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Al tranco

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Al tranco

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Durante todo el invierno, las mujeres de la familia han trabajado con empeño para completar el surtido de matras, sobrepuestos, cobijas y ponchos, tejidos con la lana grosera de sus ovejas criollas; y al asomar la primavera, pueden salir los muchachos a vender, por la provincia de Buenos Aires, los productos de la primitiva industria santiagueña.

Saldrán al tranquito, por grupos, y al tranquito, recorrerán centenares de leguas; los caballos son escasos en Santiago del Estero; se crían mal, por las palmeritas que cubren el suelo, y hay que cuidarlos mucho.

De puesto en puesto, irán ofreciendo su mercadería: las matras espesas de lana que duran años y los ponchos pesados e impermeables, de colores vistosos, gritones, con flores en relieve. Tentarán a la mujer, con una cobija colorada, capaz de desafiar las beladas más crudas; al marido, con un sobrepuesto de un verde que hace llorar, con el cual se podrá lucir en las reuniones; y si hay todavía algunos pesitos en el baúl, fácil es que los santiagueños hagan el día. De cualquier modo, trocarán algo, siempre, por yeguas que amansarán o mancarrones bichocos, superiores todavía para el tranco, sin contar con el asado que, de llapa, les darán.

Pero pocos son los que tienen tejidos para vender, en suficiente cantidad para que su producto les alcance a pasar todo el invierno; y se juntan entonces por bandadas, cruzando campo, al tranco siempre, en busca de los trabajos rápidos y bien pagos, como los de esquila y de cosecha, que llenan en pocos días la maleta del hombre empeñoso y sobrio y lo arman de recursos para larga temporada.

Por cierto que, por los 1860, debían ser pocas, en Santiago del Estero, las ocasiones de ganarse con sus brazos una onza de oro; mientras que en la provincia de Buenos Aires, y con sólo cruzar apenas unas ciento cincuenta leguas, cortando de punta a punta la provincia de Córdoba, mal despierta, también, ella, de su sueño secular, había un punto, -y pronto se supo-, donde dos franceses sembraban trigo y pagaban para segarlo con la hoz, una onza las diez tareas, o sea una cuadra.

El precio era lindo, y se juntaba la santiagueñada, que daba gusto, en el momento de la mies. Pero más lindo era el precio del trigo que, también, se vendía una onza la fanega; y como no siempre hay caballos para la vuelta, o que muchas veces faltan las ganas de dejar un pago de vida abundante y fácil, para cruzar otra vez al tranco ciento cincuenta leguas de pampa, entre penurias de todas clases, para volver a encontrar en la querencia las mismas penurias, muchos se quedaban a sembrar trigo también. Y fue fundado Chivilcoy.

No se sembraba trigo en toda la provincia, pero en todas partes se criaban ovejas y vacas, y se necesitaban peones y puesteros. ¿Quién resiste a la oferta de una majada al tercio, en campo fértil y extenso, con la celestial perspectiva de un continuo far niente, acompañado de churrascos a discreción, con carne gorda colgada siempre del alero, con libreta garantida por el patrón para la yerba, el tabaco... y la caña, que tan suaves cosquillas hace en la garganta cansada de charlar en la pulpería? ¡Sí quita esto hasta las ganas de irse robando caballos para volver a Santiago! Y se fundaron así por miles, hogares en la Pampa porteña.

La corriente que así se desprende de la llanura santiagueña, y corre despacio, deslizándose sin meter bulla, modesta como es, por la pampa de Córdoba, arrastra de vez en cuando, por la fuerza del ejemplo, a paisanos cordobeses que también quieren tentar fortuna. Hijos humildes de provincias todavía pobres, hechos industriosos por esa misma pobreza, acostumbrados desde niños a cuidar con esmero los cuatro animales paternos, traen a la provincia orgullosa de sus innumerables haciendas, cantidad de conocimientos útiles y de habilidades y prácticas ingeniosas, que aplicadas en mayor escala a los rebañas porteños, han sido todo un progreso.

En cambio, los que a su tierra vuelven, atraídos irresistiblemente por el amor a la querencia, o porque tienen allá familia numerosa difícil de mover, llevan a sus provincias, -alzadas sin saber cómo, lo mismo que las carretillas que por el camino se les han pegado a las caronillas-, ideas nuevas, más amplias, más generosas, más humanas. En su tierra pobre y todavía mal preparada, no germinarán seguramente todas las semillas de trébol que llevan; tampoco se desarrollarán de golpe todas las ideas recién injertadas en su cerebro primitivo, pero vendrá el día, -ha venido ya-, en que brotarán, cundirán, abundarán los gérmenes así juntados y mezclados, para desarrollarse en planta lozana.

Y esa planta, cada día más lozana, es la Unidad Nacional.

Llegará el día, en que el acento arribeño, de que, por costumbre vieja, tiene propensión el porteño a sonreírse siempre un poco, pasará desapercibido. No se siente ya en la pronunciación del santiagueño, cuando preguntado por su huésped, de qué provincia es, sencillamente contesta: «Soy argentino.»