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Alfredo: 02

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ACTO I

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El Presentimiento.


Un salón del castillo: puertas y ventanas.

1.ª

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ALFREDO. (Acabando de escribir).- Es necesario, Roberto: forzoso, necesario partir. Esta voz que se levanta en mi pecho, que incesantemente está resonando en mis oídos, que me acompaña por donde quiera como una sombra... esta voz es un aviso de los cielos, para recordarme mi descuido, y señalarme mi deber. Bastante tiempo la he resistido: bastante he cerrado mi corazón a su llamamiento; oigámosla, y sigámosla por fin. Tratemos de acabar con esa fantasma que me persigue. Y que sólo puede disiparse en las playas de la Palestina...

(Se levanta). La suerte de Rujero, el gozo que guardaba esperimentar al verle unirse con tu hija, han podido sólo detenerme hasta ahora. Ya se concluyó: ya está asegurada la felicidad de ambos... Cuando los rayos del sol naciente vuelvan a dorar la altiva cumbre del Monjibelo, Alfredo saludará por última vez las costas de Sicilia, y engolfándose en esos mares preguntará al Oriente su felicidad o su desgracia.

ROBERTO.- Lo habéis decidido, por fin... estáis resuelto a emprender esa peregrinación... ¡sea! Un escudero no tiene derecho para oponerse a vuestra voluntad; su obligación es sólo cumplirla... Pero si los consejos, si las reflexiones de una anciano pudieran hacerse oír en ese corazón que está rebosando juventud: si os dignaseis escucharme con la deferencia que me habéis mostrado otras veces...

ALFREDO.- Siempre te la mostraré del mismo modo. Tú sabes que toda mi vida te he mirado como a un padre; y yo sé que me has aconsejado siempre como pudieras haberlo hecho con un hijo.

ROBERTO.- Mas ahora...

ALFREDO.- Ahora... no te debo engañar. Yo no soy libre en esta determinación. Parece que una mano sobrenatural, que una potencia misteriosa me impele fuera de mi patria. Esta memoria de mi padre está siempre comprimiendo mis entrañas: su nombre retumba como un trueno dentro de mí: su imajen vaga continuamente ante mis ojos... ¿Por qué no ha de ser un aviso? ¡Ay!, tal vez oprimido de cadenas, sumerjido en una prisión horrorosa, sólo con sus recuerdos y sus pesares, invoca a Alfredo para que lo liberte, y ¡Alfredo no responde a su desesperación!

ROBERTO.- Y aun cuando así fuera ¿qué conseguiríais con atravesar los mares, y sepultaros también vos mismo en esa malhadada Palestina? ¿Habíais luego de descubrir su existencia? ¿Habíais de conquistarle su libertad? -Desengañaos, Alfredo. Un velo misterioso cubre la suerte de vuestro padre. Tres lustros se han cumplido, desde que abrumado de dolor por la pérdida de su esposa, tomó la cruz, y emprendió la peregrinación de la Tierra Santa. Diariamente, desde entonces, hemos visto en Sicilia mil cruzados que tornaban de aquel país: en este mismo castillo habéis hospedado los más ilustres caballeros de Felipe Augusto y de Ricardo de Inglaterra... ¡Pues bien! Ninguno os ha dado razón de vuestro padre... Sabéis los rescates que se han verificado..., vuestro padre no ha sido comprendido en ninguno... -Creedme, Alfredo: esa marcha que intentáis es inútil. O mi señor ha querido encubrirse del mundo todo, sepultándose para siempre en algún devoto monasterio, o una corona de inmarcesible eternidad ha circundado ya su frente, y premiado dignamente su virtud.

ALFREDO.- Tal vez... sí ¡tal vez! Entonces... yo besaré la tierra regada con su sangre: yo ofreceré al pie de su sepulcro el homenage del amor filiar: yo elevaré mis oraciones a los cielos, donde tendrá su morada, y le pediré me guíe con su ejemplo, y me infunda su valor para vengarle de los enemigos de nuestra ley.

ROBERTO.- No, Alfredo: invocadle desde vuestros dominios, e imitadle en gobernar a vuestros vasallos. Primero que abandonarse a los impulsos del entusiasmo o de la devoción, está el cumplimiento de las obligaciones... Permitidme que os hable con franqueza. Desde que se ha apoderado de vuestro ánimo esa melancolía, habéis descuidado la administración de justicia en vuestros pueblos. No es ese el ejemplo de vuestro padre: no es esa la conducta que nos hacían esperar vuestros primeros ensayos. Volved a las antiguas ocupaciones: desechad esa preocupación que os ofusca el juicio; y sed de nuevo el orgullo y la esperanza de Sicilia.

ALFREDO.- Tú tienes razón, querido Roberto: tú tienes razón..., pero no me es posible variar. Ya te lo he dicho: una fuerza irresistible me arrebata... Mira, mira la cruz sobre mi pecho: déjame, pues, que siga mi destino; ¡que se cumpla como esté determinado!... ¡Ay!, no pienses que esta partida tiene para mí encantos que me arrebaten..., no: el corazón se me arranca al abandonar este castillo, donde mis ojos se abrieron a la luz del día; estas bóvedas que han resonado tantas veces con los ecos de mi harpa; esas praderas, donde he gozado tanto en los bellos años de mi juventud. No hay en este contorno una roca, un árbol, una fuente, que no esté unida para mí con algún recuerdo agradable... ¿No quedas tú aquí también, mi querido Roberto? ¿No queda aquí Rujero, que es la mitad de mi corazón?... Y a pesar de todo yo pugno por irme: yo corro tras de un deber..., ¡ay!, quizá también corro por huir del sendero del crimen!...

ROBERTO.- ¿Por huir del sendero del crimen?... ¡Vos!

ALFREDO.- ¡Roberto!..., tú... ¿no crees?... (Señalando al corazón).

ROBERTO.- Lo que yo creo, Alfredo, es que deliráis..., que vuestra imajinación os estravía.

ALFREDO. (Muy vivamente).- No, Roberto: no la calumnies: no calumnies la imajinación... Ella es un don de la divinidad: ella penetra la losa de los sepulcros, y rasga el velo que cubre al porvenir: ella invoca a la eternidad y a la nada; y la nada y la eternidad responden a su voz, y se levantan en su presencia...! -(Pausa). Estoy cansado..., me convendría quedarme solo un instante... Mi querido Roberto..., ¡es necesario!, ¡necesario! -¿Querrás encargarte de disponer los preparativos de mi marcha?

ROBERTO.- (¡Qué joven!... Y ¡tan infeliz por sus pensamientos!)