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Al primer vuelo/XI

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X
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo XI: El «flash»
XII

Capítulo XI

El «flash»

Durante la comida, que fue tan «opípara» como se la había anunciado en hipótesis don Adrián Pérez a su hijo andando hacia Peleches los dos, tuvo Leto varias pruebas más de que el león no era tan fiero como le pintaban: hasta llegó a encontrarse muy a gusto encerrado en la jaula con él.

Porque ocurrió también la feliz coincidencia de que apurado el punto de las opiniones pictóricas de Nieves, salió de golpe y porrazo don Claudio Fuertes diciéndola:

-En este mismo sitio y al oír a usted que le gustaban mucho los paseos marítimos, la prometí anteayer que no le faltarían medios de satisfacer ese gusto, si se empeñaba usted en ello.

-Y no he olvidado el compromiso -respondió Nieves-, ni estoy dispuesta a perdonársele a usted.

-En hora buena -dijo don Claudio Fuertes; y luego añadió volviéndose al hijo del boticario-: ¿lo ha oído usted, Leto?

-Sí que lo he oído -respondió Leto-. Pero ¿por qué es la pregunta?

-Porque con usted va el cuento.

-¡Conmigo?...

-Sí, señor, con usted; porque cuando yo hice esa promesa a Nieves, contaba con el balandro de usted, con la competencia náutica de usted y con la galantería de usted. Conque a ver si se atreve a dejarnos mal ahora con esta señorita y con su señor padre, que no tiene otro afán que el de complacerla.

Bien poco trabajo le costó a Leto mostrarse cortés y hasta rumboso en aquel particular; porque precisamente el balandro, sus condiciones marineras, sus hechos y valentías, y las altas prendas del generoso amigo que se le había regalado, eran los temas de conversación que más le agradaban; los únicos acaso con que se dejaba ir, hablando, hablando, al sosegado curso de sus ideas, sin la menor protesta de aquel diablillo psicológico que se lo echaba todo a perder cuando sus elogios o sus juicios recaían en cosa nacida de su cacumen, o, aunque propia, no tuviera consagrados los méritos por otro juicio de indiscutible autoridad. ¡La maldita desconfianza! Habló, pues, del balandro durante una buena parte de la comida, después de ponerle, y de ponerse él mismo, a las órdenes de Nieves para dirigirle; de la hermosura y comodidad de la bahía para voltejear en ella, con una brisa bien entablada, las personas que se contentaran con poco; de la intensidad de este mismo placer recibido en alta mar; del inglés, su amigo, con quien tantas veces le había gustado; de su destreza, de su valor, de su carácter... hasta habló algo de Cornias, porque fue de necesidad que hablara de él. Cornias era un mozo pequeñito de cuerpo y bizco de ambos ojos, nacido y criado en Villavieja. Desde muchachuelo anduvo en la botica para ciertos menesteres mecánicos. Entendía algo de cosas de la mar, porque era hijo de un pescador y de una sardinera. Cuando Leto tuvo un bote, Cornias se le cuidaba y le servía de marinero. Era listillo y valiente; y en cuanto llegó el balandro de Inglaterra, por recomendación de Leto se encargó de hacer en él los mismos servicios que en el bote. Si Cornias estaba entusiasmado con aquel barco tan hermoso, el inglés estaba chocho con Cornias, por su tipo, por su afabilidad y por su inteligencia para aprender las maniobras. En poco tiempo se puso al corriente de todo y en aptitud de manejar el balandro tan guapamente: le quería como a las niñas de sus ojos. A la fecha del relato, Cornias, sin dejar de ser plaza de a bordo, continuaba siendo obrero de la botica y sus accesorias; y lo mismo empuñaba la maza del mortero para moler cantárida, con la boca y las narices tapadas con un pañuelo, o a cara descubierta crémor o mostaza, y el mango de la azadilla para arropar la belladona, el estramonio y la cicuta que cultivaba el boticario en su huerto, que envergaba la mayor o encapillaba un obenque. No bebía ni fumaba, ni podía resistir calzado, ni gorra, ni chaqueta. Ordinariamente no llevaba más prendas sobre su cuerpo que la camisa y los pantalones, con las perneras remangadas hasta la pantorrilla y las mangas hasta el codo; y, así y todo, Cornias resultaba limpio y simpático. De honradez y lealtad no se hablara, porque se le podía entregar a ciegas oro molido. Se le llamaba y conocía por aquel mote, porque era bizco. Cornias era una corruptela o degeneración, forzada por los muchachos de la playa, de la palabra bizcornio; y por Cornias respondía, olvidado ya de su nombre de bautismo.

