Al rey don Fernando VII
Hijos de Iberia: los que el muro alzado
circunda invicto de la gran Sevilla:
los que enfrena en su término sagrado
del gaditano mar la ardiente orilla:
noble gallego: cántabro esforzado:
los que sustenta la feraz Castilla:
mi voz por vuestros campos se dilate;
la lira pulse el inspirado vate.
No el sangriento laurel bañado en lloro,
que orló la frente al vencedor de Jena,
cantaré, ¡oh patria!, que mi lira de oro
nunca entre horror y mortandad se suena.
No el brazo vengador que al torvo moro
lanzó de Libia a la abrasada arena;
ni al tremendo cañón de Navarino,
la rota entena, el abrasado lino.
Otro eternice su funesto nombre,
cuando las lides y la muerte entona,
y al escucharlo en el hogar se asombre,
y al hijo estreche la infeliz matrona:
jamás el hombre degollando al hombre
en los horrendos campos de Belona
a mi blando laúd fue digna hazaña:
pueblos, yo canto al bienhechor de España.
Tú, numen tutelar del pueblo ibero;
tú, domador de la morisma impía,
que en la mezquita del alarbe fiero
los pendones dejaste de María;
tú, que a Fernando el áspero sendero
mostrar supiste que al empíreo guía,
tú me inspira, y mi voz al aire dando,
cantaré las virtudes de Fernando.
A la sombra de un sauce reclinado,
que retrata en su linfa Manzanares,
do en otro tiempo el corazón llagado
se exhalaba en tristísimos cantares;
al dulce olor del viento embalsamado,
libre el pecho de bárbaros pesares,
el astro hermoso de la luz miraba,
que a los mares atlánticos bajaba.
Entre celajes su encendida hoguera
por el ancho horizonte se derrama,
y al terminar la plácida carrera,
templada brilla su fulgente llama:
el fuego inspirador mi pecho altera;
la voz se eleva, el corazón se inflama;
y arrebatada vuela mi memoria
a los pasados siglos de la historia.
Miro a Régulo impávido marchando,
entre el clamor de la llorosa plebe,
donde el fiero sayón le está esperando
y perecer entre tormentos debe:
a Aníbal miro con su hueste hollando
de las alpinas cumbres la honda nieve;
y a un ejército entero haciendo frente
a Cocles miro en el cortado puente.
Vagaba así mi ardiente fantasía;
y entre el bullir de las inquietas olas
Manzanares su frente descubría,
coronada de juncos y amapolas;
en la siniestra mano suspendía
el blasón de las armas españolas:
así suena su voz; y humilde para
su blando ruido la corriente clara.
«¿Por qué de Roma tu ofuscada mente
hazañas busca en la remota historia?
¿Para asombrar a la futura gente
no basta acaso la española gloria?
Cuando virtud y honor tu lira intente
eternizar del mundo en la memoria,
los campos corre de la madre España
y cada monte te dirá una hazaña.
Tiende la vista a la encumbrada peña
donde el Astur su independencia adora;
mira de Cristo a la triunfante enseña
despavorida la falange mora:
mira humillada la soberbia isleña
ante la ibera hueste vencedora:
el abatido orgullo de la Francia,
los abrasados techos de Numancia.
Mas ¡ay! ¿qué grito de victoria suena
al repetido herir del arpa de oro?
¿Por qué el ronco cañón súbito truena?
¿A quién celebra el matritense coro?
¿Oyes el himno que los aires llena?
¿Oyes del parche el retumbar sonoro,
y en las torres del templo estremecido
el trémulo sonar del bronce herido?
Victoria clama al inmortal Fernando
la campiña en que el Ebro se derrama;
el clarín de la fama retumbando,
¡Gloria a Fernando! por los aires clama.
Llegó, miró, triunfó; pero triunfando,
no la venganza el corazón le inflama,
que si humillarlos el monarca anhela,
también Amalia a perdonarlos vuela.
En el regazo de la paz amiga
la venturosa España reposaba;
el labrador descanso a su fatiga
en el hogar pacífico encontraba;
con blando susurrar la rubia espiga
el inocente céfiro halagaba;
y el libre arroyo, rápido saltando,
iba las florecillas salpicando.
Truena indignada la tartárea roca,
y envuelto lanza en encendida nube
del negro Averno la escondida boca
al triste mundo el infernal querube:
muere la hierba que su planta toca;
el ronco ahullido hasta el empíreo sube;
y vuela ardiendo en furibunda saña
a los campos católicos de España.
De su fétido aliento el soplo inmundo
los catalanes campos infestando,
vierte el veneno que abortó el profundo
en corazones que rigió Fernando.
Guerra declara al angustiado mundo:
fiero convoca el seducido bando:
su voz envuelta en macilenta llama,
¡Victoria al Orco! enronquecida clama.
Su voz retumba en la celeste almena,
do resplandece el serafín armado:
en la diestra del Dios que el mundo truena
el rayo vengador bulle indignado.
No a quebrantar la bárbara cadena
vuela otra vez el escuadrón alado:
Tú, Fernando, serás, dijo el Eterno;
y temblaron las huestes del Averno.
Entre los brazos de su dulce esposa,
Fernando oyó la voluntad del cielo:
al campo va, y Amalia congojosa
en llanto de dolor inunda el suelo.
«Marcha, le dice, y de la paz hermosa
torna a la Iberia el bienhechor consuelo:
la verde oliva enlaza a tu corona:
vuela, esposo, a triunfar; triunfa y perdona.»
No armando el brazo de tajante acero
hiere el bridón con bélico acicate:
no circundado de escuadrón guerrero
lánzase airado al funeral combate:
inerme y solo en el tumulto fiero
su noble frente al sedicioso abate;
y huye, la rabia inútil exhalando,
el infernal espíritu bramando.
Huella Fernando la extinguida tea,
y el rayo de la paz brilla más puro;
ni en sangre tinta la campaña humea,
ni ostenta escombros de rompido muro.
El pendón de concordia al aire ondea,
al ronco retumbar del bronce duro;
y entre el rumor de armónicos cantares
torna Fernando a sus augustos lares.
Por contemplar su rostro soberano,
¡cuál corre el pueblo con ardiente anhelo
y en sus trémulos brazos el anciano
alza gozoso al tierno nietezuelo!...
Pulsa el laúd; que si el acento humano
a tanto puede remontar su vuelo,
tu canto, por la fama conducido,
vencerá las injurias del olvido.
Yo cantaré mientras la mente mía
el soplo celestial fecundo inflame
y el puro rayo del luciente día
en mí su influjo inspirador derrame.
Por cuanto el claro sol su luz envía,
tu triunfo, ¡oh rey!, el universo aclame:
tú enjugaste de Iberia el triste llanto:
tuya es mi débil voz; tuyo mi canto.
Tú, dulce Amalia, de virtud modelo;
tú, del pueblo español amparo y guía,
a quien su lumbre inspiradora el cielo
y su arpa de oro el serafín confía;
si de tu voz el remontado vuelo
seguir intenta osada la voz mía,
grato será a tu pecho generoso;
que glorias canto de tu dulce esposo.
A ti, padre del pueblo que te adora,
lleguen los ecos de mi humilde lira;
y mi voz de los siglos vencedora
será, gran rey, si tu virtud me inspira.
Ya del ocaso a la radiante aurora
la ilustre gloria de tu nombre gira:
ya por los aires resonar se escucha:
«¡Gloria inmortal al que venció sin lucha!»