del dios antecedentes, después de que le hubieron despedido quisieron, penitentes, de su buen confesor aconsejadas, sólo por éste ser refociladas. Príapo, despachado, se marchó a la mansión de un purpurado de geniazo severo, donde entrar pretendió de limosnero. El señor cardenal, con mil dolencias se hallaba, de sus obras consecuencias, con tres partes de un siglo envejecido y en la cama impedido, cuando sus pajes en la alcoba entraron y al pretendiente dios le presentaron. Ya había en ellos hecho la presencia del huésped buen provecho inflamando sus flojas zanahorias de suerte que, tornando a la antesala, las empuñaron con primor y gala y se hicieron sus cien dedicatorias. En tanto, el cardenal, que estaba a solas con Príapo, sintió que se estiraba el cutis arrugado de su bolas y que se le inflamaba tanto su débil pieza, que enderezó la prepucial cabeza. Hallóse, finalmente, como nuevo y, echándole al mancebo una ardiente ojeada, saltó del lecho, la camisa alzada, cerró la puerta y atacó furioso a Príapo a traición, que, valeroso, vio que era, en tal apuro, descubrirse el remedio más seguro. En efecto, impaciente se desataca y muestra de repente al cardenal impío por miembro un mastelero de navío. Quedóse estupefacto el purpurado porque, a su vista, el suyo viejo y feo era lo mismo que poner al lado del Coloso de Rodas un pigmeo; y mucho más, oyendo que decía el dios: —¡Habrá mayor bellaquería! Sacrílega Eminencia, Eminencia endiablada, ¿quieres dar al maestro cuchillada? Sepas que es mi presencia la que tu miembro entona, porque soy el dios Príapo en persona: las cópulas protejo naturales, pero no los ataques sensuales de puerca sodomía; y, pues gozar ojete es tu manía, quédese el tuyo viejo, que en sempiterna languidez lo dejo. —¡No, por la diosa Venus!, humillado exclamó el cardenal. ¡A ti, postrado, dios de fornicación, perdón te pido! Mis sucias mañas echaré en olvido; pues, más que en flojedad tan indecente, quiero tenerlo tieso eternamente.