Después de hacer Leto, y no sin gracia, este esbozo de su marinero, ratificado por don Adrián que le quería mucho como sirviente de su botica, volvió sobre lo ya tratado. Se podía navegar en su balandro con la misma confianza que en un navío de tres puentes. Se convencerían de ello en cuanto le vieran, como habían de verle muy pronto. Nieves no lo ponía en duda; su padre, así, así; don Claudio negaba esa seguridad hasta en el navío de tres puentes; y en cuanto al boticario, tenía las pruebas de lo afirmado por su hijo en que había hecho éste con su balandro, doscientas veces, mucho más de lo sobrado para que a la primera se quedara en la mar, por los siglos de los siglos, cualquier otra embarcación de igual calibre.

Como la comida fue abundante y se habló mucho y sobre muchas cosas, la sesión fue larga y muy entretenida; de modo que cuando don Claudio Fuertes y don Adrián Pérez dieron los últimos latigazos a la última de las respectivas copas que don Alejandro había ido sirviéndoles con el café, era ya muy bien entrada la tarde; a Nieves, ausente del comedor rato hacía, la calzaba su doncella sus brodequines de campo, de fino becerrillo sin teñir, y la brisa seguía fresca y bien entablada, por lo cual no molestaba fuera el calor, aunque el sol lucía sin el estorbo de una sola nube. Teniendo esto en cuenta, sólo aguardaban los del comedor la vuelta de Nieves para salir con ella a hacer la proyectada visita al balandro de Leto, número primero de los del programa dispuesto para aquella tarde.

Nieves no se hizo esperar mucho; y cuando apareció a la puerta del comedor poniéndose los guantes y con el sombrerillo algo caído sobre los ojos, muy ajustadito el talle y con un clavel en la boca, su padre la vio un instante con el mismo ojo suspicaz y alarmista que en la memorable ocasión de presentársele en Sevilla, recién vestida para ir a retratarse. Pero ¡qué diferencia de escenario, por más que las dos escenas fueran semejantes, casi idénticas! Allá, la atmósfera viciada y corruptora de una gran capital; en Peleches, los horizontes sin límites; el aire puro y saludable del campo y de la mar; las tentaciones de claudicar, en la ciudad a cada vuelta de esquina; en aquellas soledades grandiosas, ni aunque se buscaran con un candil... Y no lo pudo remediar el buen Bermúdez: poseído de su tema y encantado de verse donde se veía, el mejor punto de la tierra para ponerle en ejecución y dormir tranquilo al amparo de su milagrosa virtud, tomando pretexto del rumor y el aroma de la brisa que circulaba por todos los ámbitos y rincones de la casa, cantó un himno de admiración a la augusta Naturaleza, y largó por final de él el sorites de costumbre al comandante y al boticario, mientras Leto daba el brazo a Nieves para bajar la escalera.

El camino elegido para ir al muelle fue el del Miradorio; y por él tomaron los cinco en el mismo orden en que habían salido de casa: Nieves y Leto delante, e inmediatamente después los tres señores graves: el de Peleches en medio. Desde lo más alto del sendero, contempló Nieves la mar y cuanto se abarcaba con la vista hacia la izquierda; y se le ocurrieron algunas cosas buenas, particularmente sobre la mar. A Leto no dejaba de ocurrírsele algo también; pero temiendo que fueran majaderías, se limitó a glosar un poco las ocurrencias de Nieves; la cual, en una de éstas y por apretarle demasiado con los dientes mientras hablaba, cortó el rabillo del clavel. Leto le recogió del suelo tan pronto como cayó, y se lo quiso devolver a Nieves...

-No sirve ya -díjole ésta después de mirarle un momento-; puede usted tirarle, si quiere.

Y Leto, sin más ni más, le tiró, por pura obediencia.

-Ya se ve el balandro -dijo al mismo tiempo.

-¿Cuál es? -preguntó Nieves.

-La única embarcación de aquellas cuatro, que está aparejada.

-¡Cuánta vela tiene!

-Cuantas hay en casa. Cornias no se ha andado en chiquitas: todos los trapitos ha echado al sol... ¡Qué hermoso día de mar!

-Oiga usted, Leto -le dijo Nieves muy en reserva y después de notar con el rabillo del ojo que no la oían los que venían detrás-: cuando estemos en el balandro y le hayamos visto, proponga usted a mi padre que demos un paseo por la bahía.

-Ya estaba yo en eso -respondió Leto muy ufano.

-Y si papá consiente en ello, que sí consentirá -continuó Nieves más por lo bajo todavía-, así, como a la descuidada, se va usted echando hacia la mar... ¿eh?

-Perfectamente -respondió Leto-, y de ese modo iremos poniendo a prueba, poco a poco, la resistencia de usted para el mareo...

-¡Oh! por ese lado, yo respondo desde luego -dijo Nieves con gran confianza-. Tengo hechas buenas pruebas en Bonanza y en Cádiz, y no hay forma de que yo me maree.

-Pues tanto mejor entonces.

El muelle de aquel ignorado puerto se componía de un gran tablero rectangular, sobre una docena de pilotes achacosos que ya no podían con la carga cuando los ingleses de la mina los repararon convenientemente. Todo este artificio grosero estaba arrimado a un andén muy espacioso y firme, construido por la naturaleza, al cual venían a parar en uno solo, desde la anteúltima revuelta de la bajada, el camino de la mina, casi paralelo a la costa, y el sendero del Miradorio que desde el punto de empalme se dirigía hacia el sur.

Al llegar al muelle los cinco comensales de Peleches, Cornias quiso atracar el balandro, que estaba separado cosa de dos o tres brazas, a la escalera de embarque, bien corta entonces porque la marea estaba muy alta; pero Leto le hizo señas para que no le moviera de allí. Tenía el balandro la bandera con corona real, en el pico, y un grimpolón azul con una F blanca en el tope. Con todo el trapo desplegado y las escotas en banda, flameaban las velas al recibir el viento, y se oían desde el muelle sus restallidos o gualdrapazos. Cornias se había excedido algo de las órdenes recibidas: bien que el balandro tuviera en aquella ocasión cada cosa en su sitio, pero no tan a la vista; entre otras razones, porque el gualdrapeo de las velas desplegadas, tras de producir balances al barco, hacía trabajar al palo inútilmente. Pero Cornias, que tenía el entusiasmo de todo ello en conjunto, pensó acertar mejor ostentándolo de una vez en hora tan señalada. Error del pobre muchacho. El corcel de buena sangre, para lucir su gallardía, o en pelo y en libertad, o bien arrendado por su jinete. Entendiéndolo así Leto, a una señal muy expresiva y cuatro palabras enérgicas enderezadas a Cornias, fue el balandro recogiendo todas sus lonas, como la gaviota sus alas al posarse blandamente sobre la onda marina.

-Ahora se ve mejor el casco en toda la pureza de sus líneas -dijo Leto a los que le rodeaban, pero particularmente a Nieves que parecía la más atenta a la explicación que había comenzado a hacer.

Según aquella explicación, de cuanto se veía desde el muelle e iba él señalando en el barquito, por iniciativa propia o respondiendo a preguntas que se le hacían, el casco de su Flash (Centella) tenía la proa y la popa muy lanzadas, o salientes, y era chupado de amuras (la cara de proa) y robado de codaste (pieza en que se articula el timón), es decir, en viaje hacia proa; casco, en fin, de los llamados de cuña, a la moda inglesa, de mucho calado. La ventaja de tener muy lanzadas la popa y la proa, consistía en que cuando la embarcación escoraba, es decir, se inclinaba a una banda, los lanzamientos tocaban en el agua y aumentaban la longitud del casco, dándole mayor estabilidad, razón por la que los de esta clase ceñían mucho y viraban facilísimamente. Para la debida compensación de la finura y estrechez del vaso con la altura excesiva de su aparejo, el Flash tenía una zapata o quilla postiza de plomo, sujeta a la verdadera con unas cabillas pasantes. Seguridad completa, absoluta, de no dar, escorando, quilla al sol.

Aquel espacio hueco, a modo de escotilla, que se veía en el último tercio de la cubierta, hacia popa, con bancos alrededor y reborde algo saliente que formaba el respaldo, técnicamente brazola, era el sitio para el que gobernara y personas que fueran con él. El agujero se llamaba el pozo; y el templete que se alzaba entre el emplazamiento del palo y el lado del pozo de hacia proa, con lumbreras a los costados y barritas de metal para protegerlas, era el tambucho, o cúpula de la cámara que estaba debajo, bastante cómoda según iba a verse enseguida, porque ya no había en el balandro cosa que mereciera ser explicada ni vista desde el muelle.

Atracole a la escalerilla el diligente Cornias a una señal de Leto, y bajaron todos: Nieves de la mano del desconocido Leto; Bermúdez y el boticario muy a pulso, y don Claudio Fuertes protestando de que hasta allí y nada más. Cornias, según Leto le había pintado en la mesa, pero con pantalón blanco y camisa con lunares, si no nueva, recién estirada, aguantaba el balandro atracado a la zanca de la escalera, con las uñas hincadas en los tablones.

Saltaron a bordo de él los visitantes por la cabeza del último escalón descubierto; y al ver lo descarado que estaba el suelo aquel, que oscilaba además, todos, menos Nieves y Leto, se colaron en el pozo.

-Desengáñense ustedes -decía Fuertes sentándose-, que esto no tiene señal de juicio... ni los que andan en ello tampoco... ¡Ah! pues dejen ustedes que se inflen todos esos trapos y empiece el viento a enredarse entre ellos... ¡Ni san Pablo para aquí entonces sin romperse la crisma con algo, o echar los hígados por la boca!...

-Verdaderamente -replicaba don Adrián guardando el equilibrio con los hombros, aunque era bien insignificante el balanceo-, que no se explica uno fácilmente, ¡caray! tanto entusiasmo y tanta... eso es... como tiene ese muchacho... y como tenía su amigo por estas diversiones... Por de contado, señores míos, que esta es la primera vez en mi vida que me veo aquí... y tan a nuevo me sabe, eso es, lo que voy viendo, como a ustedes. Desde tierra he visto el barquichuelo este varias veces, unas quieto y otras andando... ¡y qué andar, caray! Vamos, ocasión hubo de volver la cabeza... por no verlo... Es la verdad, sí, señor, ¡caray!

-¡Digo, y eso usted, que es pez de la mar!... Pues ¡qué me pasará a mí que soy de los secanos de Astorga?

-¡Canástoles -saltó aquí don Alejandro-, con los valentones estos!... Yo no me trago a los hombres crudos, ni mucho menos; pero tampoco se me arrugan las narices por echar una cataplera por esas aguas allá.

-Por de pronto, mi señor don Alejandro -contestole Fuertes con cierta socarronería-, ha sido usted uno de los tres valientes que nos hemos colado en el pozo por entrar en el balandro; y después, mire usted, yo me he visto cara a cara con los moritos en Monte Negrón y en los Castillejos, y hasta en lo de Wad-Ras, que fue más agrio que lo que a ustedes se les figuró; y sin echármelas de valiente al decirlo, ni perdí la serenidad, ni el coraje... ni las ganas de pegar; porque aquello era otra cosa: había siquiera suelo firme en que pisar... y en que morir, si era preciso, defendiendo la vida honradamente; pero esto es entregarse a la muerte atado de pies y manos y metido ya en el ataúd...

Leto, mientras los del pozo hablaban de esta suerte, explicaba a Nieves las ventajas de un palo, como el del Flash, compuesto de dos piezas (la mayor, o palo macho, y la menor, o mastelero, con su tamborete y cruceta entre ambas), sobre el palo enterizo, o de una sola pieza; cómo se fijaba el palo en el fondo del casco, encajando su espiga inferior en una mortaja llamada carlinga, y se afirmaba después por medio de las cuerdas que iba señalando y se llamaban obenques y estays: los obenques bajaban desde la encapilladura, junto a la cruceta, y los estays desde la suya en el arranque del galopillo, o remate superior del palo; cuál era la botavara, cuál el pico de cangreja, y cómo se manejaba y con qué cuerdas o drizas, cada vela de las cuatro que tenia el yacht (mayor, trinquetilla, escandalosa para los buenos tiempos, y foque volante para las empopadas). El agujero que había a media cubierta, entre el pozo y el costado de estribor, era el de la bomba de achique, muy usada, porque en las arfadas, ciñendo el balandro, embarcaba en el pozo bastante agua: rociones y garranchos, según el estado de la mar; tal pieza era el cabillero para las drizas de maniobra; cuáles otras, las cornamusas para afirmar las escotas del foque y las de la trinquetilla; otra en el suelo mismo junto al agujero del pañol de cadenas, el guindaste, en el cual se hacía firme la coz de botalón, etc., etc. Muchos, muchísimos detalles dio Leto a Nieves, llamando a cada cosa con su nombre técnico, porque así lo quería la animosa sevillana.

Cuando ya no tuvo nada que explicarla sobre cubierta, la dijo:

-Vamos ahora, si usted quiere, a ver la cámara.

A la cámara se entraba por el pozo, en cuyo lado de hacia proa estaba la puerta, de dos hojas, con un cuartel de corredera. Abrió Leto y entraron las cinco personas, teniendo que descubrirse don Adrián, porque para un sombrero como el suyo, puesto sobre la cabeza, no había allí bastante altura de techo. Por lo demás, sobraba sitio en que revolverse los visitantes con desahogo. Nieves se admiró de ello y del primor con que estaba dispuesto y hecho todo en aquel microscópico salón, que resultaba hasta lujoso. A cada lado de la puerta había un armarito, y otro más ancho enfrente de ella; a cada lado de los otros dos de la cámara, un cómodo diván, y en el centro una mesita atornillada en el suelo, con las alas dispuestas de modo que podía servir para una docena de comensales. Retirando Leto uno de los almohadones, levantó la tabla sobre la cual estaba tendido; y la tabla resultó ser tapadera de un largo cajón bien provisto ciertamente, pues fue sacando de él el hijo del boticario dos amplios y superiores impermeables; un vestido completo de mar; media docena de hermosas toallas y dos sábanas de baño, y algunos objetos más por el estilo; todo ello puesto allí por el precavido y rumboso inglés, lo mismo que los objetos de aseo y los útiles de pesca, licores exquisitos y confortantes, y libros (en inglés desgraciadamente para Leto) que trataban, con excelentes dibujos, de materias pertinentes a todos los destinos imaginables del barco, que se guardaban en los armarios. Todo lo conservaba Leto donde y como el inglés lo había dejado, por respeto cariñoso a la memoria de su amigo. En el centro del copete del más grande de los armarios, había una chapa de metal bruñido, con dos nombres grabados sobre una fecha. Señalando a los nombres, dijo Leto:

-Este es el blasón de nobleza del balandro: Mr. Watson y Mr. Fife: el ingeniero y el constructor de yachts más afamados de Inglaterra. ¡Deberé yo estar agradecido a un hombre que me dejó tan rica prenda de su amistad? ¡Y se extraña mi padre algunas veces del mimo con que la trato!... Pues hay que ver ahora, prácticamente, sus condiciones marineras que tanto les he ponderado, si no le molesta a Nieves y lo consiente el señor don Alejandro...

-Caballeros -dijo al oírlo don Claudio, levantándose de golpe y andando hacia la puerta-: aquí sobra uno, y ese soy yo.

-¡Pero, don Claudio!... -exclamaba Nieves, riéndose del arranque de su amigo.

-Nada, nada: cada uno es cada uno, y yo sé bien lo que me hago... Y también usted lo sabe al venirse conmigo, señor don Adrián -añadió Fuertes volviéndose un momento hacia el boticario-. Porque yo doy por supuesto que usted tampoco se queda, aunque le aspen.

-Verdaderamente -contestó el aludido, que estaba algo inquieto por falta de franqueza, moviéndose un poco hacia la puerta-, que no soy de lo más apto para este género... eso es... de diversiones... Por otro lado, ¡caray! la edad... eso es. De manera que, si no se tomara a mal...

-¡Qué ha de tomarse, hombre! -díjole don Claudio, volviendo para cogerle por un brazo.

-Y aunque se tomara... Véngase, véngase, don Adrián; y verá usted qué guapamente estudiamos las condiciones marineras del Flash... desde tierra firme.

-Conste, señor matamoros -dijo Bermúdez desde la puerta de la cámara cuando ya salía del pozo el comandante llevándose a remolque al boticario-, que no solamente doy el permiso que me ha pedido Leto, sino que me quedo, y con gusto... ¡con mucho gusto, canástoles! mientras que usted se larga.

-Con gusto, ¿eh? -respondió Fuertes sin volver la cara-. ¡Ay! mi señor don Alejandro... ¡si hubiera espejos para ver a los hombres por sus adentros en determinadas ocasiones!... Cornias, arrima un poco más el barco, hijo... Así... ¡Ajá! Cuidado, don Adrián... Venga la mano... Eso es... ¡Divertirse, caballeros!

¡Cómo le pusieron entre Nieves y su padre desde el yacht!

-A la faena ahora -dijo Leto a su edecán, sin oír a los unos ni a los otros, porque ya estaba con la fiebre de sus glorias-. Usted, Nieves, a sentarse aquí; y usted, don Alejandro, a su lado... Perfectamente... ¡Cornias!... desatraca, y a franquearnos con el foque... Bueno... Ya va... ¡Lista la driza de pico!... Yo a la de boca... ¡Iza!

Hecha la maniobra en regla, hinchóse la extensa lona, y cayó el barco al lado opuesto, navegando ya.

-No hay que asustarse, Nieves -dijo Leto sonriendo al notar en ella, y particularmente en su padre, cierto movimiento de desagrado-: es el saludo del Flash a la llegada del viento.

-Bien me parece esa cortesía -respondió Bermúdez agarrándose a la brazola mientras Nieves se sonreía despreocupada-; pero en todas partes, después del saludo al aire libre, vuelven las gentes a cubrirse y a enderezarse, y aquí observo que pasan las cosas de otro modo: el Flash, después de saludar, continúa inclinándose y andando a más y mejor.

-Es de necesidad, señor don Alejandro: como que vamos casi de proa al viento. Mucho más ha de inclinarse todavía.

-¡Buen consuelo, hombre!

-Ya le va tomando el gusto al agua... ¿Oyen ustedes cómo la paladea?

-Y también veo -respondió Bermúdez-, que la destina a otros usos. ¡Mira, mira, Nieves, cómo se tumba el condenado, para fregotearse las costillas con ella! ¿Qué te parece de esto, hija?

-¡Muy bien! -respondió Nieves, fascinada por el lance, con los ojos voraces, la boquita entreabierta y palpitantes las rosadas ventanillas de la nariz.

El barco había entrado en su andar desembarazado y franco; y ciñendo siempre para ganar terreno hacia fuera, no cesaba de inclinarse. Bermúdez lo notaba intranquilo, y oía el borboteo del agua debajo del lanzamiento de la popa; el crujir de la perchería del aparejo y el crepitar de las lonas, y hasta comenzó a ver una faja de espumilla hervorosa a todo lo largo del carel inclinado, como si pugnara por colarse adentro. Leyóle estos cuidados en la cara Leto, y le dijo para tranquilizar de paso a Nieves, que, ciertamente, no lo necesitaba:

-Repare usted que vamos solamente con el foque y la mayor, y que la mar está como una balsa de aceite. ¡Qué diría usted si izáramos la escandalosa allá arriba, como la hubiera izado yendo solo?... ¡Si esto es navegar en una palangana! De todas maneras, hasta acostumbrarse más a estas posturas violentas, no dejen ustedes de agarrarse al respaldo.

-Ya, ya -respondió Bermúdez que no podía agarrarse más de lo que estaba-; pero lo que veo yo es que el agua anda si entra o no entra por este costado, y que vamos echando demonios.

-Y aunque entrara, ¿qué?

-¡Pues digo! ¡como si fuera lo más usual y corriente!

-Y lo es, señor don Alejandro; y va el Flash tan guapamente con un par de tablas de la cubierta debajo del agua.

-¡Canástoles!

-¿Quiere usted verlo?... ¿Se atrevería usted, Nieves?

-¡Pues no he de atreverme? -respondió ésta como extrañada de que Leto lo pusiera en duda.

-Por visto, señores, por visto -dijo resueltamente Bermúdez-. ¡Canástoles! para prueba sobra con esto, que no es poco, sin necesidad de que tentemos a Dios.

Nieves y Leto, y hasta Cornias que atendía a la escena medio sentado arriba sobre el tejadillo del tambucho, se echaron a reír.

-Mira, papá -dijo de pronto aquélla-, qué bonita es esta costa de la bahía. ¡Cuántas islillas verdes que apenas se alcanzan a ver desde casa! ¿Y don Claudio y don Adrián? ¡Qué lejos quedan!... ¡Míralos!... Creo que saludan.

-Hija mía -respondió Bermúdez sin volver hacia ella más que la intención, porque la visual del ojo útil se la estorbaba la nariz-, necesito ambos brazos para agarrarme, y toda la voluntad para guardar el equilibrio en esta postura. Contéstalos tú por mí, si te parece.

-Ya lo hago por todos -repuso Nieves volviendo el busto hacia el muelle y agitando el pañuelo con la mano izquierda. Después de unos instantes de silencio, añadió, con el oído muy atento hacia proa-: Fíjate bien, papá.

-¿En qué, hija?

-En el ruido que va haciendo el barco... Lo mismo que si fuera arrastrándose sobre papel de seda.

-Exactamente -confirmó Leto-; y si usted continúa fijando la atención en ese ruido, llegará a oír conversaciones, y cantos a la sordina... y todo lo que usted quiera, hasta acabar por dormirse.

Tras esto callaron todos por un buen rato, como si se tratara de poner a prueba las afirmaciones de Leto, mientras el yacht continuó deslizándose al mismo andar. De pronto dijo Nieves dirigiéndose a Leto:

-Pues tiene usted razón: fijándose mucho en el ruido ese, se oye todo lo que se quiere oír... ¿No crees tú lo mismo, papá?... ¡Mira qué llana, qué brillante y qué hermosa está la bahía! Parece un espejo muy grande.

-Muy grande, muy hermosa y muy llana -respondió Bermúdez inmóvil y rígido-, y muy entretenidas esas cosas que decís que se oyen debajo del barco: todo está muy bien, menos esta condenada postura que no me deja gozarlo. Esto es un despeñadero.

-Pues cuidadito ahora -le advirtió Leto sonriéndose-, porque va a inclinarse un poco más.

-¡Más todavía, hombre? -exclamó Bermúdez, queriendo clavar las uñas en la brazola-. Y ¿por qué?

-Porque voy a preparar la virada, dando mayor andar al barco.

Dicho esto, metió la caña a estribor; con lo cual, presentando el Flash mayor superficie al viento, recibió mayor impulso de él; y el festón espumoso que andaba lamiendo por fuera el carel de babor, le echó unas cuantas lengüetadas por adentro. Entonces gritó Leto a su edecán:

-¡Cornias... a virar! ¡Salta escota foque!

Obedeció Cornias en el aire; orzó Leto vigorosamente, y el yacht fue virando y enderezándose, hasta ponerse horizontal como le quería don Alejandro, y, según la lengua del oficio, a fil de roda, es decir, cara a cara con el viento.

En esta posición el barco, las velas, deshinchadas y lacias, comenzaron a restallar, con tal estrépito, que asustó a Bermúdez y sorprendió a su hija.

-Pasen ustedes ahora a este otro lado -les dijo Leto, señalándoles el frontero al que ocupaban en el pozo.

Así lo hicieron, y con mucho cuidado para no dar con la cabeza en la botavara. Tomó el viento al balandro por aquella banda, cayó el aparejo hacia la opuesta; y henchidas de nuevo las velas, comenzó el Flash a navegar hacia la derecha de idéntico modo que lo había hecho hacia la izquierda.

-Notarán ustedes -dijo Leto-, que vamos caminando en ziszás. Con el viento por la proa, no hay otro modo de subir estas pendientes. Vean ahora lo que vamos adelantando en la subida. Ya cuesta trabajo conocer a don Claudio y a mi padre, que se van alejando hacia la villa.

-La verdad es -respondió Bermúdez-, que con estas aventuras había vuelto a echarlos de la memoria.

De bordada en bordada llegó el Flash a la ancha boca del puerto. Don Alejandro, que no apartaba el ojo del carel de sotavento, lo conoció por las cabezadas que daba el barco, a causa de la trapisonda que ya había por allí, y por cierto malestar de su estómago. Dio entonces por más que suficiente la distancia recorrida; y con gran sentimiento de Nieves, que tenía los cinco sentidos puestos en los lances del paseo mar afuera, viró el balandro y se puso en rumbo al muelle. De esta manera iba empopado y sin las contrariedades que tanto molestaban a don Alejandro. Teniéndolo en cuenta Leto, izó toda la lona; y navegando así como una exhalación, pudieron estimar Nieves y su padre lo merecido que tenía el hermoso yacht el nombre de Centella que le habían puesto.

-Esto ya es cosa muy diferente -decía Bermúdez al llegar al muelle-. Así ya se puede navegar a pierna suelta.

-Pues a mí me gusta más del otro modo -contestó su hija-. Tiene más lances.

-Esa es la verdad -añadió Leto saltando del balandro a la escalera para dar la mano a Nieves, porque habiendo bajado bastante la marea, eran muchos y estaban muy resbaladizos los escalones descubiertos.

Ni don Adrián ni don Claudio andaban por allí rato hacía, ni se columbraba alma viviente en diez cables a la redonda de aquellos hermosos sitios que, por lo solitarios y mudos, parecían encantados...